Boulevard Charlemagne

«Te envidio porque me tienes» le había dicho yo a Michaella antes de salir del hotel esa misma noche. Y a lo mejor iba a tener que lamentarlo, porque no parecía improbable que mi envidia terminara ahí, esa noche, en la Ostería.

«¿Estará ella detrás de todo esto?» llegué a preguntarme. No podía contestarme negativamente. De hecho, me parecía muy plausible aquella conjetura.

Nos habíamos encontrado por primera vez en Bruselas tres años antes, durante una reunión promovida por la Comisión sobre «High Reliability Organizations», en la que participaban todos los países de la Unión a través de sus expertos de los sectores más diversos, como el de la energía, la industria aeronáutica, la defensa, la computación o la sanidad.

Aunque nuestros taxis coincidieron en la puerta del hotel, en el Boulevard Charlemagne y a 50 metros de la Comisión, y nos registramos a la vez, no fue hasta el día siguiente cuando fuimos presentados formalmente.

El objetivo de aquella cumbre secreta era desarrollar un cuerpo de pensamiento sistémico para poder diseñar y poner en funcionamiento procesos y culturas que aumentaran la seguridad y disminuyeran los errores de las «critical infrastructures and key assetts» en Europa. Durante tres días discutiríamos a puerta cerrada sobre conceptos, aplicaciones y ejemplos de organizaciones de alta fiabilidad. Como era esperable en una situación como aquella, los argumentos llegaron a ser apasionados y casi personales. En más de una ocasión fue preciso mediar entre dos o más expertos. Como en mi caso. Un físico alemán llegó a perder su templanza al mediar entre Michaella y yo.

Sin embargo, todo se olvidaba cuando salíamos y nos encontrábamos para cenar y tomar una copa en la Rosticcería Fiorentina, que estaba a espaldas del hotel, subiendo por la Rue Stevin a la izquierda, en la Rue Archimede.

– Y usted, doctor Klint, ¿a qué se dedica exactamente? – me preguntó Michaella la primera noche- Ya sé que eres cirujano. Lo has repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la reunión.

– Mi especialidad es la cirugía hepatobiliopancreática y el trasplante visceral abdominal – le contesté

– ¿Algún vino?

– Cualquiera, aunque sea italiano. Afortunadamente, no tengo que operar mañana – respondí ofreciéndome a revisar la carta.

– ¿Siempre resultas así de pedante y grotesco? – apuntó Michaella.

– Sólo cuando intento ser yo mismo – afirmé sin desviar la mirada.

Sin sentirnos ofendidos por la mutua mordacidad, continuamos la conversación, terminamos los platos y consumimos varias copas de vino. Ella me contó que dirigía un centro Universidad de Tor Vergata dedicado al análisis de la gobernanza de las infraestructuras críticas y de las relaciones del Gobierno Italiano con la Comisión Europea. Las reuniones políticas le aburrían y la toma decisiones le resultaba frustrante. Mientras, entre bocado y bocado, seguíamos saboreando un Ribera del Duero. Su efecto sobre las membranas neuronales me facilitó acceder a alguna información más, de esa que nunca se sabe cómo, cuándo o por qué será útil. Yo estuve más discreto. O eso creo, porque a la mañana siguiente, durante el segundo día de reuniones, tampoco tenía un recuerdo nítido de lo que ocurrió cuando salimos, aquella primera noche, de la Rosticcería.

Continuará…

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