Flebótomo

No te confundas, no soy un mosquito.
Ni estoy loco.
Simplemente me siento un poquito mal.
De no extraer sangre.
Y de escuchar voces que me invitan a seguir.
Pero no sé cómo.
Estas alucinaciones auditivas
Este delirio.

Sangría suena mejor que flebotomía.
Ambas riman con quería, podía, debía, tenía, huía y volvería.
Pero no estoy loco.
Ya sé que no importa.
Mientras, seguiré echando de menos la sangre.
Con la cantidad de opiáceos endógenos. Y todo lo demás
Me drogaba y me hacían sentir bien.
Por eso estoy un poquito mal.
Tengo síndrome de abstinencia.
Porque soy un flebótomo.
Y me estimulo con las endorfinas de la sangre que chupo.
La del miedo.
La del placer.

Brillaba como un diamante

Continuación de Wien, Babylon

Con el vaso en la mano, de Absolut «neat», avancé de una habitación a otra.
No había mucha luz.
Intentaba mantener el equilibro sin chocar.
Sin derramar ni una gota del líquido contenido en un vaso ancho y helado.
On the rocks.
Como mi alma.
Pero con gotitas de líquido transparente chorreando.
Como mis lágrimas.
Como mi ropa, empapada por la lluvia.

En Babylon.
Vestido, fui comprobando la carne desnuda como el mercader en la subasta.
Había mucha.
Toda expuesta.
Para consumir como amor rápido.
O con lentitud. Saboreándola
La música era fácilmente reconocible. Whitney.
El otro sonido, superpuesto, eran sólo jadeos y susurros.
Al oído.
En los oídos.
En el cerebro colectivo que gobernaba la fiesta.

De repente, me la encontré. También vestida.
Casi fue un choque frontal.
De trenes.
Ella no apartó la mirada de mis ojos.
Brillantes.
Febriles.
Como su corazón.
Pero no como mi alma.
La abracé.
Temblaba.
Ella no.
La cogí de la mano y me apartó en un rincón.

Sin miedo, se desnudó sólo para mis ojos.
Se sentó.
Separó las piernas.
Brillaba como un diamante.
En el infierno.

Impar

Fue el tercero en nacer.
De una cesárea de trillizos.
Y siempre fue el tercero en discordia.

Aquello le marcó para el resto de sus días.
Porque aquello no le dejaba acomodarse en el lugar del mundo que él creía merecer.
Él pensaba que era el mayor.
Que tenía que haber salido el primero.

No podía deshacerse de la idea de que cuando sus ojos vieron la luz, entre las piernas de su madre, su padre y su madre ya estaban entretenidos con los otros dos.
A él le cogió una desconocida.
Por eso no lloró.
Gruñó.

Desde entonces siempre ha sentido desplazado.
Era el que menos mamaba.
Era el que menos crecía.
Era el que menos jugaba.
Era el que menos dormía.
Era el único que no salía en las fotos.
Era al que menos querían.

Él era impar. ¡Hijos de puta!

La mujer que le puso voz a la app

Iba sentada en un tren.
Con destino a ninguna parte.
Un teléfono sonó justo detrás de su asiento.
Como esos miles y miles de teléfonos que suenan en los trenes.

Y sus propietarios los toman en la mano. Y los acarician.
Como no lo hacen con ella.
Y los tocan.
Como no se lo hacen a ella.
Con pasión. O con cariño.
Porque ya no se ve.
Porque ella misma cree que es invisible.

Esta vez el propietario del dispositivo no contestó.
El teléfono continuó sonando hasta el aburrimiento.
No debía estar interesado.
O estaba ocupado en otra tarea.
O era una llamada equivocada.
A ella le daba igual.
Por fin, paró.

-¿Quiere seguir jugando?

Esa pregunta le sobresaltó. Casi le hizo temblar.
Como si viniera del mundo de los no vivos, escuchó su voz.
Su propia voz.
Justo detrás de ella.
¿Se estaba hablando a si misma?

Pero de repente recordó.
Hace años, cuando era más joven.
Y menos invisible.
Grabó una serie de frases.
Para un juego.
Para una app.
Para una productora.
Para una compañía.

Y el propietario del teléfono, que no había contestado la llamada, respondió.

– ¡Claro! Con tal de que me sigas hablando, haré lo que sea.

Y sonrió. Ella. Porque era humana. Y era audible.

Los hombres no lloran

Se bajó del coche.
Se aflojó la corbata.
El botón del cuello ¡a la mierda!
Tenía que llamar.
Se metió en una cabina.
Nadie debía enterarse de nada.

“¿Dónde?
¿En una habitación de un hotel?
Otra nueva novia. Aja
¿Cuántas van?”

Llovía fuera.
El lloraba.
A mares.
Sin dejar que se notara.
Los hombres no lloran

“¿Que si yo me siento sólo?
Desde que te fuiste.
¿Qué me echas de menos?
Ya”

“No podemos seguir.
Intenté dejarte ir.
Y no te resististe”.

Y le salió una canción.

Los hombres no lloran.
Los hombres ven fútbol.
Beben cerveza.
Eructan.
Se quedan calvos y engordan.
Los hombres no se pueden querer.

Excepto en el Reino Unido

Soy como un animal

Una vez, para empezar una oposición, puse eso de Churchill «Exito es ir de fracaso en fracaso…» – Me cargaron (por darles pistas)

En otra oposición puse como primera diapositiva «All the world is a stage and all the men and women merely players» – Me cargaron (de nuevo)

En una tercera oposición puse «hay que destruir la universidad tal y como es» – Me volvieron a cargar. Lo entiendo

Me presenté a jefe de servicio del Hospital de Fuenlabrada. Me suspendieron… ¡La entrevista! – La gerenta no tuvo ninguna duda. Me dejo excluido del concurso. Ella ahora ya no está en esto de la sanidad.

En el ejercicio de jefe de servicio de Guadalajara, me dijeron: «eres muy joven y el proyecto es demasiado ambicioso» – Me cargaron – En Toledo lo arreglaron todo. Afortunadamente.

El pepino era el relleno

A propósito de un caso.

Puede ser cualquier caso.

Un respetable individuo con una vida convencional. Como cualquier otro ciudadano de bien.

Puede ser un ejecutivo, un ministro, de cualquier gobierno, un agente del orden, un servidor público, un juez, un camarero, un tendero, un albañil, un fontanero, un electricista. Hasta un médico.

Heterosexual.

Homosexual.

Bisexual.

Pansexual.

Un día abre el frigorífico.

Mete la mano y saca un pepino.

Lo mira atentamente. Ve su color verde, sus rugosidades, algunas estrías en la corteza. Y le fascina su perfil.

Un perfil de formas suaves pero enérgicas.

Sólido.

Determinado.

Consistente.

Vigoroso.

El pepino.

Y un día tiene que presentarse en Urgencias por estreñimiento agudo. Lleva tres días sin poder defecar.

Recuerden, puede ser un ejecutivo, un ministro, de cualquier gobierno, un agente del orden, un servidor público, un juez, un camarero, un tendero, un albañil, un fontanero, un electricista. Hasta un médico.

La historia relatada por el hombre no es exactamente igual a la realidad. Pero ¿Qué más da? Ahora tiene el pepino metido en el culo. Hasta dentro.

Sin aliño.

Sin aceite ni vinagre ni sal.

Un pepino con rugosidades, con toda su corteza, como un misil balístico.

Estratégico.

Clavado en su recto.

Un día quiso probar. Y se convirtió en un hombre relleno de pepino.

Ahora está en posición de litotomía. Con las piernas separadas.

Expuesto.

Desarmado.

Esperando a que le saquen el relleno.

El hombre que me tocó por dentro

El es el único hombre que me ha mirado por dentro. No me refiero a verme sin nada encima. O a mi yo «interior».

Desde que nací hasta ahora, con 36 años, ha habido un buen número de personas que me han visto sin ropa, física o emocional. O que me han tocado en maneras que creían especiales. O únicas.

Pero no.

El también ha contemplado mi cuerpo. Aparentemente como el resto. Pero no. Ha habido algo más. Me ha mirado de fuera a dentro, primero. Y luego al revés. Ese hombre ha sido el único que se ha aventurado en mi, para luego tocarme de una manera que sólo a él le permití. Como ningún otro ser humano, hombre o mujer, lo ha hecho. Porque puse mi vida en sus manos. Por eso me siento así.

Cuando le vi la primera vez y le miré a los ojos, no me pareció gran cosa. Debía estar con la cabeza perdida. O presa del miedo que produce la incertidumbre. O no me fijé en él como me fijo ahora.

Ahora me siento frente a la puerta en la consulta. En una silla de plástico, tan incómoda y fría. Pero pasa el tiempo sin darme cuenta. No me quejo. Tampoco tengo a quién. Ni me muevo para desentumecer los músculos. No quiero arriesgarme. Sólo estoy pendiente de un movimiento del manubrio. Como un depredador dispuesto a saltar sobre su pieza. Quiero verle aparecer. Tras la puerta. Aún sabiendo que ignora que estoy allí.

Y cuando lo hace, me siento desfallecer. Una y otra vez. Añoro lo que nunca tuve ni sentí. El tacto y los movimientos de sus manos en mi. Entrando, buscando, sintiendo, palpando, actuando. Sin embargo, me excita pensar que, a través de sus dedos, me metí en su cerebro.

Me produce escalofríos saber que las sensaciones que le provocó mi cuerpo están en algún rinconcito de su memoria.

Con ser eso para él, dentro de él, me conformo.

No soy una bambola

“Para ti yo soy, para ti yo soy solamente una bambola” decia mientras se miraba en el espejo sin saber qué hacer.

Estaba desnuda, con la mitad de la cabeza rapada y con la otra cubierta por una melena rizada.

“No muchacho no, no muchacho no, yo no soy una bambola”.

El pecho distrofico por la ingesta crónica de estrogenos aparecía cubierto por un abundante vello grisáceo. La máscara de pestañas tiznaba las lagrimas que le descendían por los pómulos.

“No te acuerdas cuando lloro, cuando estoy muy triste y sola. Tu, solo piensas en ti…” volvió a gritar desgarradamente a la imagen reflejada en el espejo. El hombre que veía en el cristal había intentado escapar de su cuerpo y su destino, eligiendo otra opción.

Pero la naturaleza es grotesca. Y sin piedad. Había sido una torsión excesiva para el orden. Ni siquiera así había conseguido el amor.

“No muchacho no, tu no conseguirás que yo sea una más de quien te puedas burlar”.

Quería ser feliz. Solo hubiera necesitado el amor. Pero la naturaleza se burló deformemente de él. Y él había intentado devolverle la jugada.

Fracasó.

Sin noticias de Obi Wan

Estoy cansado. ¡Y harto! Me van a reventar las pelotas con tanto midicloriano.

Llevo aquí un par de días. El viaje fue largo e incómodo. Y solo. Ni un alma.

Me recorro la galaxia y ¿qué me encuentro? ¡Qué esto es un puto desierto!

Y sigo sin noticias.

Me mandan aquí para que ”crezca”. Y me dicen que si lo voy a hacer, que lo haga bien.

“Eres nuestra esperanza. Escucha tu interior” me dicen.

¡Una mierda!

Mi interior ya me lo conozco. Lo que necesito es otra cosa.

Podría hacerle feliz con lo único que no ha tenido.
Y sigue sin llamarme.
Ni se acuerda.
Ni un mensaje.
Ni una mala telepatía para por lo menos decirme “Anakin, ¿cómo estás? Me paso por Tatooine y hacemos merienda-cena”.

Seré bueno o seré malo, Obi Wan. Pero ¿sabes lo que te digo? ¡Qué te den!.

Luego vendrán los llantos y las madres mías. Que si Padme por aquí, que se Padme por allá. Y tú con ese puto enano reumático y hepatópata. Qué es como un macaco.

«El apego lleva a los celos. El apego lleva a los celos. El apego lleva a los celos» –

Te quejarás cuando me pase al lado oscuro. Pero te lo tienes merecido. Por ingrato.