El crío que abría juguetes.

El crío abría los juguetes.
Los destripaba para observar como eran por dentro.
Desmenuzaba su interior en piezas más pequeñas, hasta encontrar las que ya no se podían desmontar.

Pero cuando le mandaban aprenderse algo no lo hacía.
O hacía lo justo.
Para poder superar el corte.

Odiaba que le dieran clase.
Que le adoctrinaran.
Que le cerraran las opciones.
Odiaba el foco.
No quería enfocarse.
Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer.

Lo que le gustaba es que le enseñaran un camino distinto.
Nuevo.
O mejor.
When you come to a fork in the road, take it!
Que le retaran.
Que le invitaran a probar nuevas ideas.
A pensarlas.
A simularlas.
A diseminarlas.
Distribuirlas.
Experimentarlas.
Vivirlas.
Compartirlas.

El crío aprendió a vivir en la periferia de cualquier grupo.
A ser despreciado.
Aislado.
A fingir.
A superar las barreras.
Soñar.
Crear.
Ejecutar.
Triunfar.
A ser coherente.
Querer.
Amar.
Aprendió a vivir.

Choque cultural

Era el segundo día del mes de Agosto de 1999; un lunes para ser más preciso. El calor en el Hospital venía siendo insufrible, incluso para los que no estabamos enfermos, y la actividad se había reducido al mínimo. Todos buscabamos santuario contra el calor en el quirófano, donde el aire acondicionado es tan potente que hay quien tiene que ponerse bata para evitar las tiritonas.

Estando allí, a eso de las nueve de la mañana, recibí una llamada desde la Subdirección Médica. Era la secretaria de la Comisión de Docencia que, como hacía todos los años, quería que me hiciera cargo de cuatro estudiantes extranjeros que iban a pasar un mes entre nosotros. Evidentemente, no me asignaban a mí esta tarea por ser el profesor de mayor rango en el hospital – sólo era un profesor asociado -, sino porque era uno de los pocos que permanecían en la institución en aquellas fechas y que dominaba suficientemente el inglés como para que los estudiantes pudieran comunicarse.

Tras colgar el teléfono, salí de aquel oasis del quirófano para adentrarme en el torrido calor de los pasillos semivacios y dirigirme a la primera planta. Al entrar en el despacho de la Subdirección lo primero que me llamó la atención fue la disparidad física de los individuos que me habían sido asignados: una espectacular y sonriente mujer rubia, casi albina, de indudables rasgos nórdicos y tres chicos con cara de asustados y rasgos entre árabes y mediterráneos.

Les saludé uno por uno e, inmediatamente, me di cuenta de que ella se defendía perfectamente en inglés, de manera fluida y elocuente, mientras que ellos tenían más dificultades y solían expresarse con frases cortas o monosílabos ante mis preguntas. Ella era de Noruega. Ellos de Egipto. Yin y yang. Noche y día. Fuego y Tierra. Me lo temía, allí iban a saltar chispas.

Salimos del despacho y, cómo no, volvimos al quírófano. ¿Qué otra cosa podía hacer? Con tanto calor y siendo cirujanos con quienes pensaban hacer la rotación, lo lógico era llevarles al quirófano. Una vez dentro del área de médicos les interrogué por su experiencia con la Cirugía y dentro del área quirúrgica. La chica noruega inmediatamente me dijo que había hecho la rotación en Cirugía General ese mismo año y que su padre, con él que se veía de vez en cuando, era traumatólogo. Vamos, que estaba familiarizada con el ritual. De ellos, escasamente pude obtener un par de palabras que reflejaban más timidez que desconocimiento.

Llegado a este punto, me dispuse a entregarles un pijama de quirófano a cada uno para que se cambiaran y entraran conmigo a ver una cirugía. Uno tras otro fui poniéndoles en la mano aquella prenda que me pareció adecuada según su talla, mientras les indicaba donde estaba el cuarto de baño y la ducha para que se cambiaran.

Casi sin mediar palabra y sin que a los pobres chicos egipcios les diera tiempo a retirarse o a desviar la vista, la estudiante noruega cruzó los brazos por delante de su cuerpo, agarró el borde de su camiseta blanca y tiró hacia arriba hasta sacarla por la cabeza, dejando una bonita piel rosada a la mirada frontal de los otros tres.

A mí, que contemplaba la escena a espaldas de la chica y de frente a ellos, me pareció oir un crujido. Nunca supe si el sonido provenía de sus cerebros o de más abajo de su cintura. Pero recuerdo vivamente la descomunal apertura de las hendiduras palpebrales de los egipcios, que más parecían figuras pintadas, de esas que se ven en las galerías de las pirámides, que seres vivos.

El dos de agosto de 1999 no sólo lo ví sino que sentí como alguien estaba siendo golpeado por el Choque Cultural. Y comprendí la dificultad para la Alianza de Civilizaciones, incluso antes de que se inventara el término.

Mi complejo de superioridad es mejor que el tuyo

Le miró a los ojos por encima de la mascarilla, a cubierto por el gorro de quirófano que, a modo de chapela, se calzaba en la cabeza.

El era el asesino de leyendas.
O así le llamaban, porque en su delirio autorreferencial vivía convencido de que sus destrezas quirúrgicas, como disectores moleculares en la punta de sus dedos, podían terminar con el azote del cáncer.

“La cirugía es solo una muestra infinitesimal de mi desmesurado talento”.

Ella era su instrumentista.
Literalmente.
Cuidaba de sus instrumentos.
La novia de Frankenstein.

Su mirada le abandonó.
Por el final de su espalda.
De la de ella.
Y ella se sintió succionada por el vacío, como si ya no existiera.

El próximo objetivo era su ayudante.

“Sé lo que vas diciendo por ahí, pequeño traidor.
Pero mi complejo de superioridad es mejor que el tuyo”.

Y siguió desmontando a otro ser humano, como si no lo fuera.
Él.

Melanoma: una cuestión de confianza

Una mujer rubia, de unos treinta años, de grandes ojos azules y más alta que yo, entró por la puerta de la consulta tras escuchar por la megafonía: “Siguiente para la consulta número 10”.

No venía sola, la acompañaba un hombre que por su edad y la semejanza de algunos rasgos faciales debía ser su padre.

Con un gesto les invité a sentarse en las sillas dispuestas frente a mí. Nos separaba una mesa repleta de papeles, en la que descansaba un gran sobre gris con su historia clínica y una pantalla de ordenador, que mostraba la página de un buscador de la red.

– Buenos días Nuria, soy el Dr. Klint. ¿Me puede decir lo que le pasa? – ella desplegó una amplia sonrisa, pero era fingida. Sin duda. Conozco muy bien esas sonrisas fingidas que causan hasta dolor. A él se le veía preocupado y sólo arqueo las cejas en respuesta a mi saludo.

En su primer intento, Nuria no acertó con la respuesta correcta porque “Me envía mi dermatólogo” no guardaba una relación directa con la pregunta formulada. Pero no resultaba nada extraño. Se la notaba muy nerviosa e insegura. Al fin y al cabo, sentarse frente a un desconocido que dice que es cirujano, en cuya hoja de cita se lee Oncología Quirúrgica, y al que hay que contarle todo, todo, todo, a la espera de noticias que se preferiría no recibir, requiere un control más allá del que disponen la mayoría de los seres humanos sensatos que conozco. En cualquier caso, su respuesta a mí me valía para romper el hielo y continuar.

– ¿Y por qué fue a su dermatólogo?

– Pues porque desde hace años, desde la infancia, ¿no papa?, tengo este lunar junto a la rodilla. Mire, mire – me dijo levantándose de la silla, subiéndose la falda y bajando el panty negro con blonda hasta la raíz del muslo derecho, justo por encima de la articulación.

– Espere, no hace falta. Luego la exploraré – repliqué, mientras su padre le hacía un gesto con la mano para que se sentase.

Y ella continuó:

– Nunca me había molestado pero este verano, mientras estaba en la playa, empecé a notar que crecía un poco, me picaba y sangró en un par de ocasiones.

“Chica lista” pensé. Con esta información respondía a las tres preguntas básicas esenciales de toda historia clínica bien hecha: ¿qué le pasa?, ¿desde cuándo?, ¿a qué lo atribuye?

– Por eso fue por lo que acudí al dermatólogo. Y me miró, me dijo que no tenía ninguna duda, que eso era un melanoma y que tenía que venir a verle a usted.

– ¿Sabe usted lo que es un melanoma? – le pregunté para poder saber cuanta información tenía la paciente y hasta donde tenía que llegar yo.

– Pues como no me dijo nada más, me quedé con la duda. Me fui a Internet y he leído que es un tumor maligno de la piel – respondió tomando aire profundamente, para luego quedar completamente en silencio. Y es que afrontar en voz alta por primera vez el diagnóstico requiere mucha energía.

– Bien. Sí, un melanoma es un tumor maligno, pero de momento tiene que estar tranquila. Todavía tenemos que investigar más cosas. Cuando tengamos esos resultados podremos planear su tratamiento para intentar curarla.

Nuria se había liberado de toda la angustia después de la declaración de su enfermedad, como si durante todos estos días, esperando la visita, hubiera estado almacenándola en su interior, poco a poco, en noches sin dormir, en mañanas sin desayunar, en horas de trabajo sin interés. Quizás había sido algo prematuro ofrecerle un diagnóstico sin disponer del resultado de una biopsia de la mancha negra de la piel, pero era bien cierto que cabían pocas dudas de que aquella lesión era un melanoma maligno.

Después de preguntarle por sus antecedentes médicos personales y familiares, sobre si tomaba mucho el sol y habría sufrido quemaduras cutáneas o si tomaba algún tipo e sustancia tóxica, había que pasar a realizar una exploración.

– Nuria, tengo que hacerle una exploración física. ¿Puede pasar ahí detrás y descubrirse? Tendré que ver cómo es el lunar y si hay otros.

Se levantó de la silla y se escondió tras la mampara que ocultaba la camilla de exploración. Me aseguré de que estaba preparada y, entonces, procedí a informarla de lo que iba a hacer y el motivo, mientras avisaba telefónicamente a la enfermera de la consulta para que me ayudase. Las exploraciones físicas en general, pero algunas más comprometidas como la exploración corporal completa por melanoma en particular, pueden derivar en situaciones desagradables para el paciente y el médico. Por ello, se requiere una información adecuada antes de realizar ninguna maniobra y también es muy recomendable que esté presente una enfermera.

La exploración corporal total en pacientes con sospecha/diagnóstico de melanoma debe ser muy minuciosa. A Nuria habría que explorarle toda la piel, también las mucosas accesibles, como la vulva y la región perianal, la boca, las uñas. Buscaríamos otras lesiones. Podrían ser otros melanomas no relacionados, lo que llamamos tumores primarios, o extensiones procedentes del tumor primario que había tenido en la rodilla, lo que conocemos como metástasis.

Además, habría que explorar ciertas zonas del cuerpo por donde se podía haber diseminado el tumor, a la búsqueda de ganglios linfáticos aumentados de tamaño, lo que sugeriría que las células malignas habían avanzado por los vasos linfáticos hasta almacenarse allí. En el caso de Nuria, como el tumor estaba por debajo de la rodilla derecha, había que buscar los ganglios en la parte posterior de la rodilla, el hueco poplíteo, y en la región inguinal derecha.

El lunar ya no era un simple lunar, era una mancha muy negra, en diferentes tonos que en alguna zona viraban al marrón oscuro, con alguna costra pero sin pérdida de tejido, es decir, no estaba ulcerada. Se elevaba algo sobre la piel circundante, como un pequeño montículo, con unos contornos irregulares y un halo de piel más clara. Su tamaño aproximado era de un centímetro de diámetro. Evidentemente, el diagnóstico de presunción era correcto pero había que obtener una biopsia con dos objetivos: confirmar el diagnóstico y definir la extensión vertical del tumor en la piel. Conocer esa información era clave para definir el tratamiento.

Tras una inspección visual detallada, el resto de la piel no mostraba ninguna lesión sospechosa y, a la palpación, ni en el hueco poplíteo ni en la ingle derecha encontré ningún ganglio linfático de mayor tamaño que sugiriera la presencia de tumor. Al menos, esa era una buena primera noticia, que Nuria tomó con indisimulada alegría, mientras volvía a ponerse la ropa.

Al sentarse de nuevo en la silla, miró primero a su padre, le dedicó un gesto de cariño y, a continuación, clavó sus ojos fijamente en los míos antes de preguntarme:

– Doctor, ¿y ahora que vamos a hacer?

– Pues a partir de aquí, tenemos que diseñar un plan. Primero, quiero quitarle ese lunar con anestesia local y enviarlo a analizar. Ese procedimiento quirúrgico es bastante sencillo, sólo requiere anestesia local y se hace de manera ambulatoria, es decir, viene usted al hospital, entra al quirófano, le quito el lunar e inmediatamente después se va usted a casa. Podrá seguir con su vida normal, sin limitaciones. Y luego, a la semana siguiente, nos volveremos a ver en esta consulta para retirar los puntos de sutura y comprobar el resultado de la biopsia.

– ¿Me dará muchos puntos? – me preguntó, con la común ansiedad que lleva a los pacientes a preocuparse de algo de menor importancia, como manera de reducir la incertidumbre ocasionada por un problema más grave. Este era un buen momento para dar la información necesaria que le permitiera a la paciente conceder un consentimiento informado para llevar a cabo la intervención.

– No debe preocuparse por eso. Créame, los cirujanos no solemos fijarnos mucho en la cantidad de puntos que damos, pero haré todo lo posible porque le quede una cicatriz que ni se le note.
Y continué contándoles lo que ya había hecho tantas otras veces, que si este es un procedimiento menor, con un riesgo muy bajo, que en la mayoría de los casos se limita a una pequeña hemorragia fácil de controlar o un pequeño hematoma alrededor de la cicatriz, que luego desaparece solo; que si la posibilidad de que surja una infección en esta intervención, que se considera una cirugía limpia por no entrar en contacto con secreciones que contengan bacterias, es mínima; y, finalmente, que en lo referente a la cicatrización, existe un riesgo de que aparezcan complicaciones de la cicatriz: cicatriz dolorosa, hipertrófica o queloide. En eso influyen factores que están más allá del control del cirujano y que son propios de cada enfermo y de su proceso de cicatrización.

Al finalizar la larga charla, Nuria me sonrío. Esta vez con mucha más luz en su mirada. Y al “¿tiene alguna pregunta?”, negó con la cabeza. Por fin, ¡me había sonreído de verdad!, sinceramente. Lo había conseguido. No tuvo que esforzarse para hacerlo. Había conectado con ella. Claro que aún habiéndoles ofrecido la posibilidad de detenerme para responder a sus preguntas y de haber obtenido su negativa, mientras preparaba los formularios para organizar el procedimiento quirúrgico, tanto el padre como Nuria me hicieron un interrogatorio sobre el día, la hora, las condiciones de la intervención…Mi impresión es que lo hacían por dos razones distintas. La primera era romper el incómodo silencio que se interponía entre nosotros mientras yo escribía. La segunda, su necesidad conocerme mejor y familiarizarse conmigo. Y ambas me resultaban igualmente comprensibles.

Cuando la encontré en la sala de espera del área prequirúrgica, estaba nerviosa. Lo sé porque le tembló la mano al extenderla. Es un detalle al que suelo prestar atención, porque algunos pacientes tienen una gran destreza para ocultar sus emociones bajo expresiones faciales de cordialidad. Pero el lenguaje corporal les delata. Tras una breve charla, la dejé con la enfermera que le ayudaría a prepararse. Me volví al quirófano.

La vi de nuevo tumbada ya sobre la mesa quirúrgica, tapada únicamente con una sábana blanca y con la placa adhesiva del bisturí eléctrico pegada al muslo derecho. Mi ayudante y yo llevábamos puesto gorro, mascarilla, bata y guantes estériles. Nos quedaba desinfectar el campo quirúrgico con povidona yodada. Es ese líquido marrón que muchos utilizan indebidamente para limpiar las heridas. Luego cubriríamos el resto con paños quirúrgicos estériles, de manera que sólo la zona sobre la que íbamos a intervenir quedara expuesta.

– Sentirá un pinchazo y luego un poco de dolor. Es la anestesia local que le vamos a inyectar – le dije mientras cogía una jeringa llena de un líquido transparente con la mano derecha.

– Vale doctor, yo aguanto muy bien el dolor.

– De todas formas, va a notar como hurgamos y que tiramos de la piel. Pero si es dolor, me avisa y le pongo más anestesia.

– De acuerdo – dijo.

Fui inyectando pequeñas cantidades del anestésico local, una sustancia que bloquea la transmisión eléctrica en las terminaciones nerviosas que conducen el dolor. Poco a poco, con pequeños volúmenes de fluido, anestesié una zona de unos dos centímetros de diámetro alrededor del lunar. Esperé unos minutos y tomé el bisturí en la mano derecha. Mi ayudante sujetó la piel y me dispuse a cortar la epidermis creando una forma de ojal alrededor del lunar.

– ¿Le duele?

– Nada, doctor. No siento nada.

Resultó una intervención sencilla, quitamos una porción de algo más de un centímetro de piel alrededor de ese oscuro lunar y aproximamos los bordes cutáneos con una sutura de hilo de fina seda para conseguir la mejor cicatrización. Todo el procedimiento se desarrolló sin ningún contratiempo y Nuria abandonó el quirófano por su propio pie, acompañada por un celador. Antes de despedirme de ella le había dado unas cuantas indicaciones simples sobre los cuidados postoperatorias antes de que nos volvieramos a ver. Tenía que dejar la herida quirúrgica cubierta con un apósito impermeable durante 24 horas. Después podría quitárselo, lavar la herida con agua y jabón, y asegurarse de que quedaba totalmente seca. Cuanto más tiempo pudiera tener la herida aire, mejor. Para el dolor podría tomar uno de los calmantes habituales durante tres o cuatro días. Finalmente, le recordé que debía pedir cita para vernos en la consulta a la semana siguiente.

– Muchas gracias, doctor – dijo extendiendo su mano derecha para estrechar la mía, a la vez que yo me apresuraba a despojarme de los guantes estériles para responder al saludo

– No hay nada que agradecer

– Le volveré a ver la semana que viene – y se volvió para tomar la salida.

Esta vez entró a la consulta sola, con más energía, sin signos de ansiedad en el rostro.

– Doctor, ¡Buenos días!

– ¿Qué tal todo? – le respondí. Esta vez no extendió su mano, sino que acercó su cara para hacer chocar nuestras mejillas.

– Sin problemas. Hice todo lo que me indicó y no he tenido complicaciones. ¿Tiene ya los resultados? – lo dijo todo seguido, sin dejarme tiempo a replicar.

– Sí, los recibimos ayer. Aquí están.

– Dígame que no tengo nada – me suplicó.

– Bueno, efectivamente su dermatólogo tenía razón. La biopsia confirma que el lunar era un melanoma.

– ¿Y eso qué significa? – ella ya sabía las implicaciones del diagnóstico porque se había informado con anterioridad por internet. Pero esperaba unas palabras que la indicaran que se había equivocado, que lo que había leído no era cierto.

– Pues que al ser un tumor maligno, tiene dos riesgos principales. El primero es que vuelva a aparecer en la zona de la que se lo quitamos. El segundo es que se extienda a distancia.

– ¿Metástasis? –. Sonó a interrogatorio. Su mirada se volvió acuosa.

– Es un riesgo que puede existir. Pero ese riesgo depende de varios factores y el principal es la profundidad de invasión del melanoma en la piel. Y eso también nos lo dice la biopsia – y callé para releer el informe.

– ¿Qué otros factores influyen?

– Pues si hay extensión a los ganglios linfáticos o a distancia en el momento del diagnóstico, que el tumor estuviera ulcerado, la localización y el tamaño del tumor y el estado general del paciente.

– Y yo ¿tengo ganglios? Mi lunar no tenía ninguna úlcera y estaba en el muslo y era pequeño y yo estoy sana – se comía las palabras.

Me sorprendió que hubiera venido sola. Era un momento mucho más importante que la primera consulta. Ahora había que afrontar un diagnóstico con certeza y decidir asuntos importantes sobre el plan de tratamiento. Así que decidí detener la conversación, ponerme las gafas y repasar el informe de la biopsia. Quería ganar tiempo para mí y, sobre todo, para que ella.

– ¿Ha venido sola?

– Sí, doctor. No me sentía bien con mi padre aquí. A mi madre prefiero no hacerla pasar por esto y no tengo hermanos. Si se pregunta por amigos o pareja, tampoco. Es algo que quiero afrontar sola. Así que, ¿qué me dice?

– Veamos, lo más importante que tenemos que valorar es la invasión del melanoma en profundidad. Para eso, hay dos escalas habituales, cuyos nombres no le dirán nada.

– Por favor, prefiero que me lo cuente. Me gusta saber todo sobre lo que me pasa. – me replicó casi agresivamente.

– De acuerdo, Nuria. Pues nos guiamos por la clasificación de Breslow, que nos la profundidad de invasión en milímetros.

– Y el mío, ¿cómo va de Breslow? – me preguntó, retorciéndose en la silla y cruzando las piernas a la vez que se inclinaba hacia adelante.

– Sabemos que el riesgo de extensión a distancia del melanoma es muy bajo cuando el espesor de la invasión es menor de 0.75 mm dentro de la dermis, intermedio cuando oscila entre 0.75 mm y 4 mm, y muy alto cuando es mayor de 4 mm.

Nuria deseaba ir más deprisa. Parecía dispuesta a recibir las malas noticias como un boxeador que ha bajado la guardia. Uno detrás de otro y al mentón. Pero me resistía porque la entereza suele fingirse.

Quería que se tomara su tiempo y fuera asimilando poco a poco lo que estaba por venir.

– Pero no me ha dicho nada del mío. ¿Cuánto era mi melanoma?

– Pues tenía una profundidad de 0.9 mm – no era la mejor noticia posible, pero si que resultaba bastante favorable. Con este espesor, el pronóstico era bueno.

– ¡Me voy a morir! – dijo y la mirada acuosa se convirtió en llanto desconsolado.

– Nuria, no hay nada que nos indique que usted se va a morir de esta enfermedad. Así que tranquila, respire profundo y tranquilícese – quise que mi voz sonara firme pero próxima, sin ninguna intención de detener su llanto. La expresión de sus sentimientos me parecía imprescindible.

Aunque seguía llorando, escuchaba mis explicaciones sobre las pruebas que pensaba pedirle y a la vez se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel que había sacado del bolso. Fui rellenando los volantes de la analítica, de la tomografía computarizada y, finalmente, llegó el momento de explicarle la necesidad de investigar si el tumor podía haberse extendido a los ganglios de la ingle.

– ¿Otra biopsia? ¿Ganglio centinela? ¿Qué es eso?– preguntó entre sollozos

– Sí. Es recomendable saber si el tumor se ha extendido a los ganglios linfáticos y para ello buscamos el primer ganglio al que llegaban los conductos linfáticos desde el tumor.

– ¿Pero cómo puede ser? – me reprendió – Cuando me hizo la exploración en la visita anterior me dijo que no tenía ganglios.

– Los ganglios están siempre ahí. Cuando están aumentados de tamaño nos hacen sospechar. Sin embargo, lo contrario no es cierto. Es decir, que sean pequeños no excluye que no haya células malignas en su interior.

Por sus gestos con la cabeza deduje que había entendido mi explicación. “Pues tendré que hacérmelo” dijo y yo, sin entrar en más detalles, continué rellenando los volantes de la solicitud para el Servicio de Medicina Nuclear. Una vez hube terminado, vinieron las explicaciones detalladas sobre las pruebas de sangre, el escáner y la biopsia del ganglio centinela. Para esto último tendría que venir e ingresar en el hospital. El mismo día e le inyectaría una sustancia radiactiva alrededor de la cicatriz y con una cámara especial se detectarían las vías linfáticas y el primer ganglio. Desde el Servicio de Medicina Nuclear, donde se hacen estas pruebas, la llevaríamos al quirófano y bajo anestesia local y sedación, procederíamos a localizar el ganglio con un dispositivo que detecta la radiación y luego lo extirparíamos.

– ¿Me tendré que quedar ingresada?

– No – le respondí – Se quedará en una sala de observación y, si no surgen complicaciones, en un par de horas podrá irse a casa. Pero eso sí, deberá venir acompañada.

– ¿Y los resultados? ¿Qué pasará con el ganglio?

– Lo mandaremos a analizar con técnicas especiales. Tendremos el resultado después. Aquí en la consulta. Si sale negativo no será necesario hacer nada más. Sólo un seguimiento periódico.

– ¿Y si sale positivo?

– Entonces tendríamos que volver al quirófano para extirpar todos los ganglios de la ingle y eliminar todas las células malignas que pueden encontrarse en ellos.

– Eso no suena bien – replicó Nuria, con una ostensible mueca de desagrado en el rostro.
Cuando hube rellenado los volantes se los entregué, le di las últimas explicaciones, firmó el documento de consentimiento y me despedí hasta el próximo encuentro en el quirófano. Nuria se deshizo del pañuelo de papel en el cubo que estaba junto a la puerta y desapareció.

Los médicos del Servicio de Medicina Nuclear localizaron un ganglio centinela en la región inguinal derecha. Tardaron escasamente treinta minutos en detectar la acumulación del trazador radiactivo en la zona. Marcaron la piel de Nuria con dos cruces hechas con un rotulador y la acompañaron al quirófano porque necesitaríamos de su ayuda para realizar la intervención.

– Hola, Doctor. De nuevo aquí – me saludó tumbada en la cama de quirófano.

– Hola Nuria. Me alegro de verte – La tuteé por primera vez.

– Pues yo preferiría no verle nunca más.

– Vaya, veo que me tienes aprecio

– No se lo tome a mal, Doctor. Compréndame – mantuvo la distancia.

– ¡Por supuesto! – exclamé. Y sin más, exploré la zona quirúrgica en la ingle de Nuria.

La preparación para la intervención no fue muy distinta a la de la primera vez, salvo que en esta ocasión todo el equipo se desinfectó las manos, se vistió con batas estériles y cubrió el campo quirúrgico completamente con paños quirúrgicos. Además, un anestesiólogo canalizó una vena periférica, en la mano izquierda de Nuria, por la que le iba a prefundir una medicación que la mantendría sedada a lo largo de toda la intervención.

– Nuria, va a notar un pinchazo. Es la anestesia local – le anuncié. Pero ella no respondió ya. La medicación intravenosa había empezado a hacer efecto.

Primero quitamos un poco más de piel alrededor de la cicatriz de la extirpación previa del melanoma. Luego, nos pusimos a buscar el ganglio centinela.
Fue un procedimiento sencillo porque no estaba muy profundo. Mediante una sonda gamma, un sensor montado en un dispositivo en forma de lápiz que detecta la emisión de radiación y emite un pitido de frecuencia proporcional a la intensidad de la misma, localizamos el ganglio y en pocos minutos estaba extirpado.

– ¿Ya está? – preguntó Nuria incrédula al volver del sueño.

– Sí, ya está. Todo ha ido bien.

– Muchas…- y no terminó la frase. Los celadores la estaban pasando desde la mesa a la cama para llevarla a la zona de recuperación postanestésica. Nuria dormitaba tranquila.

Mi impresión fue que el ganglio no estaba agrandado. Debía medir algo menos de un centímetro y a simple vista no mostraba signos de invasión tumoral. No era de ese color negro que se observa en los ganglios colonizados por células del melanoma. Claro que eso no era suficiente para descartar que el melanoma se hubiera extendido. Habrían de estudiarlo microscópicamente en el Servicio de Anatomía Patológica a la búsqueda de diminutos focos tumorales que no fueran visibles a simple vista. Y eso fue lo que le conté a su padre, que la esperaba fuera y que la acompañaría a casa cuando un par de horas después la diéramos de alta.

– Bueno, usted dirá – me inquirió plegándose la falda y sentándose frente a mí en la silla de la consulta, sin ni siquiera dar tiempo a un saludo protocolario. De nuevo, venía sola.

– ¿Ha tenido algún problema en estos días?

– Ninguno. Sólo he estado dándole vueltas al resultado de la biopsia

– Pues quiero ver las cicatrices y quitarle los puntos

– Pues yo prefiero que me de primero el resultado -. Nuria no quería esperar
Desplegué el informe de la biopsia de la piel y del ganglio que enviamos para estudio. Me puse las gafas y leí las conclusiones del informe en voz alta. Me ahorraría los detalles técnicos porque no añadirían ninguna información relevante. “Cicatriz cutánea sin signos de tumor residual. Ganglio linfático con linfadenitis reactiva sin metástasis”.

– ¿Qué quiere decir? – me preguntó

– Que está libre de tumor. Que el melanoma no se ha extendido al ganglio y que, por tanto, el riesgo de que esté presente en otros ganglios de la zona es prácticamente nulo.

Al escuchar mis propias palabras sentí una inmensa alegría. Aunque nunca hubiera tenido un tumor maligno comprendía el sufrimiento por el que había estado pasando Nuria. No era lo mismo. Nunca puede ser igual. Por mucha empatía que despleguemos, el enfermo es el que tiene la enfermedad. Pero después de tantos otros pacientes y de ser testigo de tanta angustia, sabía como sentía cada uno de ellos. A lo largo de los años, mis pacientes me habían enseñado. Y yo había intentado aprender.

Accidentes del alma

¿Hasta dónde te puede llevar el deseo? ¿y la pasión? ¿y el dolor?

Una de las cosas buenas de ser cirujano es que, de vez en cuando, compruebas de primera mano que te pueden llevar a cualquier sitio. Bueno o malo. Matar o morir.

Imaginen a una mujer joven, al principio de la treintena, que por un enfrentamiento con el hombre al que ama decide tomar una medida radical: beberse un vaso de ácido sulfúrico para terminar con la historia.

Por suerte o por desgracia no consiguió su objetivo, pero sí terminar con todo el esófago absolutamente abrasado. No había manera de que consiguiera tragar nada. Una sonda conectada a través de su pared abdominal al yeyuno era su vía de alimentación.

“El amor es dolor” dicen los románticos…”Este amor se ha cobrado el peaje conmigo…”

El otro día, antes de entrar al quirófano, cuando me senté al borde de su cama para presentarme, me dijo: “Doctor, tengo mucho miedo”.

Estuvimos ocho horas operándola. Su esófago había adquirido una consistencia pétrea. Le abrimos el abdomen, decidimos entre el colon y el estómago como sustitutos y, al final, optamos por el último. Luego el tórax. Ligamos la ácigos y disecamos el esófago hasta el estrecho torácico superior.

Finalmente, desde el cuello completamos la disección, y con una mano metida por la toractomía y la otra tirando por el cuello, conseguimos sacar el esófago y llevar el tubular gástrico hasta la región cervical, donde hicimos una anastomosis termino-lateral, manual, monoplano, con sutura trenzada reabsorbible.

Al día siguiente estaba ya extubada en la UCI. Le costaba hablar, como consecuencia de la manipulación cervical, pero tuvo fuerzas para decirme que ya estaba menos asustada, aunque agobiada por los tubos y sondas que entraban y salían de sus cavidades y orificios.

Todos esperábamos que nuestra paciente se sobrepusiera a este accidente del alma. Físicamente. Emocionalmente más.

Después de todas estas cosas, casi he perdido la capacidad de disgustarme. No merece para nada la pena.

Es mucho mejor reir, reir, reir…y disfrutarlo todo.

¿Cuánto tiempo es para siempre, Alicia?

Llego tarde.
No hay tiempo.
Llego tarde.
No hay tiempo.
Llego tarde.
No hay tiempo.

Te levantas por la mañana.
Corriendo a la ducha.
Sales.
Te secas rápido.
Te vistes.
Un café.
Sales corriendo.

¿Cuánto tiempo es para siempre, Alicia?

Llegas.
Te reúnes.
Hablas.

Llego tarde.
No hay tiempo.

Sigues reunido.
Escribes.
Sales.
Vas al quirófano.
No han pasado al paciente.

Llego tarde.
No hay tiempo.

Sales.
Visitas a un paciente.
Vuelves.

Llego tarde.

Saludas al paciente.
Revisas la historia.
Hablas con enfermería.
Hablas con el resto del equipo.
Sales.
Vuelves.
El procedimiento está planeado.
Esperas.
Caminas.
Entras.
Sales.
Dormido.
Paciente colocado.
Se lavan.
Te lavas.
Entras.
Se visten.
Te visten.

Llego tarde.
No hay tiempo.

Observas.
Preparas.
Cubres.
Preguntas.
Empiezas.
La piel.
El tejido celular subcutáneo.
La aponeurosis.
El peritoneo.
Las asas.
El tumor.
Pinzas.
Eléctrico.
Punto.
Tijeras.
Punto.
Tijeras.
Punto.
Tijeras.
Revisas.
Recuentas.
Cierras.
Te desvistes.
Sales.
Familia.
Explicas.
Preguntan.
Explicas.
Preguntan.
Explicas de nuevo.
Te despides.

Llego tarde.
No hay tiempo
Llego tarde.
No hay tiempo.

¿Cuánto tiempo es para siempre, Alicia?

Klint, Gustavo Klint

El vuelo de 10:30 horas en un Airbus 340 desde Madrid a Sao Paulo me dio para conocer a mi compañera de asiento, una joven suiza que viajaba desde Ginebra.

La conversación empezó por algo normal; al irme a pasar la comida, la azafata golpeó mi copa de Rioja y todo el vino se me derramó por encima de los pantalones.

Empezaron las risas, las lamentaciones y los gestos de complicidad. Por supuesto que no dejé que me limpiara.

Poco a poco, el vino, el que ella bebía, no el que se me había caído encima del pantalón, empezó a obrar maravillas sobre su área del lenguaje en el cortex.

Se trataba de una “funcionaria” de las Naciones Unidades en viaje de trabajo. ¿En qué consistía su trabajo? me preguntaba. Desarme.

Esa mujer se dedica a convencer a los políticos de que deben abandonar la carrera armamentística y para ello se dirigía a Sao Paulo, en un viaje de día y medio, para reunirse con los representantes de países de la zona.

Tengo que reconocer que resulta extremadamente excitante compartir un largo viaje con una mujer dedicada al desarme. Pero al llegar al destino, pese a que me había dado la dirección de su hotel, no fui capaz de abandonar a mi amigo por ella.

– No es mi tipo – le dije como 007 a Vesper

– ¿Inteligente? – me preguntó sarcásticamente mi amigo.

– No, soltera – le respondí

Con la cremallera en el prepucio

Cuando llegué a Urgencias me dirigí directamente al cuarto de curas. Eran las 4:30 de la mañana y no tenía muchas ganas de perder el tiempo. Me habían llamado para ver a un paciente con una apendicitis y para suturar a otro que, borracho, decía haber sido agredido en la cabeza con una botella.

Al entrar al cuarto de curas, me di cuenta de que iba a tener que esperar. Estaba ocupado.
Uno de mis colegas de guardia se estaba aproximando peligrosamente, sentando e inclinado hacia adelante, al pene de otro individuo que estaba acostado en la camilla y con los pantalones por las rodillas.

– ¿Pero qué haces? le grité.

– Nada, que se le ha quedado la cremallera del pantalón enganchada en el prepucio.

– ¿Y no tienes otra manera de intentar abrirla?

– He descosido la cremallera del pantalón y he tirado de los extremos, pero nada. La tiene ahí, fija.

– Ya veo – repliqué

– Luego lo he intendo con agujas, tijeras, pinzas. Incluso unos alicates…

Mientras tanto, el individuo accidentado asistía a nuestra conversación bastante relajado, por lo que intuí que mi colega, al menos, había procedido a anestesiar localmente la piel. Porque eso debe doler…

– Así que ya no se me ocurre otra solución.

– ¿Y lo vas a hacer con los dientes? No me jodas….Utiliza el bisturí y secciona la piel por debajo de la cremallera. Anda que no sobra piel…

– No hombre, es que estoy intentando ver por donde puedo romper el resbalón y no me he traído las gafas.

La soledad del cirujano

¿Se han sentido alguna vez solos? No me refiero a faltos de compañía.

Me refiero a estar cara a cara frente a la nada.

Es esa sensación de vacío y silencio, en el momento en el que ya no valen las guías ni las sesiones clínicas, ni las opiniones de sus compañeros más expertos.

Es la soledad de un individuo que tiene que tomar una decisión sobre la vida de otro, en cuestión de segundos, cuando pasa lo que nunca debería haber pasado. Cuando estás aterrorizado, pero sabes que no puedes abandonar.

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Meto una pinza detrás del páncreas, lo despego de la porta y…

«¡Joder! ¡He roto algo!»

Todo se llena de líquido rojo.

Tibio.

Intento apretar para que pare.

A ciegas.

Pero se rasga más.

«¡Me cago en la puta!» – el miedo me hace gritar.

Un lago viscoso empieza a asomar por la laparotomía y es visible hasta para el anestesista, que no para de pasar más volumen de solución cristaloide, porque la tensión cae bruscamente.

Me mira.

Los ojos del pavor.

Hay agitación y nerviosismo.

Por todas partes.

Y muy dentro de mí.

«Lo siento. Lo sé. ¡Lo siento!»

Aquí ya no hay medicina basada en la evidencia que valga.

«Hay que hacerse con esto» pienso

– ¡Va a sangrar mucho! – se me escucha. – ¡Mucho! ¡Qué no se mueva ni dios! ¡Lo cojo yo!

Pero dentro de uno, todo empieza a ir deprisa.

Y estás solo.

Te pitan los oídos.

Te tiemblan las piernas.

Pero estás solo.

No puedes decírselo a nadie.

Pero casi ni te sujetan, están sin fuerza.

El corazón va más deprisa.

Muy deprisa.

Galopa.

Cuando respiras casi duele.

El aire quema.

Ahora ya no pitan, sólo te zumban. Los oídos.

Todos los sonidos que no vengan de tu cabeza ni se escuchan. Son como susurros sin sentido.

Estás solo.

O lo controlas o se acaba todo.

¡Estás¡ ¡Pero solo!

A esa soledad me refiero.

A ese agujero negro agotador.

En ese vacío, algunos aprenden a diferenciar lo principal de lo accesorio.

Otros pueden verme el corazón latir a través del pecho.

El Doctor Bond en Urgencias

“Que qué le pasa” repitió a gritos el Dr. Martín, alias Bond.

A la enferma que le había tocado atender tras el pase de visita en Urgencias, a la que nombraban por sus iniciales, no le funcionaba del todo bien el oído. Esta era ya la cuarta vez que empezaba a hacerle la historia clínica, con muy poco éxito. Es lo que suele pasar cuando al deterioro funcional progresivo propio de la edad se le asocia mucha gente entrando y saliendo de las muy concurridas urgencias, más el ensordecedor ruido de las obras a la puerta del hospital.

MLH había llegado al centro dos horas antes, traída por unos sobrinos que la habían encontrado en el sillón de su casa con mucha dificultad para respirar, las piernas hinchadas como botas y la cara congestionada. La anciana, viuda desde hacía 8 años, vivía sola en su casa del barrio céntrico. Las visitas se reducían a las de los hijos de su difunta hermana, un fin de semana al mes, doce veces al año. En la última la vieron como siempre, con buenos ánimos y mal humor. Pero en estos días MLH no se había encontrado del todo bien por culpa de un terrible catarro. No había llamado al médico ni avisado a ningún familiar, aunque había tenido mucha fiebre y dolores articulares. En esas condiciones casi ni se había levantado de su sillón para hacerse la comida.

Bond, bautizado Andrés por sus padres, debía el apodo a su natural tendencia a verse metido en las peores pesadillas, aunque en justicia hay que decir que casi siempre de manera involuntaria. Desde que aprobó el MIR y se incorporó al Servicio de Medicina Interna, su mala fortuna en la asignación de casos le había llevado a rellenar incontables partes de defunción y a ganarse la mala fama de ser un residente “00”. De ahí que sus compañeros prefirieran referirse a él como James Bond o Dr. Bond a secas, el agente número 7 al servicio de su Majestad y con licencia para matar.

Sin embargo, Bond o Andrés, como quieran, no era un médico torpe. Muy al contrario, el Dr. Martín sobresalía por una innata capacidad y disposición hacia la asistencia médica, lo que le hacía destacar sobre el resto de los residentes. No le resultaba difícil practicar la medicina de una manera intuitiva y MLH era una nueva muestra.

Tras una somera inspección ocular, sin ni siquiera haberla interrogado exhaustivamente, inició su hipótesis de trabajo: síndrome del cuello de cantaor de flamenco. Vamos, que el corazón derecho de la ancianita no funcionaba como debía, probablemente desencadenado por el catarro (insuficiencia cardiaca congestiva), y como no era capaz de bombear bien la sangre, ésta se acumulaba en las venas del cuello, que se habían ingurgitado hasta tomar la forma que adquieren en un cantaor de flamenco mientras emite esos “culturales” quejios.

Bond continuó, con muchos esfuerzos, recogiendo la poca información útil que MLH podía proporcionarle sobre sus antecedentes, las medicaciones que estaba tomando en ese momento y sus síntomas. Después de realizar una meticulosa exploración física, con una hepatomegalia de libro sobre la que su profesor de prácticas había insistido tantas veces, solicitó las pruebas complementarias indicadas y pasó a ver al siguiente enfermo. Estaba convencido de la correcta generación de su hipótesis y sólo tenía que validarla.

Durante el mes de enero la “frecuentación” de los servicios de urgencia hospitalarios por pacientes con o sin enfermedades graves adquiere proporciones epidémicas. La solución es la gestión creativa, es decir, la derivación. Todo paciente que no esté demasiado grave puede ser remitido a un centro de apoyo o a su centro de referencia.

Andrés, además de espabilao, estaba bien aleccionado por sus “mayores”, por lo que nunca dudaba en recurrir a su supervisor ante casos “especialmente delicados”. Ahora se trataba de otra señora que, a la tierna edad de 92 años, era víctima de una demencia senil que la mantenía totalmente desconectada del medio. Una simple “indigestión de calendario”, en palabras de sus compañeros de geriatría. De hecho, M, la residente mayor, le había advertido de que la paciente deliraba, seguramente como consecuencia de una sepsis, porque no paraba de repetir que tenía que irse a un concierto de su hijo. Lo decía una y otra vez – “me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto” – a todo aquel que pasaba cerca de la camilla. A Bond no le parecía una sepsis.

Después de dedicar media hora a conseguir la historia a través de la familia, porque no le quedaba otra, sintió algo parecido a un ataque de ira cuando uno de los administrativos le informó de que la paciente era de otro área sanitaria y que, por tanto, debía ser trasladada a su centro de referencia. Y, simultáneamente, Andrés había confirmado su sospecha de que la viejecita no deliraba. Su hijo era un famoso músico.

Cuando se metieron juntos en el cuarto de información, las palabras del artista había sido solemnes “Doctor, madre no hay más que una, así que haga todo lo posible por ella. Volveré mañana a preguntar dónde está ingresada porque ahora tengo que irme a un concierto”. La madre del artista no necesitaba un hospital, sólo alguien que la atendiera con cariño durante los últimos momentos de su vida. “¿Qué se cree éste, que hacemos milagros? ¿A los 92 años y en esas condiciones?” – pensó Bond, pero se abstuvo de expresar su juicio moral.

Por supuesto que ante el supervisor no se calló nada y, de manera desapasionada, se lo fue contando todo palabra por palabra, detalle por detalle, pero ni por esas cambió de opinión. La voluntad de un jefe de urgencias es de hierro. Había que derivarla y a él no le quedó otro remedio que tramitar el volante y solicitar una UVI móvil.

Los sanitarios de la ambulancia recogieron a MLH de su “box” y, mientras la levantaban en volandas, la escucharon emitir unos sonidos guturales por debajo de la mascarilla de oxígeno que les sonaron a desaprobación (en realidad, MLH iba farfullando algo así como “¡imbéciles, os tenéis que llevar a la otra!”). “No la hagas ni caso, delira” se dijeron entre ellos y empujaron la camilla con ruedas hacia la puerta de salida, con MLH agitándose y revolviéndose bajo las sujeciones. Ellos sólo cumplían lo que ponía en el volante: traslado a su hospital de referencia; demencia senil.

“Rummmm, rumm, rummm, ruuuuuummmmm” sonaba en la cabeza del conductor mientras los sanitarios embutían a MLH en la ambulancia y cerraban los portones. “¡Qué guapo pilotar este cacharro!. Mi chica va a flipar” y arrancó el vehículo, poniendo a funcionar esa maldita sirena – “ni na ni na ni na ni na” – que hace que los conductores corrientes enloquezcan intentándose quitar de en medio, como pichones atemorizados, cuando en la mayoría de los casos no van en ningún viaje urgente. Aprovechando que el destino era el otro gran hospital del norte en el que trabajaba su novia, le daría una sorpresa.

Bond no podía creerlo. Había vuelto de consultar con la residente de rayos de urgencias y MLH ya no estaba allí. Ni ella ni la camilla ni la historia. Y sin embargo, la madre-del-artista seguía repitiendo “me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto”. Reaccionó rápidamente y se fue a hablar con los administrativos. Si, sí, si a MLH no había que trasladarla, era a la otra. Pero alguien había cometido un error y ahora la enferma con las venas del cuello como las de un cantaor de flamenco y su historia estaban siendo transportadas, en compañía, hacia el hospital de la novia del conductor.

No hay clasificaciones para los eventos negativos en un hospital, pero Bond sí tenía la suya. Similar a la que tienen los cirujanos con la hemorragia.

Si no era muy grave la solía incluir en el grupo “¡quién me mandaría venir a trabajar!”. Si era grave pasaba al famoso “¡quién me mandaría levantarme hoy!”. Las situaciones gravísimas solían conllevar un “¡quién me mandaría a mí estudiar Medicina!”. Y las tragedias le inducían un pensamiento del tipo “¡quién me mandaría a mí nacer!”. En este momento Bond había sobrepasado todas las escalas y estaba en el “¡LA MADRE QUE ME PARIÓ!”.

Tal como él había planeado, a pesar de las recomendaciones en contra de sus compañeros de ruta, la chica del ambulanciero flipó al ver como su audaz novio se exhibía dando varias pasadas, a todo gas, por delante de la peluquería donde ella cogía las mechas a las señoras del barrio de Argüelles. Ver al Maxi la erizaba todo, todo, todo, – incluso sentía ganas de ir al baño a vaciar la vejiga – aunque entre sus amigas reconocía que el chaval estaba to pallá. Desde que cumplió los 7, y los Reyes le trajeron una de esas ambulancias del ActionMan, había vivido obsesionado con llegar a tener una “ni na ni na ni na” para el solito. Ambulancia, claro. Ahora trabajaba de conductor en el servicio sanitario, pulía diariamente la carrocería roja, blanca y amarilla, y a ella la llevaba en su Opel Astra tuneado como un vehículo de emergencias. “¡Jode tía! Estoy fascinao”, aunque no era por su cuerpecito “ni na ni na ni na”.

En un descuido propio del momento de satisfacción erótica causado por un beso lanzado por la chica en cuestión desde detrás del escaparate de la pelu, se encontró con un balón impulsado a la calzada por la patada de un hijo-de-su-madre. El Maxi se sobresaltó, pegó un volantazo y consiguió que la ambulancia terminara incrustada contra el kiosco de flores situado en el centro del bulevar. Lo único que no paró fue el ”ni na ni na ni na”.

Al enterarse, el supervisor no pudo contenerse y presa de un ataque de ansiedad gritó “¡me estáis arruinando la vida!”.

Tres ambulancias hicieron su entrada triunfal en Urgencias. En la primera venía el Maxi acompañado de su churri, “¡Tía, cómo ha quedao mi ambulancia! Seguro que no me dejan conducir otra”. En la segunda trasladaban a los dos sanitarios con la cara enrojecida por los air-bags y en la tercera MLH, sin un rasguño pero boqueando como un pececito fuera del agua y gritando entre estertores “asesinos, asesinos”.

Había pocos huecos libres y MLH fue a parar justo al lado de la-madre-del-artista, que al verla llegar le dijo: “Señora, quédese usted aquí que yo me tengo que ir que mi hijo tiene un concierto”. Bond no daba crédito a su suerte. En menos de una hora había recuperado a su enferma perdida sin haber tenido que pasar por el papelón de dar la noticia de su desaparición a los familiares. Y aún mejor, sin muestras externas de haber sufrido ese lamentable accidente causado por el amor exhibicionista del Maxi.

– Su tía esta bien. Le ha fallado el corazón, que está ya muy cansado, por culpa del catarro, pero con unas medicinas se solucionará todo. Por cierto, si les dice algo de que le han montado en una ambulancia, la han llevado por ahí, ha tenido un accidente y la han vuelto a traer, no se preocupen. Es normal delirar cuando se es tan mayor y se pasa algún tiempo en Urgencias.

James Bond o el Dr. Andres Martín, como ustedes deseen, se dio la media vuelta y entró de nuevo en la sala. Mientras cerraba los ojos pensando “de la que me he librado”, sintió una leve punzada en el lado izquierdo del tórax. “Vamos para allá”.