Suave…

Llego al quirófano con el pijama verde.

Limpito. Y suave.

Una vestimenta que no hace al monje.

Reviso la historia y las pruebas de imagen.

Me presento de nuevo a la enferma, antes de comenzar el “checklist”.

“Doctor, haga todo lo que pueda. Tengo una niña y depende sólo de mi”

Eso ¿dónde lo coloco en el listado?

Laura ya no está

Diciembre de 2008

Nos conocimos hace ya años, cuando ella acababa de sobrepasar la veintena.

«Una cría» pensé la primera vez que la ví.

La enviaba a mi consulta otro colega.

Había sido intervenida de algo que, a primera vista, era aparentemente normal y resultó ser un tumor enorme, que se extendía más allá de su sitio de origen.

Así que la intervine por segunda vez.
Quité parte del intestino.
Y el útero y los ovarios.
Así es la cirugía oncológica.
Se lleva por delante todo lo que pilla.

Laura se recuperó, se sometió a tratamientos muy intensos de quimioterapia, pero seguía viniendo a consulta cada 6 meses.

Hasta que empezó a tener nuevos síntomas y hubo que decidir una nueva intervención.
Esta vez hubo que quitar un implante tumoral de otra zona de su cavidad abdominal.

De nuevo Laura soportó el tratamiento, pero volvió a crecer el tumor y tuvo que aceptar una tercera intervención para intentar extirparlo.

Y la quité el recto, en la que no sería la última operación.

Llevamos entrando y saliendo juntos de quirófano más de cinco años, con una enfermedad que en otros tiempos hubiera acabado con ella en 6 meses.

Ella lucha, nosotros también.

Les hablo de Laura porque la otra noche tuve que ir a Urgencias por un asunto familiar y allí estaba ella, tumbada en una camilla.

A mí era difícil reconocerme, no llevaba nada identificativo.

Intencionadamente.

Pero Laura, al verme entrar en la sala, esbozó una sonrisa.
Me dirigí a ella y me contó lo que le pasaba.
No parecía nada grave, pensé.

Es una manera de aliviar la tristeza.

Laura no ha llegado a los treinta todavía y sigue viviendo pendiente de nosotros, los médicos.
Su vida ocurre alrededor del hospital.

“Pienso en Laura y rio. No lloro. Sé que a ella lo prefiere así..”

Julio de 2009

Laura, la enferma en que tanto piensa Gustavo, se cruzó el otro día en mi camino.

Empujaba un palo con ruedas, de los que sirven para portar los sueros durante los paseos más allá de la habitación.

Su cara de luna llena y un suave acné en la frente mostraban al ojo experto el efecto de los corticoides.

Se desplazaba lentamente y sujetaba la otra mitad de su cuerpo sobre el brazo de su madre.

– Hola Laura – sonreí mientras agarraba sus hombros para darle dos besos
– Hola Doctor ¿Qué tal su amigo el Dr. Klint?
– Bien, de vacaciones en Ibiza. ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás ingresada?

Su mirada cayó hacia el suelo antes de recuperar la línea del horizonte, más allá de donde me mantenía yo de pie.

– Es que tengo pequeñas obstrucciones. Además me ha dicho el oncólogo que tengo una pequeña recidiva tumoral en el muñón rectal y varios implantes en el pulmón que han crecido un poco. Aunque ahora con la quimioterapia parecen que se han detenido.
– Entonces, ¿sigues con la quimio?
– Sí, aunque el oncólogo está desesperado y no sabe ya qué ponerme. He consumido todas las líneas…
– Pero si esta funciona…
– Mientras tenga fuerzas seguiré luchando. No me queda otra doctor. Tengo 29 años y llevamos 5 años así desde que usted me operó del cáncer metastásico…

No tenía nada mejor que decir.
Asentí y le dije “Es lo que hacemos todos. Seguimos luchando aunque no seamos conscientes de ello..”.

Luego le di un abrazo y besé sus mejillas hinchadas por los corticoides…

Pienso en Laura y me digo que esto es duro, pero alguien tiene que hacerlo.

Ella me da mil ejemplos cada vez que nos encontramos.

Diciembre de 2009

Hoy he tenido consulta y como todos los miércoles la agenda estaba llena.

No he me dado cuenta del nombre que he anunciado por megafonía hasta que la he visto entrar por la puerta.
Era la madre de Laura.

Se ha sentado frente a mi y ya no la he podido parar.

Ha ido repasando los últimos años de la vida de Laura, de su hija, desde su primera intervención hasta su muerte, en la madrugada de un día que nunca debería haber llegado para una madre.

Cada una de las intervenciones quirúrgicas eran para ella un poco más de tiempo y un poquito más de esperanza.

Pero la última vez que nos encontramos en el pasillo del hospital, esa ocasión que narré aquí, Laura leyó algo en mi mirada.

– Mamá, el doctor me ha mirado como si estuviera sorprendido de seguir viéndome viva.
– No hija, es que el doctor no esperaba verte ingresada todavía.

«Doctor, ella intuyó que usted ya no tenía más esperanza y que se iba a morir”

Reconozco que hoy, de nuevo, aunque sea poco profesional delante de un paciente, he llorado en la consulta.

La Vida es así, pero a veces me duele y me jode.

…Laura ya no está. El mes pasado Laura se fue a donde quiera que ella, los suyos o ustedes deseen creer que se ha ido.

¡Celebrities!

Hit it!

Las caderas empezaron a bambolearse a lo largo de la pasarela.

John estiró el talle.
Se ajustó la perilla.
Llamó al estilista.
Se dio máscara en las pestañas.

Karl se rompió una uña con el abanico.
Estaba hissssssssssssstérica.

Jean Paul llevaba un cono proyectado anteriormente y ajustado a sus glúteos.
Una foto de Madonna le colgaba en la pechera.

Tom, como siempre.
Negro sobre blanco.
Un hombre soltero, en tonos pastel, le colgaba del hombro derecho.

Y Valentino, a lo suyo.
Con sus amigos 60 años más jóvenes que él.

Here comes the hot stepper!

Delirio post-guardia

Debía rondar los 90 años. Le había operado durante una guardia, la semana anterior, por una perforación del colon. Un cáncer. Ya se sabe, la rutina. Ahora cogía mi mano con fuerza y, aunque raramente tengo tiempo como para pararme a charlar con mis pacientes entre quirófano y quirófano, como estamos en agosto me podía dedicar a escucharle. Le devolví el apretón de manos. Era mi forma de decirle que sí, que me quedaba con él, evitando el pequeño inconveniente de gritárselo. Estaba totalmente sordo y casi ni hablaba. Pero ese gesto mío, el de devolverle el apretón de manos, fue como la señal de salida.

Di la vuelta a la silla, me volví a sentar y, apoyando los brazos sobre el respaldo, esperé a que su memoria fluyera:

– Hola, soy Michel Houellebecq
– ¡Nooooo! – exclamé

Me quedé perplejo. Por cinismo, quizás. Pero sobre todo por lo inaudito de la afirmación. La modernidad había llegado a nuestro hospital. ¡Qué digo a nuestro hospital! A nuestra propia planta y en forma de un ancianito en sus últimas horas delirando sobre su personalidad y trayendo en su delirio lo último de lo último en “intelectualidad”. No podía haber elegido mejor y más controvertido personaje, pensé.

– Pues sí, soy Houellebecq, querido Bret – imaginé que me tomaba por mi coetáneo Easton Ellis – y antes de abandonaros me gustaría contarte la verdad. Mi obra, toda mi obra, es una farsa. En realidad, ha sido escrita por un “negro”
– ¡Nooooo! – volví a exclamar
– Sííí. Y escucha bien, su nombre es….- y me susurró al oído.
– ¿Bisbal? ¿De verdad que es Bisbal?
– No seas cínico. Tú no habrías sido capaz de fabular sobre ese lamentable yuppie materialista de American Psycho. Todos sabemos que te la escribió Ana Rosa Quintana cuando estaba en la COPE en Nueva York. Sólo ella podía haberse atrevido a idear una trama tan vulgar…

No pude parar su discurso.

– Pero todo lo que escribió Bisbal se me ocurrió a mí antes, aunque él lo transcribiera…

Sólo soy un gigoló

¡Caballero, o jode usted con formalidad o me levanto! – me dijo la mujer que se sostenía a cuatro patas sobre la cama revuelta, con el pelo alborotado, las mejillas sonrojadas y la falda remangada en la cintura.

El impertérrito marido, de mirada oscura, permanecía sentado en la esquina del dormitorio, desde donde tenía la mejor perspectiva posible de mi acción.

La queja se debía a que soy multifunción pues, a la vez que empujo y retiro mi instrumento de trabajo del interior de mis clientas, aprovecho para repasar mis composiciones en la PDA.

Sí, soy gígolo, o puto, de profesión, pero la poesía es mi devoción.
Me prostituyo porque tengo que vivir.
Y no veo más honroso vender mi mano de obra en un McDonalds o mi masa muscular como reponedor del Carrefour.
No piensa así el resto de la sociedad.
Es el problema de que el sexo esté tan sobrevalorado.
Hipocresía lo llamo yo.

Doy servicio a quien me lo pide y lo paga.
Y mi chulo es mi maestro.
El me enseña cuanto sé.

Es un poeta afamado, un dandy, un hedonista amante del cine.
Pero no crean, no me chulea con el dinero.
Lo hace con el amor.
Puro amor.
No hay contacto físico entre nosotros.

Mi maestro detesta la carnalidad.
Pero yo le amo profundamente.
Y él se aprovecha de esa energía para crear.
Bueno, y para robarme los poemas que escribo durante los coitos con mi clientela, para luego publicar sus libros de gran éxito de crítica y publico.

Confesaré que, como siga a este ritmo de producción, voy a terminar por necesitar soporte químico y un administrador para que me gestione mis enormes ingresos.
Con perdón.

No me creas, sólo miralo

El croasancito se mete en el probador.

La señora le sigue. Fashionable.

La camisa.

Se la va a regalar a su croasancito.

Camisa blanca.

Con un puño doble.

Hombros anchos.

Talle entallado.

Dolce palpando a Gabbana.

Se estira.

No le hace arrugas.

No como a ella.

El gesto le apergamina la comisura de los labios.

Los suyos.

Los de ella.

Los de la boca.

Tendrá que mojar en algo.

El croasancito

Tiempo

Tenía unas rutinas completamente embutidas en su software mental.
Y esa mañana de su debút televisivo no iban a cambiar.
Aunque se fuera a convertir en el presentador postmoderno de la «gran comunicadora».

Sus rutinas eran adictivas.
Y masturbatorias.
Necesitaba repetir y repetirlas, una tras otra, para sentir placer.

Había pasado horas y horas viendo televisión.
Para aprender.

Todos los días tenía que comer una manzana por el hierro y un platano (la fruta) por el potasio.
Y también una naranja, para la vitamina C.
Y una taza de té verde sin azúcar para prevenir la diabetes.

Se tomaba un mínimo de dos litros de agua distribuidos en sorbitos a lo largo de 24 horas.
(Sí. Y mearlos, que le llevaba el doble del tiempo que consumía tomándoselos).

Siguiendo los consejos de los dietistas que aparecían en las páginas de salud, se metía diariamente un yogurín para tener “L.Cassei Defensis”, que nadie sabe qué coño es, pero parece que si no ingieres un millón y medio de esos putos bichitos al día entras a ver a la gente como borrosa.

También cada día una aspirina, para prevenir los infartos.
Y el dolor de cabeza.
Además, un vaso de vino tinto, para lo mismo.
Y otro de blanco, para el sistema nervioso.
Y uno de cerveza, aunque ya ni recordaba para qué era.
Nunca había probado a tomárselo todo junto, aunque estaba seguro de si lo hacía le sobrevendría un derrame cerebral ahí mismo.

Por supuesto que todos los días tomaba grandes cantidades de fibra.
Mucha, muchísima fibra. Kiwis, plantaben, emuliken, cenat…

En una ocasión, haciendo fuerza sentado en la taza del baño, ejerció tal presión sobre sus cavidades que se le ingurgitaron las venas del cuello como si fuera un cantaor de flamenco y los ojos se le saltaron de las cuencas.
Al relajarse, tuvo la sensación de haber cagado un suéter de Oscar de la Renta.
Era su propia impresión 3D intestinal.

Estaba totalmente concienciado de que había que hacer entre cuatro y seis comidas diarias, livianas, sin olvidarse de masticar cien veces cada bocado.
Haciendo el cálculo, sólo en comer consumía unas cinco horitas.

¡Ah! y lavarse los dientes después. Después de cada comida se lavaba los dientes, o sea, después del yogurín los dientes, después de la manzana los dientes, después del plátano (la fruta) los dientes… y así hasta desgastárselos.
Y pasarse hilo dental, masajeador de encías, traguitos de Listerine…

El sueño reparador era otra de sus rutinas.
Siempre ocho horas.
Y ahora también trabajar otras ocho en la televisión, con esa gran periodista amante del color negro en sus libros.
Más las cinco que emplaba en comer, veintiuna.
Le iban a quedar tres para su libre disponibilidad.

Según las estadísticas, vemos tres horas diarias de televisión.
Bueno, él ya no podría.
Estaría dentro de ella.
Todos los días caminaba por lo menos media hora (Dato por experiencia: a los 15 minutos se daba la vuelta, si no la media hora se le hacía una).

Y luego cultivar las amistades, porque son como una planta: hay que regarlas a diario.
Y cuando te vas de vacaciones también.
Además, y más ahora, debía estar bien informado, por lo que leía por lo menos dos diarios, para contrastar la información.

No se olvidaba de lo importante que era tener sexo con la frecuencia adecuada, pero sin caer en la rutina.
Había que ser innovador, creativo, renovar la seducción.
Eso lleva su tiempo. ¡Y de sexo tántrico, ni hablar! (Al respecto, recordar que después de cada comida hay que cepillarse los dientes).

Visto lo visto, y que a quien realmente deseaba era a su yo interior, la masturbación (el amor propio) era lo más coste-eficiente.

Además, como vivía solo, siempre ahorraba tiempo para barrer, lavar la ropa, los platos.

En total, sus rutinas le llevaban 29 horas diarias.

El hombre que quería ser una mujer lesbiana

Dios no se portó bien con él. Porque era creyente.

Resultó evidente, desde un principio, que su vida sería un infierno. Así lo pensó la madre que lo parió mientras le sujetaba por primera vez entre los brazos.

Si la infancia fue dura de soportar, ante la crueldad vestida de inocencia de los demás niños del colegio, la adolescencia fue el infierno. Su cuerpo creció cada vez más deforme.

El se escondía mientras el deseo explotaba en su interior. Pero ellas solo se hubieran fijado para mofarse.

El pingüino con joroba. La mente de un dios encerrada en el cuerpo de una bestia.

Y llegó un momento en su vida, ya adulto, en que se atrevió a dar el paso. Se dejó el pelo largo, llegaron las mechas y los efectos de las hormonas. Las caderas se le ensancharon y las mamas tomaron un volumen suficiente para marcarlas bajo la ropa con lencería apropiada.

Se convirtió en lo que deseaba. En una mujer. Esos seres fascinantes a los que siempre había visto y deseado en la distancia.

Pero él nunca iba a ser una mujer cualquiera. Porque él sólo podía ser una mujer lesbiana.

Manos

Me gano la vida con las manos. Si perdiera mis manos….

Son unas manos muy comunes, nada especial. Cinco dedos en cada una, con sus palmas y sus dorsos.

Los dedos de mis manos han estado estado en sitios que para la mayoría de los humanos resultarían insólitos.

Mis palmas y mis dedos han palpado un corazón, el hígado, un esófago, un páncreas, los pulmones, un bazo, el colon, los ojos, una vagina, los ovarios con su útero, una próstata, el recto, los testículos, un pene, el cerebro, los riñones, la grasa mesentérica, el bazo, un niño naciendo, la sangre, un tiroides, la orina, una placenta, la mierda, el esputo, el pus…

A ciegas, sólo con tocar su consistencia y su forma, mis manos me dicen lo que es y donde está. Sé lo que hay detrás, a los lados y debajo de cada órgano y víscera. Porque cada vez que he tocado un cuerpo con mis dedos me he empeñado en dibujar las formas y la situación mentalmente. Poco a poco he ido aprehendiéndolo en la memoria.

Si me ponen un cuerpo delante, cierro los ojos, toco y sé donde estoy. Mis manos han guardado cada detalle en mi cerebro.

Can I touch there? Touch you deep inside..

iPhone 5

Me quedé mirándolo. No sabía qué hacer. Estaba con toda la ropa en la mano, intentando hacerme sitio en el probador. No podía apartar mi vista del flamante iPhone 5 que alguien había olvidado encima del taburete.

Decidido. Cogí el dispositivo y miré hacia atrás. Quería asegurarme de que nadie me veía. Nada, nadie, ni una cámara camuflada sería testigo. Pero, a la vez, el corazón amenazaba con abandonarme. Estaba a punto de cometer mi pequeño gran delito. Algo que cambiaría mi vida en formas y con consecuencias que entonces ignoraba.

Iba a vivir la vida del hombre al que le había robado el iPhone 5.

La tarjeta

Salí de la tienda lo más rápido que pude, sin dejar de mirar a mi alrededor, como sí así pudiera evitar que alguien se diera cuenta de que me había quedado con un iPhone 5 olvidado.

No pensaba devolverlo. Eso lo tuve claro desde que lo vi. No me importaba soportar esa leve sensación de culpabilidad. Era un pequeño precio a pagar. Muy pequeño si lo comparaba con los más de 600 euros en la Apple Store.

Una vez fuera, caminé deprisa poco más de 50 metros. Lo saqué del bolsillo y me lo puse en la palma de la mano. Me asaltó una duda: reiniciarlo con mi tarjeta o probar a usarlo tal como estaba.

Mi tarjeta no era micro. El móvil que llevaba era una birria. El 4s me lo había dejado en casa. Así qué esa opción descartada. Podía ir a que me hicieran un duplicado, pero me llevaría tiempo y estaba ansioso por hacerlo funcionar. Entonces pensé, “No pasará nada por usarlo tal como está. Para probarlo. Luego me deshago de la tarjeta y no podrán localizarme”.

Resbalé mi dedo pulgar por la pantalla. Estaba de suerte. No había ninguna contraseña de bloqueo. Aquella maravilla iba a ser toda mía.

Nunca había podido controlar bien mi curiosidad. Esta vez no iba a ser menos. Me fui directamente al icono de la cámara. Luego al carrete. Quería ver el mundo a través de otra mirada.

En ese preciso momento el iPhone 5 empezó a vibrar. No sonaba ninguna música, afortunadamente. Era un aviso de mensaje entrante.

“Ni se te ocurra manipularlo”

Whatsapp

En serio, esto tenía que ir en serio. El mensaje había sido enviado desde un teléfono público, de los pocos que quedan. Así que no era un error. O sí. Un error en una de esas teclas y el mensaje llegaba al terminal equivocado. No iba a ser la primera vez que, por error, alguien mandaba un texto improcedente a la persona menos indicada.

Una cosa si me quedaba clara. El remitente no quería ser reconocido. No había manera de contestar. No había manera de preguntarle si era el dueño y, cortésmente, anunciarle que estaba intentando localizarle para devolvérselo. Pero lo intenté. Me lo pensé un par de minutos. Devolví la llamada al número que aparecía en el mensaje. Pero nada. No había línea disponible con ese número.

También cabía la posibilidad de que yo no fuera el destinatario del mensaje. Podría ir dirigido a quien olvidó el iPhone 5 en H&M.

No se me ocurrió otra cosa que buscar en el iPhone alguna pista que me llevara al dueño. En la segunda pantalla vi whatsapp. Lo abrí.

Ajustes

Nada en whatsapp. Ni un mísero mensaje que diera una pista.

Me parecía más sorprendente aún.

Recordé que en “ajustes” estaba toda la información sobre el teléfono. Era donde podría encontrar algo que me ayudara a calmar la angustia que empezaba a sentir. Y sería más rápido que intentar deducir la identidad del propietario a través de sus contactos.

Claro que había corrido demasiado al deducir que el propietario era quien me enviaba el mensaje. Porque, ¿para qué iba a mandarme el propietario un mensaje desde una cabina para ocultar su identidad?
Me daba igual. ¡A la mierda el iPhone 5! Quería devolvérselo a su dueño y quería hacerlo ¡Ya!

Busqué “ajustes”, luego “general”… ¡Por fin! “información”. Apreté el icono con el pulpejo del pulgar derecho.

Nombre: iPhone
Red: vodafone
Canciones:0
Vídeos: 0
Fotos: 3
Aplicaciones: 23
Capacidad: 28,2 GB
Disponible: 27,5 GB
…….

El resto, como si fuera sánscrito. Ininteligible para mi. Un intento vano. Pero antes de que me diera tiempo a buscar alternativas, el iPhone 5 volvió a vibrar. Y está vez no importó la sorpresa; pasé a sentir miedo

Siri

No miré la pantalla. Me temblaban las manos, las piernas. No quería leer.

En ocasiones la ignorancia es una bendición. ¿Mi maldición? Haber sucumbido a la tentación. A la de hacerme con un iPhone 5, a la de hurtar lo que no me pertenecía, a la de intentar escapar con ello. Y lo estaba pagando.

Podía borrar el mensaje, apagar el terminal y esperar a tener mi microsim. Sólo tendría que cambiarla y me libraría de sentir la persecución de un extraño. Pero algo dentro me hizo superar el miedo. La curiosidad. O una tormenta en mi interior con leves toques de placer.

Quería saber más.

“Pregúntale a Siri”. Eso, sólo eso, decía el mensaje.

Bluetooth

“Pregúntale a Siri”. “Pregúntale a Siri”. “Pregúntale a Siri”. ¿Qué le tenía que preguntar a Siri?
Si fuera una persona, podría esperar respuestas. Pero tan sólo es una aplicación con funciones de asistente personal por reconocimiento de lenguaje natural. Poco más útil que teclear unas palabras en el buscador de Google. Así que ¿Qué me querría decir con “Pregúntale a Siri”?

Fui hasta el parking y, después de pagar en el cajero automático, me monté en el coche. Dejé el teléfono en un hueco junto al freno de mano, encendí la radio y puse el coche en marcha. No sabía muy bien qué hacer. Así que, a casa.

No dejaba de darle vueltas a todo cuanto me llevaba pasando desde que vi el iPhone 5 en el probador. Tenía que ser una broma, muy pesada. Pero no imaginaba a ninguno de mis amigos tomándose todas estas molestias. Tampoco había hecho yo nada lo suficientemente malo a nadie para que hubiera ideado todo esta tortura. O deseara causarme daño de alguna forma remota.

Y de repente, mientras estaba esperando en un semáforo, un sonido inconfundible resonó en el coche. Di un bote de sorpresa. Era el iPhone 5 con su clásico sonido de teléfono antiguo que, conectado mediante el BlueTooth, se escuchaba a través de los altavoces.

Operadora

Ni me lo pensé. Extendí la mano. Instintivamente.

Entre el nerviosismo y el miedo, que te hacen sudar, casi se me cae el iPhone 5 de las manos. Aún así, tuve reflejos para detener el coche en una zona de aparcamiento vigilado, mientras intentaba pegarme el teléfono a la oreja derecha.

Ni se me pasó por la cabeza que podía utilizar el manos libres.

¡Para manos libres estaba yo!

– ¿Hablo con el propietario de la línea?

¡Joder! Por primera vez me interesaba una llamada de una operadora de telefonía. Me habían llamado de día, de noche, mientras dormía, mientras follaba, o cuando estaba preparándome para… Vamos, siempre me habían llamado para molestarme. Pero esta vez, la voz femenina anónima, pero con acento, era mi única esperanza de escapar de la prisión sin paredes en la que me había metido.

Y, de repente, me asaltó la duda. Y la angustia de nuevo. ¿Qué digo? ¿Sí? ¿No? ¿Es de una amiga? ¿O de un amigo?

Gaga

– No, no soy el titular. Muchas gracias – le respondí con desgana. Quería colgar lo más rápido posible
– ¿A qué hora puedo encontrar…

Ya no escuché nada más. Había interrumpido la comunicación. Marqué con el intermitente mi intención de incorporarme al tráfico. Me dejaron pasar. Me alejé de Azca. Subí el volumen a tope. Quería no pensar.

Stop calling, Stop calling , I don’t wanna think anymore

Lo recordé de repente. Cuando busqué la información del iPhone 5 había visto que el dispositivo contenía tres fotografías. No me había dado tiempo a ver las fotos; pero ahora, quizás, podrían aportarme alguna información valiosa.

De nuevo, cogí el teléfono con la mano derecha, mientras esperaba en un semáforo en rojo. Deslicé el dedo pulgar y apareció la pantalla. En la esquina superior izquierda estaba el icono de la cámara y en la inferior derecha un icono con un girasol. Que digo yo que es un girasol. Porque no me parece una margarita. Todas las hojas amarillas. Y no sé si eso se le ocurrió a Steve Jobs o al capullo de Tim Cook. Me refiero a poner un girasol como símbolo de fotos.

Daba igual ahora. Apreté la pantalla y aparecieron tres fotografías reducidas, con tres fechas de días consecutivos.

Trust is like a mirror. You can fix it if it’s broke. But you can still see the cracks in the motherfucker reflection”