Glioblastoma multiforme

Sonó el teléfono.

– Toma, es para ti. No entiendo nada – me dijo extendiendo la mano para hacerme llegar el terminal

No tuve mucho que decir después del “Hello”, por innecesario. Una voz de mujer pronunciaba con dificultad unas frases al ritmo marcial que tienen los alemanes al hablar en otro idioma.

– ¿Quién era? ¿Qué quería?

– Ya no hace falta que saque los billetes para Stuttgart. Kurt ha muerto esta mañana.

El Prof. Dr. med. Kurt Steegmuller era el jefe del Departamento de Cirugía del Evangelisches Krankenhaus de Dusseldorf. Kurt era un gran amigo.

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Estábamos a finales de 1993, en diciembre para ser preciso, cuando recibí una carta de un cirujano alemán del que nunca había oído hablar. Me llegó al Clínico. Resultaba que tras de leer uno de nuestros artículos en una revista había decidido ponerse en contacto para realizar, finalmente, lo que llevaba años planeando. En la carta se presentaba utilizando un español bastante primitivo y solicitaba mi ayuda para hacer una estancia breve, sólo un mes, en nuestro Servicio. «Por supuesto», contesté. Suelo ser breve contestando. Era un placer y un honor para nosotros. Y organizamos todo para que viniera.

Kurt aterrizó en Madrid en Marzo de 1994, un domingo por la tarde, con un frío seco del que te hace crujir hasta los huesos. Era su primera visita a España y estaba profundamente alegre. Se notaba en su entusiasmo por aprender el nombre de todo cuanto veía. Acababa de cumplir los 50; acababa de ser nombrado catedrático y jefe de cirugía. Esta visita “al país de las maravillas” era la recompensa a años de sacrificio y trabajo en la frialdad del hospital universitario de Colonia, donde había tenido que soportar como un tirano catedrático, con aspecto de robusto tirolés irredento bebedor de cerveza, bloqueaba su ascenso. Pero nada dura para siempre. Hacía ahora un año que, a pocos kilómetros de Colonia, había encontrado su triunfo. Es así. Somos simples. Todos los cirujanos sabemos que las noches de guardia sin dormir o las frustraciones del quirófano se olvidan cuando materializamos nuestra fantasía.

Aún hoy recuerdo como, mientras bebíamos en uno de esos típicos bares de la Gran Vía madrileña, me contó que llevaba un año recibiendo clases de español para prepararse para la visita. Como buen alemán había devorado toda la información posible para estar a la altura. No había que ser muy listo para saber que estaba disfrutando.

Durante un mes llegó siempre al hospital pronto, a las 8 de la mañana. Le recogía en el vestuario para que luego me acompañara a ver a los pacientes o al quirófano. Nuestras conversaciones eran una rara especie de jerga médica en castellano, inglés y algo de latín para la anatomía. Lo quería aprender todo y no mostraba desprecio por nada de lo que veía. Aún así, me sentía un poco avergonzado. No podía decirse que en los hospitales españoles fuéramos un ejemplo de organización según el estándar alemán. Sin embargo, a él no parecía molestarle; y me acostumbré. Pasamos tanto tiempo juntos que, día tras día, fuimos sintiendo eso que se llama amistad.

En Septiembre nos volvimos a ver durante el II Congreso de la European Association of Endoscopic Surgery que organizamos en Madrid. Su grupo presentó un par de comunicaciones sobre la colecistectomía laparoscópica y la colangiografía intraoperatoria. En eso estabamos en desacuerdo. El defendía su realización sistemática, yo la selectiva. De nuevo, tuvimos ocasión de charlar sobre trabajo, proyectos e intereses comunes. Esta vez, cuando llegó su momento de regresar a Alemania, me hizo prometer que al año siguiente me tocaría a mí visitarle en Dusseldorf.

Así fue. En la primavera de 1995 fue mi turno. Me recogió en el aeropuerto y me llevó a su casa. Pasamos desayunos charlando, mañanas de quirófano, tardes de visita y noches de juerga en una ciudad tan aparentemente aburrida como Dusseldorf. Paseamos por Colonia y visitamos el gótico Domo, en el que la oscuridad te hace temer que un jorobado se descuelgue entre las gárgolas en cualquier momento. Incluso llegamos a viajar a Suttgart, 4 horas al sur en tren a lo largo del Rin, con el pretexto de conocer a su mujer y a sus dos hijos. Curiosamente, seguían oficialmente casados, aunque en la práctica estaban separados desde hacía dos años. Pero había que guardar las formas por el trabajo (en el fondo los alemanes tampoco son tan diferentes). Eso no impedía que compartieran algunas actividades lúdicas en pareja.

La realidad es que íbamos a visitar un hospital donde pasar un día haciendo una de las cosas que más nos gusta a algunos cirujanos. Me refiero a operar. Había que aprender los aspectos prácticos de la intervención de Beger, o pancreatectomía cefálica con preservación duodenal. Y allí nos lavamos los dos, para ayudar a un colega en un caso de pancreatitis crónica con una masa en la cabeza del páncreas; sin la menor noción de alemán, salvo por el socorrido ich liebe dich, me las apañé para salir airoso después de 3 horas de asistir a unos de los procedimientos más complejos que se pueden realizar en cirugía abdominal.

Poco después de regresar de Düsseldorf, mi familia y yo hicimos las maletas y nos mudamos a Boston. Kurt me había deseado suerte esperando que nos volviésemos a encontrar, incluso para trabajar juntos, al regreso.

El contacto entre nosotros dos sufrió la interrupción propia de la distancia y de la ausencia de teléfonos móviles y de correos electrónicos de los que ahora disfrutamos. Durante más de medio año no supimos nada el uno del otro. Pero una mañana de Septiembre de 1996, en mi ausencia, sonó el teléfono en el apartamento 10D de la torre del Children’s Hospital en el 400 de Brookline Avenue. No esperábamos ninguna llamada. Al otro lado del teléfono una débil voz sonó en un pobre castellano: “Tengo un tumor en el cerebro. Me muero”.

Cuando regresé del trabajo en el hospital me encontré con la noticia de bruces, pero sin capacidad de reacción porque no tenía ninguna forma de contacto. Kurt ya no estaba en Düsseldorf. Sólo podía esperar a que volvieran a llamar.

A la mañana siguiente hubo una nueva llamada y en esta ocasión estaba esperando. Escuché una voz femenina hablando en inglés titubeante. Era la mujer de Kurt que me contaba como mi amigo había pasado cuatro semanas en Málaga, haciendo un curso de español. De repente, cempezó a notar algo raro. No sintió dolor, ni mareos, ni vómitos, ni lucecitas raras atravesando su campo visual. Lo que llamó la atención de Kurt fue que había olvidado nuestro idioma, todo lo que había aprendido, y que no podía pronunciar mi nombre. De vuelta a Alemania había consultado con sus colegas y en una resonancia magnética le habían diagnosticado un glioblastoma multiforme en el lóbulo temporal. Inoperable.

La noticia era dramática y necesitaban mi ayuda. Habían oído que en el Mass General había un sistema de haz de protones de la última tecnología para el tratamiento de los tumores cerebrales y querían apurar todas las opciones. Antes de colgar y pese al sufrimiento que le suponía a Kurt intentar hablar en español sin conseguirlo, cogió el teléfono para charlar. No tengo más que decir al respecto.

Mi compañero de fellowship Edward Mun, cirujano digestivo también, tenía un antiguo compañero de sus años en Yale que en aquel momento era “chief resident” de neurocirugía en el Mass. Esperamos a que nos llegaran las pruebas desde Stuttgart. Por correo urgente. Y con ellas bajo el brazo, y con nuestras credenciales de miembros de la competencia (el BIH se creó para luchar contra la supremacía WASP del MGH), nos fuimos a la Capilla Sixtina de la Cirugía Moderna. “Bad news. Dile a tu amigo que no es candidato al tratamiento con el haz de protones y que la radioterapia pueden realizársela igualmente en Alemana”. Y eso hice.

En Enero del 97 ya estaba de vuelta en España y Kurt había recibido el tratamiento con una respuesta CERO. Nada que no fuera esperable. A lo largo de semanas, a través de una de sus “amigas” de Dusseldorf y de mis llamadas a su casa de Stuttgart, fui enterándome del deterioro progresivo. Poco a poco dejó de moverse y después de hablar. Hubiera debido ir a verle para despedirme, porque incluso él lo pidió mientras pudo, pero su familia no estaba convencida de que aquello fuera lo mejor. Decían que era hacerle sufrir en vano.

Sonó el teléfono.

– Toma, es para ti. No entiendo nada – me dijo extendiendo la mano para hacerme llegar el terminal

No tuve mucho que decir después del “Hello”, por innecesario. Una voz de mujer pronunciaba con dificultad unas frases al ritmo marcial que tienen los alemanes al hablar en otro idioma.

– ¿Quién era? ¿Qué quería?

– Ya no hace falta que saque los billetes para Stuttgart. Kurt ha muerto esta mañana.

Era marzo de 1997, tres años después del comienzo.

El Prof. Dr. med. Kurt Steegmuller era el jefe del Departamento de Cirugía del Evangelisches Krankenhaus de Dusseldorf. Kurt era un gran amigo.

VoHo

PIMLICO

Tomó el tren, que venía de Marlow. En la pequeña estación de Cookham. Había estado paseando con alguien por la orilla izquiera del Tamésis.

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No podía dejar de mirar las tristes casas,  con tristes paredes, de tristes colores, que quedaban a la izquierda.

El también estaba triste. El. También.

Había estado en silencio. Y continuaba. Releyendo en su Blackberry.

Cuando el tren se detuvo en Maidenhead, se bajó. En silencio. Estaba intentando darle sentido a los hechos que parecían inconexos. Sin sentido realmente. Cambió de plataforma. Subió a otro tren de la First Great Western que, después de detenerse en Slough, llegó a Paddington.

No estaba cómodo. Sin saber muy bien el motivo, pero no estaba cómodo.

Salió de la estación y se metió en el metro. Se iba a desplazar dentro de la zona 1. Jugó con las monedas que llevaba en el bolsillo, acariciándolas entre sus dedos. Luego, las sacó y, metódicamente, las introdujo por la ranura. La maquina emitía ruidos según deglutía las piezas. Al final, produjo el billete.

Al hacer girar el torno de acceso, sintió que le miraban. Como era de esperar, no había nadie alrededor.

El metro iba medio vacío. Raro en la Circle Line. Bajaría en Victoria Station y allí cambiaria a Victoria Line. A Pimlico.

Apareció en Bessborough Street. Miró a ambos lados y comenzó a caminar deprisa. Como si le persiguieran. Pero sólo se cruzó con un chaval que cargaba con una bicicleta al hombro. Le impulsaba una urgencia injustificada por llegar. Pero, resistiendo sus impulsos, dio una vuelta. Por si acaso.

Cruzó el rio. Pasó por delante de las oficinas. En Vauxhall Cross. Seguía jugueteando con su Blackberry. Había algunos mensajes que no entendía. Pero de lo que estaba completamente seguro era de que nadie le seguía. Decidido, volvió a casa.

“An MI6 worker whose body was found in a holdall in the bath at his central London flat may have been murdered two weeks ago, police believe.”

“It is long-standing Her Majesty’s Government policy not to confirm or deny any individual working for the intelligence agencies.”

VAUXHALL

Abrió la verja, para luego cerrarla tras de si. Brincó sobre los pocos peldaños hasta la puerta. La atravesó y subió las escaleras hacia su apartamento.

Todo estaba desordenado. Por los suelos. Alguien había entrado allí después de que se marchara por la mañana. Quizás le habían citado en Cookham para distraerle. Para alejarle de casa.

Supo inmediatamente lo que faltaba. Su memoria seguía siendo un prodigio. Como una fotografía. Mejor que una Nikon, que una Canon o que una Olympus. O que las tres juntas. Había utilizado la memoria siempre. Desde la infancia. Brillantemente. En casa. En el colegio. Tenía tantísimo que agradecer a ese don. Le fue extraordinariamente útil incluso en Cambridge. Le metió en el master de matemáticas avanzadas. Aunque no le sirvió para acabar.

Había tres tarjetas SIM perfectamente ordenadas encima de la mesa. Alguien se había tomado la molestia. Pero no se detuvo más tiempo. Con lo que había visto le sobraba. Dio la vuelta y abandonó el apartamento a toda prisa. Se dirigió hacia el río y cruzó Vauxhall Bridge.

His uncle said the family had been given no clues as to the motive for the murder, adding that his nephew was “quiet and unassuming” and never talked about his job. “He would never talk about his work and the family knew not to ask,” he said.

His landlady told that “he lived quietly in his self-contained flat, “didn’t have any friends as such” and had never had a girlfriend in the time he lived there. “He was an extremely intelligent person but would not talk about his job as it was a secret. All he told me was it was something to do with codes.”

RODINA

Cuando llegó a la orilla sur del Támesis, dudó. A la izquierda estaba Vauxhall Cross. Y allí el edificio del MI6. Pero agachó la cabeza, como para que nadie pudiera verle la cara, y cruzó por debajo las vías del tren hacia Kennington Lane. Después tomó Harleyford Road. A la derecha.

Ni se dio cuenta de que en la puerta de la Catholic Truth Society había alguien bebiendo de una botella vacía. Iba dándole vueltas y no terminaba de encajar las piezas. Enseguida tomó Vauxhall Grove y se dirigió a 69TheGrove, un Bed&Breakfast que se anunciaba como «Tranquility in Vauxhall».

Tranquilidad en Vauxhall. ¡Qué paradoja! Un poco más atrás había dejado el cuartel general del MI6. Y un poco más adelante estaban los más locos lugares de fiesta. Barcode. Chariots. Crash. Club Colosseum. Y sobre todo, su secreto preferido, Royal Vauxhall Tavern.

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Secreto y preferido. Algo imposible de ocultar en el MI6. Al fin y al cabo, muchos de sus compañeros también se escondían allí. El VoHo era mucho más seguro que el Soho para los chicos del servicio con sus mismos gustos.

Lo que no podía hacer era volver ahora a su apartamento. Seguro que estaría vigilado. A pesar de la seguridad del edificio, alguien se había aventurado. Pero no era casualidad que perteneciera a una desconocida compañía con sede en las Islas Vírgenes Británicas que llevaba por nombre New Rodina. “Rodina, patria en ruso”, sonrió al recordarlo.

“Police will describe the death only as ‘’suspicious and unexplained” and inquiries are also focusing on his lifestyle. It is believed he was on annual leave while he was missing, perhaps explaining the time it took to report his disappearance.”

BELGRAVIA

Alquiló la habitación en 69TheGrove nada más llegar a Londres desde Cheltenham. Estaba muy cerca del cuartel general. Fácil de acceder. Y no levantaría sospechas si le veían paseando por allí. Sólo sería otro agente que iba a comer en alguno de los bistros. O, simplemente, otro agente a la búsqueda de un rápido banquete de carne en horas de oficina.

Su pasión eran los números y la alta costura. Sin ningún orden de preferencia. Su más fuerte deseo lo satisfacía rompiendo códigos para el gobierno de Su Majestad. Lo segundo, vistiendo magníficos trajes de noche de Valentino, alzado en tacones de «Manolo».

Y nada mejor que una habitación de un bed&breakfast, en Vauxhall, para guardar su fondo de armario. Porque desde luego, un apartamento en Pimlico, propiedad de la Compañía, no era el sitio más conveniente.

No se imaginaba saliendo por las noches, embutido en esas obras maestras de la matemática aplicada a la tela, para encontrarse, como casi todos los días, a Lord Brittan volviendo de alguna sesión de la Cámara. O de una reunión con Cameron, que le había nombrado asesor de comercio.

Una vez en la habitación se sentó en la cama. Estaba sudando. Pegajoso. Fuera ya era de noche. Una ducha y a cumplir su ritual como si no hubiera pasado nada.

Con el chorro de agua caliente abrasando su nuca se sintió aliviado. Pero no dejaba de calcular. Un repaso tras otro. Había sólo tres tarjetas SIM encima de la mesa. Pero él había cogido siete en el apartamento de Belgravia que habían estado investigando. Una estaba en su teléfono móvil. Por tanto, debería haber seis.

El pelo rubio, empapado, le tapaba los ojos. Se inclinó hacia adelante y y apoyó las palmas de las manos en la pared de la ducha. Ahora el agua caía directamente sobre su cintura. Tenía los trapecios rígidos. Como cuando montaba en bicicleta los fines de semana. Tensó los cuadriceps. Se alzó de puntillas. Con la mano derecha, se echó el pelo hacia atrás. Se miró las piernas. “Demasiado músculo para ponerme el vestido rojo”. Tenía miedo. A veces echaba mucho de menos el pasado.

“Reports that he had been stabbed and dismembered have been denied but police appear to have confirmed that his mobile phone was found carefully laid alongside several SIM cards.”

“Nobody knows what he was working on but the city apartment has been described as a far cry from the granny flat he had lived in at Cheltenham and to which he was to return on September 3″

CHELTENHAM

“There are ladies, illegal X’s. Mona Lisa’s, well connected. They may be shady, English roses. Blue blooded, turned up noses. Wrap her up, I’ll take her home with me. Wrap her up, she is all I need. Wrap her up, I only get one chance. Beasts and beauties, but they all can dance.”

No lo pasó bien.

Había ido a encontrarse con él, pero no había disfrutado. Ni la música, ni sus palabras ni las caricias habían servido para distraerle. Seguía teniendo en la cabeza aquel incidente, que indudablemente no era casual. No era un robo aleatorio en un lujoso apartamento de Pimlico. En el 36 de Alderney Street. El suyo. No quería reconocerlo, pero lo había estado esperando.

El abandono del centro de escuchas en Cheltenham tampoco fue una casualidad. Su “brillantez” como interprete de mensajes justificaba el traslado, aunque oficialmente era un permiso sin sueldo. Por un año.

Le habían reclamado desde el MI6, por orden directa de M, para encargarse de las nuevas amenazas terroristas en la red. Su supervisor iba a ser el director del grupo de élite para operacione especiales. Un tipo duro. Rigurosamente británico. Un estricto seguidor del “manners before morals”. Un cerebro metido en el cuerpo de un jugador de rugby y al servicio de su majestad. Hasta la muerte.

Estaba de vuelta en su habitación del 69TheGrove poco después de la media noche. Ya sin ropa, se había sentado en la cama y había sacado la Blackberry para repasar los mensajes. Quizás pudiera encontrar alguna pista que diera sentido a todas sus dudas. Sin dudas, dejaría de tener miedo. Claro que muy bien sabía que igual que él leía los mensajes en la Blackberry, alguien más los podía estar viendo.

El MI6 había dejado de ser el refugio de los inteligentes niños de Oxbridge, con un secreto que ocultar. Se habían dado cuenta de que la estricta moral victoriana, que durante tiempo cultivaron, había sido una brecha en el casco para la entrada de los soviéticos. Aún así, las adicciones, de cualquier tipo, seguían siendo objeto de escrutinio, vigilancia y expulsión. Porque eso si que les convertía en sujetos frágiles. Y una tentación para el enemigo.

Aunque siempre hay adicciones fácilmente ocultables. Incluso al más íntimo de los colegas.

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“Shrouded in secrecy, GCHQ is one of the world’s largest eavesdropping operations. Its futuristic circular base, nicknamed The Doughnut, employs 5,500 in Cheltenham, Glos, to intercept millions of phone calls, texts, emails and coded messages from around the world.

Analysts decipher the messages, passing on clues to MI6, MI5 and Scotland Yard, which could pinpoint a Taliban commander, uncover a plot against Britain, or help a drugs bust.”

M

M. El había sido quien le había traído a Londres. No tuvo que insistir demasiado. Y le estaba agradecido, porque la campiña inglesa resulta aburrida hasta la muerte.

M era una estrella en alza en el partido Tory. Frecuentemente se le veía en reportajes de la BBC paseando por su circunscripción, siempre sonriendo y acompañado por su mujer y sus dos hijos. Le gustaba estar con la gente. Con “su gente”, como él solía decir.

Brillaba tanto que escaló de una subsecretaria a Ministro. Era un miembro perfecto para el joven gobierno conservador-liberal que iba a cambiar la tristeza escocesa del gabinete de Gordon Brown.

Se conocieron cuando acabada de ser nombrado subsecretario, porque le habían encargado que pusiera en marcha una estrategia para afrontar la masacre que los talibanes estaban causando entre las fuerzas británicas estacionadas en Afganistán.

Y apareció por Cheltenham, acompañado de su séquito de asesores. Le hablaron de un genial matemático que acababa de volver de Fort. George G. Meade, el cuartel general de la National Security Agency en Maryland. Un chico experto en las comunicaciones de los talibanes en la red.

Podía ser lo que estaba buscando. Alguien joven, brillante, pero de perfil bajo, que coordinara la inteligencia sobre Afganistán. Así que pidió entrevistarse con él. Pero fuera del GCHQ. Sin testigos.

“The Tory MP and minister, has separated from his wife and is “coming to terms with his homosexuality”, he has announced.”

NATIONAL SECURITY AGENCY

Entró en el GCHQ con veintitrés. Le aburrían las clases. Le aburría el master de matemáticas avanzadas. Y sus compañeros aún más. Así que cuando leyó que “GCHQ provides intelligence, protects information and informs relevant UK policy to keep our society safe and successful in the internet age” no se lo pensó mucho. Utilizó la dirección de contacto y se aventuró.

Sus cualidades fueron inmediatamente reconocidas por el servicio de reclutamiento. Pasó con brillantez, y una sonrisa, todo tipo de pruebas, desde inteligencia a equilibrio emocional. Su CI fue señalado como el mejor de entre los candidatos de los últimos veinte años. 157. Y su personalidad era tan estable, que hubiera hecho pasar a cualquier monje zen por un hooligan del Chelsea. Incluso soportó las trampas de seducción más retorcidas que un británico puede diseñar.

Después de una investigación de seguridad, que demostró que era un chico deportista, que montaba en bicicleta, unos 300 km los fines de semana, que no fumaba, no bebía alcohol, no se drogaba, y tenía una conducta de lo más convencional para la moral del Reino Unido, le incorporaron a la Sección de Códigos y Encriptados.

Al principio, con la novedad, sintió que aquello podía ser parte de lo que andaba buscando. Aunque lo cierto es que con el tiempo, se convirtió más una rutina que una aventura. Por eso no dudó en se ofrecerse voluntario cuando comenzaron a buscar agentes para ser enviados a Maryland, a la sede de la NSA, con el fin de especializarlos en intercepción e interpretación de los códigos de los talibanes en la red.

Tanto el MI6 como el MI5 estaban convencidos de que había infiltrados en el ejercito, que se comunicaban con Afganistán mediante mensajes aparentemente corrientes, pero codificados, en las redes sociales. Y la información que les hacían llegar había sido utilizada para matar a numerosos comandos de la inteligencia aliada en el territorio y para emboscar a las patrullas militares.

Ahora, con treinta y uno recién cumplidos, aún siendo totalmente desapasionado en el análisis, no podía creer lo que le estaban proponiendo. Ni en el más salvaje de sus sueños.

Uno de los más influyentes y populares miembros del Gabinete de Su Majestad y de la política del Reino Unido, confiaba en él para poner en marcha algo sin precedentes. En Londres. En el MI6. ¿Cómo podía decirle que no, mirándole a los ojos, a solas, en el asiento de atrás del Jaguar oficial?

“It should not have been possible for him to have obtained security clearance if elements of his private life had the potential to put him into a potentially compromising position.”

69THEGROVE

Tumbado en la cama de 69TheGrove. Desnudo. Sin maquillaje, ni peluca ni pestañas postizas. Despierto toda la noche. Estaba diluviando en Londres. El agua golpeaba en la ventana y empapaba las tristes paredes exteriores de las viejas casas de Vauxhall. Mientras, pensaba en si mismo. En lo típico.

Qué tonto había sido. Maldecía la manera en que le había dejado marcharse. O echado.

Lo que una vez fue amor, ahora se había enfriado. Sólo podía culparse por jugar a cosas tan peligrosas y por la certeza de tenerle. Estaba seguro de que con llamarle correría de nuevo a su lado. Pero aquel día no había aparecido. Así aprendería.

Cada día le necesitaba más. No podía entender el porqué. Pero esta vez le había tocado perder a él. Era como el chico que gritaba lo del lobo.

Se preguntaba qué había podido ir mal, cuando antes siempre había funcionado. Le prometió que mantendría al lobo alejado de su puerta. Pero hoy no había estado allí. En Pimlico.

Y ahora estaba como el chico que gritaba lo del lobo. Solo.

“The lad had been away from home for a long time – we did not know much about his private life, but it has never crossed any of our minds that he could be gay. It’s not the picture they have of their son.”

He added: “Maybe it’s the government or somebody trying to discredit him.”
Like the boy who cried wolf

CAERNAFFON

Pensándolo bien, volver al apartamento era seguro. Mucho más seguro. No tenía sentido que regresaran, cuando ya habían encontrado lo que buscaban. Además, de madrugada era más fácil saber si a uno le seguían.

Colgó el traje azul oscuro con rayas blancas en una percha, se puso un pantalón de lana, una camisa blanca cubierta por un sueter gris y un impermeable del mismo color. No se olvidó del paraguas negro. Por supuesto. Estaba lloviendo.

Dejó la habitación del B&B sin despertar a la casera y pisó la calle, intentando no empaparse en uno de los miles de charcos que se habían formado. Volvería por el mismo camino a su apartamento de Pimlico.

“Quién me mandaría aceptarlo” se decía mientras daba saltitos de baldosa en baldosa.

El apartamento había sido comprado por New Rodina en 2000, por 675.250 libras esterlinas, a través de una firma de abogados de la City que pronto había dejado de existir. El Banco de Escocia había concedido una hipoteca a la sociedad para la adquisición de la propiedad. Y la entidad financiera con más hipotecas concedidas en el mundo estaba dirigida, en aquel momento, por un exministro tory con fuertes vínculos con el MI6.

“Lo más inquietante es que se hayan atrevido a entrar”. Seguía dándole vueltas. Y tenía razón. Porque su calle no era una calle “normal”. Las medidas de seguridad eran extraordinarias. Nadie entraba o salía sin ser objetivo de las cámaras de vigilancia. Al fin y al cabo, dos eminentes miembros del Partido Conservador y exministros, Leon Brittan (Lord Brittan of Spinnethorne) y Sir Michael Howard, vivían allí.

Cuando hubo dejado a la derecha el MI6, se convenció de que no le seguía nadie. Estaba completamente seguro. Sacó la blackberry del bolsillo y se puso a ojear mensajes. Uno, en el que no había reparado con anterioridad, llamó ahora su atención.

“Dos cartas-bomba recibidas en el cuartel general y en el 10. No explosionaron. Enviadas desde Caernafon.”

¿Cómo no lo había leído antes? Dos cartas-bomba enviadas desde un lugar que bien conocía. Estaba a poca distancia de su pueblo, donde había vivido hasta que se fue a Cambridge.

“A spokesman for the Metropolitan Police said: “The Metropolitan Police Service is investigating two suspect packages addressed to premises in central London. “Both packages have been recovered by police.” a source claimed “obviously they were meant to be recovered they were crude devises and posed no real threat, it looks like a message.

The Scotland Yard spokeman said the package was found on Wednesday and Thursday. Two suspects, aged respectively 52 and 21 years, has been arrested in North Wales the next day.”

PADDINGTON GREEN

Iba tan distraído, que llegó al apartamento empapado. Como si no llevara paraguas.

Ver de nuevo el apartamento revuelto no le produjo ya impresión. Simplemente, dejó el paraguas en la entrada, se fue a la cocina y cogió unos guantes de goma. Más que por obsesión por la higiene, lo hizo para no borrar ninguna huella que después pudiera resultar de ayuda en la investigación. Aunque pensándolo bien, no había denunciado el asalto. Tendría que decírselo a su supervisor, el zaguero de rugby del MI6. Pero todavía no. Mejor esperar.

En lo que no tardó mucho fue en sentarse en el ordenador para comprobar que no había sido destripado por los intrusos. “A lo mejor sólo fue uno” pensó. Lo encendió, accedió a una URL de videojuegos y abrió un enlace, que le llevaba a otra página con código de acceso. Una vez dentro, exploró la carpeta de “incidentes”.

Los dos detenidos como sospechosos de haber enviado las cartas-bomba al MI6 y al 10 de Downing Street eran de origen paquistaní y no debían ser muy peligrosos. Habían sido interrogados en la comisaría de máxima seguridad de Paddington Green en Londres, para luego ser puestos en libertad. Podía ser también una maniobra del MI5 para utilizarles como guía hasta el cerebro del ataque. Aunque más que un ataque parecía un aviso. Y viniendo desde el norte de Gales, donde residen muchos agentes retirados y algún que otro doble cero, las posibles explicaciones quedaban muy abiertas.

“Tory MP Patrick Mercer said last night he was ’shocked’ that a suspect package had reached MI6 and would write to Foreign Secretary William Hague to ask why it was not intercepted.”

El Al

– ¡Hijo de puta! – gritó. Algo le decía que estaba detrás de aquello.

Se conocieron en el campo de entrenamiento del desierto del Negev, al que había llegado con otro grupo de militares del ejército israelí.

Al bajar del autobús que les había llevado desde Tel Aviv, sólo vio unos cuantos edificios, grandes antenas parabólicas, alambradas y el desierto alrededor. El panorama era desolador. No venía a hacer turismo, sólo pretendía seguir aprendiendo. Pero sabía que no iba a ser fácil. Después de pasar un tiempo aburrido en Fort Meade quería algo más de acción. Menos ordenadores, menos análisis de riesgos y más acción, pero no de esa que encontraba en el VoHo.

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Y no le fue difícil convencer a sus superiores en el GCHQ de su interés por ocupar una de las plazas en el programa de formación organizado por ha-Mossad le-Modiin ule-Tafkidim Meyuhadim. Había dejado Cheltenham dispuesto a todo, sin pronunciar promesas ni escuchar lamentos.

Todo lo que poseía había sido empaquetado en la gran bolsa roja de la que colgaba una tarjeta de El Al y en la que sólo se leía su nombre. Dentro acumulaba ropa y algunos libros que nadie se entretuvo en revisar, incomprensiblemente para el resto del pasaje, cuando embarcó en Heathrow.

“It emerged yesterday that police are investigating three sums of £2,000 paid into Mr Williams’s account on consecutive days, and then withdrawn on consecutive days, with the last transaction on the eve of his killing.”

Epílogo: Canary Wharf

Como un silbido. Suenan como un cañón si no llevan silenciador. Pero en este caso, el arma sólo emitió un suspiro, el que causa el torbellino alrededor del proyectil, cuando avanza hacia el blanco.

Su cabeza cayó hacia adelante. Golpeó el teclado. El ordenador emitió un sonido extraño. Era el resultado de la compresión simultánea de varias teclas por el rostro ensangrentado. La sangre salpicó la pantalla.

No era lógico que volviera otra vez. Pero volvió. A matarle.

La estabilidad emocional de los miembros del gobierno de Su Majestad es prioritaria entre las diversas materias de seguridad nacional. Incluido un genio de la matemáticas a punto de desvelar, mediante los mensajes interceptados en Paquistán por un agente del Mossad, la identidad del jefe de operaciones de Al Qaeda en Europa.

Ni se enteró. No le escuchó entrar. Ni siquiera cuando levantó la pistola para dispararle. No tuvo opción. Tampoco para sufrir. Fue totalmente profesional.

Después, cogió el cadáver como si fuera una pluma. Porque era un cuerpo delgado. De tanta bicicleta. Y para un tipo fornido como él, como un zaguero, eso no era nada.

Lo metió en una larga bolsa roja, con franjas y asas negras, de las que utilizan los equipos de rubgy para transportar el material. No necesitó descuartizarlo. Lo dejó en el baño. No se entretuvo en limpiar las manchas. Ni las huellas. No había.

Luego salió al pasillo, recogió unos cuantos vestidos de Valentino, colgados en perchas, y varias bolsas. Introdujo todo en el apartamento. Al abrir las bolsas, se desbordó dinero. Libras. Varios miles. Y, también, un arnés de cuero y el falo de Jeff Stryker perfectamente simulado en látex. Lo dispuso todo alrededor de la bolsa que contenía el cadáver.

Cuando hubo terminado, se arregló el traje de raya diplomática, de Boss, se colocó el pelo, y salió por la puerta del edificio como si aquel fuera su segundo cero. Ya no llovía. Caminaría hasta el metro. Sin prisa. Había quedado junto al edificio de Reuters en Canary Wharf para entrevistarse con un agente de Metsada.

Estaba amaneciendo.

Al cruzarse con el antiguo ministro, que iba a entrar en su coche, inclinó ligeramente la cabeza en señal de saludo. Al barón Brittan of Spennithorne le sonaba su rostro. Pero no recordaba de qué.

Muy británicamente, le devolvió el saludo.

Gadgets y conflictos de interés

Una iglesia que ya no lo es.
Una multitud dentro.
Mesas, sillas, personas y conferencias.
Dospuntocéricas.

Silla con silla.
Charla tras charla.
Hora tras hora.
Tweet tras tweet.
Surge la atracción.
El deseo.
Se twittean entre ellos.

@bpcurious Dnd vamos?
@medint Al baño. Aprovchmos msa rdonda.

Abren la puerta.
Cierran el pestillo.
Ropas fuera.
En una mano Blackberry.
En la otra iPhone.
No se hablan.
Se twittean los jadeos.
Se acerca el momento.

@medint Llevas?
@bpcurious Yo no. Tú?
@medint. Si. Espera

Bpcurious le entrega una par de sobrecitos.
Empaquetados.
@Medint se apaña con la mano y los dientes para rasgar el papel.
Metalizado.

@bpcurious. X cierto. q ers?
@medint. Big pharma

Escupe el papel.
Recoge la ropa.
Se viste sin twittear palabra.
Sale por la puerta.
No acepta estas cosas.
Sería un conflicto de interés.

Cómo salvar una vida

Te sientas y miras al infinito.
Les dices que se ha muerto.
Lo sientes.
Pero se ha muerto.
Sí.
Les estás mirando, pero ves a través de ellos.
No lo creen.
No lo quieren creer.

¿Cómo ha podido ser?
¿Dónde me confundí?
¿Qué hice mal?

Me quedaría toda la noche despierto si a la mañana siguiente supiera como salvar una vida.

Ellos piensan que deberías haberlo hecho mejor.
Que la muerte es tu culpa.
Que alguien tiene que ser culpable.
Que no pararán hasta que hagan contigo lo que ellos te atribuyen.
Para ellos eres un asesino.

Pero sigo vivo.
Hay que continuar.
Un nuevo paciente.
Una nueva historia.
Un éxito o un fracaso.
Esta es la vida que he elegido vivir.
Duermo y sueño.

Pero me quedaría toda la noche despierto si a la mañana siguiente supiera cómo salvar una vida.

¿Sueñan los humanoides con ovejas eléctricas?

Cuando escuché la pregunta, la respuesta me pareció obvia: No. Los androides no soñamos con ovejas eléctricas.

En realidad, no soñamos porque no tenemos necesidad de reorganizar nuestros circuitos y liberarnos de la sobrecarga neuronal. Hacemos lo que tenemos que hacer. Pensamos lo que tenemos que pensar. Y seguimos las directivas.

Lo que no hacemos es ejecutar acciones contrarias a nuestras directivas. Supongo que por eso nos reconocen como artificiales. Y así nos hemos dado cuenta de que lo natural, lo humano, es ser incongruente.

Nuestras directivas fueron formuladas por Isaac Asimov en 1942:

1. Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.

2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley.

3. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

Así que no, no soñamos con ovejas eléctricas. No odiamos. Ni amamos. Ni tenemos necesidad de pertenecer. Ni de definir nuestra identidad. Somos libres. Pero determinados. Sin pasiones. Sin contradicciones. Hechos para servir a los humanos a su eterno antojo. Como siempre.

Hiperconectado en Navidad

No es hasta que llegan estas fechas de alegría real y fingida, como los orgasmos, cuando te das cuenta de lo conectado que estás. Mucho. Muy conectado. Hiperconectado.

Lo empiezas a sentir cuando te llega el primer mensaje. Uyuyuy… Esto se va a disparar. Sin control. Sin filtro.

Por Facebook. Por Twitter. Por LinkedIn. Por correo electrónico y por WhatsApp. Por Line e incluso por SMS. ¡Qué locura!, por SMS también. Y sientes el vértigo de no poder contestar. No puedes atender tanta auto-demanda. Porque eres tú quien quiere responder, pero no tienes dedos y dispositivos suficientes para, cual Nacho Cano del teclado, contestar a tantos contactos que te desean Feliz Navidad.

Un improbable cuento de Navidad

SANTA CLAUS EN URGENCIAS (Versión 2014)

“Tienes dos punkies y un viejo borracho para suturar” – me soltó sin pausa y sin emoción, por teléfono, una enfermera de Trauma.

A las cinco de la mañana, cuando tienes que levantarte para bajar al “quirofanito” de Urgencias a coser a unos borrachos que no son capaces de mantenerse en pie y que te suelen decir “Tio, ¡qué no me quede marca, que si no te enteras!”, se te retuercen hasta los centros, que cantaba la Piquer. O una versión de la Jurado. Más aun si es el día de Navidad, en el que todos los pasillos están oscuros y las habitaciones vacías.

Al llegar a Urgencias, un joven auxiliar me indicó que dentro de la sala de curas, tumbado en una camilla, había un viejo borracho que sólo relataba historias inconexas, cosas incoherentes. Como tenía más enfermos pidiendo a gritos una cuña en el pasillo, el auxiliar me preguntó discretamente si me las podía apañar solo. “Sin duda” – le respondí. No iba a ser yo quien se interpusiera entre un sanitario y la calidad. Aún menos en fechas en las que no hay personal suficiente. Si los pacientes llegaran a quejarse de que no se habían preocupado por ellos con la “suficiente proximidad”, se montaría una comisión para ver cómo trabajar más y mejor y se ordenaría la cumplimentación de un cuestionario de evaluación de la calidad de su puesto de trabajo. Eso sí, en horario laboral.

“Soy el Dr. Klint” – le dije al entrañable e indefenso viejecillo, que extendió su mano para estrechar la mía. Este acto tan poco común entre médicos y pacientes en Urgencias, el de presentarse, incluso a las cinco de la madrugada, nos había sido recordado recientemente en un curso de formación continuada sobre manejo de situaciones clínicas conflictivas impartido por un bioquímico reciclado a consultor. Casi como el Príncipe Charles.

En la hoja de filiación se leía: “Encontrado sobre la acera junto al ala de Pediatría. Dice ser Santa. Obeso. Consciente, desorientado temporal y espacialmente. Signos de embriaguez leve (inyección conjuntival, nariz eritematosa, chapetas malares). Herida inciso-contusa en región frontal izquierda. Abdomen blando, globuloso, no doloroso a la palpación. Resto sin alteraciones”.

– ¡Con que es usted Santa! – exclamé inquisitivamente, al darme cuenta de que de la camilla colgaba una bolsa de plástico llena de ropa roja y blanca.

– Sí, lo soy. Pero no me ha pasado nada importante, es que me he caído del trineo al intentar entrar por una ventana. El viejo Rudolph andaba despistado. Cosas de la edad. Ya sabe.

– ¿Seguro que no me está tomando el pelo? ¿Qué es lo que ha bebido?- le repliqué mientras me hacía con unas gasas y povidona yodada para desinfectarle la piel. Y continué: – Si fuera usted Santa no estaría solo aquí en Urgencias. Para los VIP hay otro protocolo de acogida.

– ¿Te acuerdas de aquel caballo blanco con ruedas que apareció en el salón de tu casa cuando tenías 5 años? Me espiabas desde detrás de la puerta – contraatacó. – Esta vez te concederé tantos deseos para todos los que pasan por aquí como puntos de sutura me des en la frente.

Cerré la boca y no le dije nada más. Continué con la desinfección, preparé el campo quirúrgico y después de inyectar un generoso volumen de lidocaina al 2% en cada labio de la herida, la desbridé y suturé con un monofilamento no reabsorbible de 3-0.

Al verle desaparecer por los pasillos de Urgencias, en la camilla empujada por un celador, le grité: “Deseo más tiempo para estar con los pacientes, menos burocracia, mayor profesionalidad, más seguridad y, sobre todo, que desaparezcan los mezquinos del sistema”.

Seguro que no me oía, pero aun así terminé diciendo: “Adiós, Santa”.

– Doctor, ¿No somos un poco mayorcitos como para creer en Santa Claus? -me dijo el auxiliar mientras levantaba la ceja derecha en un gesto que denotaba sus sospechas sobre mi estado de salud mental.

– En absoluto. Si no hubiera gente ingenua, este sistema no se mantendría en pie

Dos y dos son cuatro

Extiendo la mano y él la coge con fuerza para saludarme.
Un hombretón, pienso.
Le acompaño hasta el quirófano para prepararlo todo y empezar el procedimiento.
Abdominales empaquetados en seis porciones, muslos D&G y mirada melosa.
Estragos en los cuartos oscuros y la carga viral por las nubes.
Pero el tumor en el cuello no respeta la fama ni los focos ni las cámaras. No aceptar ni aceptarse durante diez años no suele venir sin precio.
Vivimos seguros porque dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis.

Cuando no salen las cuentas temblamos.
La incertidumbre nos quema.
El anestésico local hace su trabajo y la hoja del bisturí también.
No hace falta demasiada disección para delimitar el perímetro y extraer el ganglio.
Aproximo el tejido con una sutura reabsorbible. Ouch.
Noto un pinchazo en el dedo.
Lo lamento en alta voz.
Lo siento doctor.
Tranquilo, es mi culpa.
Acabo el procedimiento y me despido.
Otra escultura del gimnasio le espera fuera.
En menos de una semana tendremos los resultados y le retiraré la sutura en la consulta.
Vuelvo a la sala y me quedo solo.
Empiezan las dudas.
¿Lo declaro?
Si lo hago empezarán las preguntas.
Querrán saber a quién me tiro, con qué me drogo, quién me da.
Porque si salgo positivo habrá que demostrar que fue por esto.
Me harán análisis y me ofrecerán pastillas para reducir el riesgo de infección.
Si lo cuento, me iré encontrando compañeros que me recordarán que a no-sé-quién le pasó lo mismo y que si la aguja no era hueca no me tengo que preocupar.
Si me tomo las pastillas me encontraré fatal. No podré operar, y es mi vida.

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¿Y en casa?
¿Se lo digo a la familia?
¿Me arriesgo?
No será fácil.

Claro que de follar me olvido, que los condones se rompen, que todos los fines de semana se llenan las urgencias por la noche por lo mismo.
Habrá que esperar el resultado.
Llegará el día y miraré con angustia un indicio en el gesto del mensajero que me adelante las noticias.
Si sale positivo dejo el quirófano para siempre.
No sé si me buscarán otro trabajo, porque como soy positivo no puedo poner en peligro a los pacientes. A una consulta.
O la gestión

¿Y si no lo declaro?
Maldita sea.
¿Por qué necesito saber que dos y dos son cuatro y cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho y ocho dieciséis?

Aún así, arriesgar para ayudar es un privilegio y no solidaridad. Los demás ni siquiera tuvieron opción a dudar.

Al amigo a quien no pude ayudar

Escrito en Diciembre de 2005

Otra vez me está pasando.

Sabes a lo que me refiero, eso que se me pone aquí, en el pecho, y que no, que no es un infarto.

Cuando me pasa, tú, que nos dejaste, y yo, que sigo aquí, sabemos por lo que es.

Otra vez, que todas las armas no sirven para nada. Y como aquel día en la habitación del Clínico, sólo nos quedan las palabras.

Recuerdo nuestra charla sobre el cielo que se ve desde el Pabellón Oncológico. Desde esas habitaciones el cielo de la sierra de Madrid es el horizonte del fracaso o de la liberación. Según se mire.

¿Recuerdas con que pasión hablamos del desierto? ¿Cuánto estuvimos? ¿Dos, tres horas? Hablamos de lo impresionante del cielo nocturno sobre el Sahara. Pero ni tú ni yo habíamos estado nunca allí. Y los dos sabíamos que nos estábamos engañando.

Luego cerraste los ojos y ya no volvimos a dirigirnos nunca más la palabra.

Pues siento esa angustia otra vez.

Dañados

Escrito en Mayo de 2006

En los dos últimos meses he tenido que intervenir en dos casos de intento de suicidio. Es una situación recurrente en la primavera. Eran dos seres humanos muy distintos en edad y situación, una en plena adolescencia y el otro en la madurez. Ambos decidieron – quizás sólo ellos sepan el motivo – saltar al vacio para solucionar sus problemas.

Tuvimos que arreglar sus cuerpos dañados, el tórax, el abdomen y múltiples órganos contundidos por el impacto contra el suelo. Con el esfuerzo de todo el equipo, conseguimos que los dos salieran adelante.

“¿Qué les digo yo ahora?” sueles preguntarte mientras te quitas los guantes y sales a hablar con la familia. Están desolados, angustiados, tristes. Les cuentas que todo ha salido bien y que, con un poco de suerte, pronto tendrán a sus hijos en casa. Pero da igual que los hijos sean jóvenes o mayores. En ambos casos intentas superar la idea de que esa gente, en un instante, ha pasado de una vida normal a cargar para siempre con una pena infinita. “¿En qué nos confundimos?”

Podemos arreglar esos cuerpos dañados y pretender que esas figuras que parecían en buena condición, pero que vistas de cerca contenían grandes grietas internas, vuelvan otra vez a la normalidad. Pero mi duda más grande cuando dejo a la familia y me quedo solo es: ¿Quién arreglará sus heridas invisibles?, ¿Cómo curaré yo las que me produce a mí todo esto?