Metáfora

Los adornos navideños estallan contra el suelo y se rompen en pedazos. El punto de fuga queda bloqueado y, mientras, capturo mi reflejo.

¿Es una metáfora?

Nada más importa

Colgué el teléfono. No sabía si reír. O no. Yo. O fingir que no había escuchando y seguir con mis cosas.

Gustavo no olvida. Nunca. Y me había llamado para vernos. Quería recorrer los mismos sitios que solíamos frecuentar noche tras noche antes de que se marchara a Roma. Una excusa. Tonta y mala. Como siempre. Ambos sabíamos lo que la mentira esconde. Esa necesidad casi obsesiva de acaparar la atención que le es propia. Cuando él quiere, de quien él quiere, como él quiera. Nada más importa.

Lo que no existe

Por un instante, todo se detiene. La imagen del ciclista queda congelada en el momento, para siempre. Y su reflejo también. Cuando lo mires, sabrás que ya no existe. Que ya pasó. Lo que queda es el recuerdo de un instante que nadie más que el fotógrafo tuvo la intención de ver.

Todos estos momentos, incontables, desaparecen continuamente. Nunca volverán.

¿Qué es un año más?

Un año es algo inventado, una forma artificial de agrupar nuestra memoria para podernos contar historias según envejecemos, para recordar el pasado, para hacer fiestas que celebren el avance de nuestras vidas en un tiempo cuya dimensión, habitualmente, a la mayoría se nos escapa.

Por todo eso, y muchas otras cosas, llamamos a la ordenación consecutiva de 365 salidas y puestas de sol un año; por ejemplo 2020.

Los que han acumulado años, como memoria y recuerdos, recordarán una canción interpretada por Johnny Logan en el festival de Eurovisión de 1980 celebrado en La Haya: What’s another year?

Pues eso me pregunto. ¿Qué es un año más?

Estamos dejando 2020, uno de las más desastrosas colecciones de 365 días en muchas décadas. Hemos perdido amigos, familia, conocidos, trabajos, oportunidades. Aún así, la mayoría seguimos sobreviviendo.

Para afrontar el próximo, 2021, hay dos opciones: o cambiamos nuestras expectativas o cambiamos nuestra realidad.

Mientras tanto, a seguir sobreviviendo.

LGDK – 8:00 Starting the day

Ever since I can remember, I hate the sound of alarm clocks waking me up. That is why I prefer waking up to a smooth and warm yet artificial light, gradually increasing in intensity like an encroaching daylight. All 365 days of the year, including weekends, the sun rises in my room when the clock strikes 6.30 am. In reality, it is only 5.40 am, because my alarm is always ahead of time. Fifty minutes early; not a minute more, not a minute less, fifty. I am sure that some soft music would never hurt anyone since I sleep alone, by personal choice of course. But then I would have to decide which music would be best to wake up to every morning, and I don’t feel like making more decisions about mundane aspects of my daily life.

            If I did not have to go to work, I would go back to sleep. Otherwise, once I am out of bed I go straight to the bathroom, always. It is an automatism, completely avolitional. It is the first thing I do in the morning, an irrational act, just like the rest of humanity. I undress, empty my bladder, wash my hands, and afterwards look at myself in the mirror as I attempt to tame my hair, all blonde and tousled, with my damp hands. At this point in time, I am still fuzzy, whether from sleep or presbyopia I cannot tell. I stroke my eyebrows, rub my eyes, trace my face with the tips of my fingers until they rest on my jawline. I don’t know why I do that, I just do.

            I make a living with these hands, which seem rather common. There’s nothing special about them. From time to time, I stare at them as if they don’t belong to me. I stretch them out in front of me and turn them around to look at them from different angles. Five fingers each, palms and backs, with short nails. I hate the sight of long nails on a man, and especially on me. I feel a certain disgust when I see them. They only looked good on de Niro playing Louis Cyphre in New Orleans. “How terrible is wisdom when it brings no profit to the wise, Johnny”. A feature befitting the character.

            My fingers have been in places other human beings would consider unusual, not because they are unknown but because they are nasty. I must confess that it has been pleasurable having them there.

            I am a surgeon….

Traducción y adaptación de Ameera alHasan

Klint se despide de 2018

Gustavo mira de soslayo el calendario, estratégicamente colgado de una pared en su pequeño cuarto de la casita del Trastevere.
Ya casi no queda 2018.
Ahora puede caminar tranquilo por Roma.
Con decenas de muertos en sus manos,
con esa lánguida mirada vienesa,
con Prodi alejado de la política.
Sin Michaella, sin Zron, sin Pietro.

«Caminando en silencio por la calle, sentía
que a mi espalda la gente en susurros decía,
cómo me has engañado y cómo he acabado
de triste y de solo.

Cómo odio que me hablen en tono beato,
me resulta humillante escuchar,
lo odio tanto.

Qué talento sublime para hacer el daño
anida en la gente

Oh Dios mío, qué ganas de volverme y de
gritarle fuerte: Tú, tú, ¿qué puedes saber
de todas mis caídas, de mi loco ayer?

Estúpidos, estúpidos

No, no sabes nada, estúpido.

¿Dónde está, quién es?

No, sólo Dios lo sabe y yo también»

En 2018…

Haré algunas cosas mejor y otras peor
Intentaré cometer menos errores pero cometeré otros distintos
Haré daño
Lo intentaré evitar
Terminaré otro libro de Gustavo Klint
Seguiré sin saber tocar música
Me enfadaré menos
Conoceré más gente
Tendré menos tiempo para unas cosas y más para otras
Aprenderé lo que ignoro
Me creeré menos de lo que sé
Buscaré quien me sustituya
Buscaré a quien sustituir
Reiré
Sonreiré
Lloraré
Echaré de menos
Provocaré
Irritaré
Tendré nuevos proyectos
Amaré rápido
Quizá sea el último
En resumen, viviré hasta donde se pueda.

Cuarenta años

Cuarenta años son ocho veces cinco años. Ese es el tiempo que ha transcurrido desde que, en una soleada mañana de finales de junio de 1977, un avión de la compañía charter británica Monarch inició su rodadura para el despegue por una de las dos pistas del Aeropuerto Transoceánico Madrid-Barajas – ¡qué título tan pretencioso!- con destino al aeropuerto de Luton,.

Un grupo de estudiantes, unos críos, acompañados de un profesor, iban a pasar un mes en Inglaterra, aventurándose en otra cultura, con otra lengua, estudiando todas las mañanas y viviendo en casas y conviviendo con personas a las que todavía ni conocían. Todo eran risas y alegría. Lo normal. Ninguno de ellos sabía que vendría con el tiempo.

Ellos ahora casi ni recuerdan que, a penas dos semanas antes, se acababan de celebrar las primeras elecciones generales desde la muerte de Franco en el 75. Algunos arrastraban la carga ideológica de un falaz período de paz.

Tras aterrizar y pasar los controles fronterizos, un autocar les condujo a través de la campiña inglesa hasta un pequeño pueblo costero de Merseyside: Southport. Conducían al revés. No había sol. El cielo era gris metálico y llovía.

Tras detenerse el autocar junto a un viejo colegio de ladrillo rojizo y suelo de madera, que crujía, como las casas de Poldark, o Davinia, o las hermanas Bronte, bajaron uno a uno y se dirigieron al encuentro de personas extrañas, que se fueron haciendo cargo de cada uno de ellos. Los coordinadores dieron instrucciones sobre los horarios de asistencia a las clases, que empezarían al día siguiente. Luego, cada uno de los pequeños se fue metiendo en un coche y desapareciendo.

No había móviles, no había internet, no había whatsapp. No había ningún cordón umbilical que uniera a los críos con sus padres. No había padres helicóptero. No había miedo pese a que estaban en el extranjero, en Inglaterra, la pérfida Albión.

Entre clase y clase, había risas, competencia, juegos, deportes, muchos «flakes» de chocolate incrustados en los helados, sandwiches de pasta de pescado con pepino y vinagre, fish & chips en cucuruchos de papel de periódico los viernes por la noche, bailes lentos en la discoteca del YMCA, primeros besos, amores huidizos, viajes por el Lake District, por Liverpool – cómo los Beatles podían componer canciones alegres en un sitio tan sucio -. Y por Manchester.

Y lluvia. Mucha lluvia.

Ahora, cuarenta años después, cuando hablamos, seguimos siendo los mismos niños que entonces, dos cabras locas con algunas cicatrices. Pero el tiempo no nos ha estropeado todavía.

La RANM en Harvard: el tercer día

Con el cambio horario, el sueño se desvanece antes de que amanezca. Y el día 31 de mayo no fue diferente.

Era día libre para mi; mientras, los académicos involucrados en el Diccionario Panhispánico de Términos Médicos iban a estar ocupados en una reunión de trabajo con el Instituto Cervantes en Harvard.

Después de escribir algunas ideas y de pasar un par de horas contestando correos electrónicos, decidí salir de nuevo a ver la ciudad.

En el verano de 2016 había estado en una visita breve y, desde entonces, la actividad constructora había crecido desorbitadamente. Y, por fin, el concesionario de Tesla había abierto en el Prudential.

Por la noche, había quedado a cenar Norberto Malpica, brillante investigador y mejor persona con el que trabajé en la dirección del consorcio MVision en Madrid, y con Martha Gray, la directora de MVision por parte del MIT.

Charlamos, nos reímos y planeamos nuevos proyectos. Esto me lleva a recordar que la innovación no es una cuestión de tecnología, sino de personas.

Continuará…

La RANM en Harvard: segundo día

El día 30 de junio amaneció nublado de nuevo, aunque no llovía. Eso iba a hacer mucho más agradable al recorrido previsto por la ciudad.

Tras el viaje y con las seis horas de diferencia entre Madrid y Boston, los ciclos de sueño se habían visto algo alterados. No es infrecuente que uno esté despierto a las 5:00 a.m. Así que a las 9:00 a.m., en el hall del hotel, nadie anduvo retrasado.

En la puerta nos esperaba un pequeño autobús. Nos iban a enseñar la ciudad de Boston y la Facultad de Medicina de Harvard en un vehículo con distintivo tópico para un grupo de médicos y lingüistas españoles de visita a Harvard con la misión de debatir sobre el uso del español médico.

Fuimos subiendo uno a uno, ocupando los asientos, dispuestos a una visita más de Sancho que de Quijote.

La lucha entre el español y el inglés científico es una desigual batalla. Eso también se aplica a la medicina. Estados Unidos detenta la hegemonía en la producción y distribución de conocimiento biomédico y, por ello, resulta fácil entender que el inglés sea el idioma dominante.

Valga como ejemplo que, medida la producción de literatura científica por el factor de impacto, el primer país hispanohablante en la lista es España. Ocupa el noveno puesto. Pero toda su producción es inferior a la de Harvard y el MIT juntos.

Pero continuemos.

Tras abandonar Cambridge, cruzando por el puente de Boston University, atravesamos Brookline, el barrio donde nació JFK y el que tiene, probablemente, el mejor sistema de escuelas de la ciudad, camino de la Longwood Medical Area. Allí está la Facultad de Medicina de Harvard (BMS en la Casa de Dios).

Esta zona concentra algunos de los hospitales y centros de investigación más reputados por su capacidad científica del plantea: Beth Israel Deaconess Medical Center (resultado de la traumática fusión entre el Beth Israel Hospital – también conocido como La Casa de Dios en el libro del mismo título – y el New England Deaconess), Brigham and Women’s, Children’s, Joslin Clinic y Dana Farber. El Mass General (The Man’s Best Hospital según la Casa de Dios), se encuentra alejado hacia el norte, al borde del río Charles.

Longwood Medical Area también concentra la mayor dotación económica para financiar investigación biomédica de todos los Estados Unidos.

Después de la pertinente visita al Cuadrángulo, el jardín alrededor del que se elevan los edificios de la Facultad de Medicina de Harvard, volvimos al autobús y recorrimos Brookline Avenue de camino al centro. Por supuesto, al pasar por delante de la entrada del East Campus del BIDMC – el hospital antes conocido como el Beth Israel – uno volvió su memoria más de veinte años atrás. Y también imaginó al Gordo y a los Gomers siendo transportados por los pasillos de la Casa de Dios.

Boston es una ciudad para caminar. Y lo hicimos. Dejamos el autobús y recorrimos Beacon Hill y el North End y Quincy Market. Hasta que a las 13:00 tuve que despedirme.

Tenía una cita para comer con Miguel Angel Armengol, uno de los miembros de la Unidad de Innovación del Hospital Clínico San Carlos, en Kendall Square. El ha estado trabajando para la Unidad de Innovación desde el BIDMC y el MIT en el campo de las bases de datos anonimizadas para investigación.

La comida tenía por objetivo planificar proyectos y darnos un «hasta pronto». Miguel Angel cambia su residencia y su filiación. Abandona Madrid porque ha tenido la gran oportunidad de incorporarse a un grupo de investigación de Harvard.

Sin embargo, seguirá asociado a mi grupo de investigación en el IDISSC. Y estamos seguros de que la colaboración dará muchos frutos para el Hospital Clínico San Carlos en un futuro temprano.

De momento, tenemos previsto organizar un «datathon» el 1 y 2 d diciembre en Madrid entre el MIT, la UPM y el Hospital Clínico.

Y tras la despedida temporal, sesión de innovación en el MIT: Impact. Nada de lo que se hace aquí carece de propósito. Todo debe llevar a algo. Y presentaron cinco proyectos que no puedo contarles porque para eso están los acuerdos de protección de la propiedad industrial…

Continuará…