Toni Calero

«Me llamo Toni Calero y soy alcohólico»

Cuarenta años después del estreno de Fiebre del Sábado Noche, Antonio Márquez Calero, Toni Calero para los amigos, se atrevía a confesar la realidad delante del grupo de terapia de AA.

«Mi vida es la continuación de la de Tony, no la de John Travolta. Afortunada o desafortunadamente» comentó Calero; y del tirón les soltó un rollo.

«Cierto que me presenté varias veces a las pruebas de La Juventud Baila en Televisión Española. Incluso llegué a bailar Night Fever delante de Jose Luís Fradejas. No tuve éxito. No me cogieron. Pero me dio igual. Me conseguí un trabajillo en los veranos, yendo por las discotecas de los pueblos imitando a Travolta. Eso me sirvió para sacarme algún dinerillo adicional, porque mi trabajo de mozo de almacen no daba mucho. Ahora lo llaman reponedor, creo. Y también me dio para follar.¡Lo que follé! No os lo podéis imaginar. En los pueblos el Travolta tenía un tirón increíble, que yo no podía desperdiciar. Tampoco me conformé siendo un perdedor en el amor. Perseguí a mi Stephanie Mangano, que era secretaria de una ejecutiva de un banco. Y me casé con ella. ¡Qué error! De los dos. A mi Stephanie no le gustaban los hombres. Le gustaba su jefa. Pero por pena, y por su madre que no quería una «bollera» en casa, se casó conmigo. Duramos tres meses. Después de aquello no me repuse. Fui de trabajo en trabajo, sin encontrarme, sin explicarme por qué me pasaba todo eso a mi y no a Tony Manero. A Travolta lo del dinero tampoco le pasó. Lo demás no lo tengo tan claro. Aunque la calvicie la tenemos los dos igual, el se puede pagar a alguien que le dibuje el pelo».

En Hollywood son unos cabrones. La vida en las películas se acaba cuando se acaban y Fiebre del Sábado Noche se acabó cuando Robert Stigwood dio el vistobueno al montaje final que John Badham había hecho antes de salir disparado para dirigir primero Drácula y luego Juegos de Guerra. Y en Youtube, Tony Manero sigue hipnotizado con su magnífico pelazo al viento de un secador, Stephanie Mangano dándole calabazas y Farrah Fawcett con su póster de mirada lujuriosa.

Nota del autor: El protagonista es un personaje de ficción y cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia

Anti-aging

Tengo un conocido absolutamente motivado en la lucha contra el envejecimiento y la cronicidad. Y aún más contra la fragilidad. Contra la suya, para ser preciso.

Acaba de entrar en la cincuentena y en su cumpleaños me dijo, «no quiero asistir pasivamente al deterioro irremediable de mi cuerpo, esa fuente inagotable de placer». Propio, pienso yo para mis adentros. Ese cuerpo que, a su entender, llevó a tantas y tantos al pecado, aunque sólo fuera en pensamiento o palabra. El, que es muy liberal, incluye en su concepto de placer los «que te den por culo» de cuantos han estado bajo su responsabilidad en sus múltiples trabajos. Porque es un incapaz. Y también de sus superiores, por increíble que parezca. Pero mi amigo, que es muy suyo, todo lo genital lo disfruta igual.

En la cruzada por el bienestar y la salud ha pasado incontables horas viendo muchos programas de canales temáticos y leyendo muchas revistas de fitness. Sigue las recomendaciones como si fueran dogma. También ha comprado el mejor material para convertir su cuerpo en una máquina de crear salud; en Estados Unidos, por supuesto. Tiene ropa interior personalizada a sus medidas, para evitar rozaduras, mallas, camisetas inteligentes y zapatillas de ultradiseño.

Así que todos los fines de semana se levanta temprano. Como vive sólo, no molesta a nadie. Enciende las luces de la habitación y se enfrenta, frente al espejo, a su propio y autodenominado glorioso cuerpo desnudo.

«¿Todo esto es mío?» suele preguntarse presuntuosamente, mientras torsiona parcialmente su tronco, a la vez que se pone de puntillas. Le estiliza.

Como nadie le escucha no hay problema de que le tachen de exhibicionista. Ni de egocentrico. Ni siquiera de imbécil. A continuación, verifica que el vello no le ha crecido. Se rasura meticulosamente cada dos días. No quiere que eso le reste velocidad. Por la resistencia aerodinamica. Para él, la calvicie, además de un símbolo, es una bendición que optimiza sus coeficientes de rozamiento.

Religiosamente, y sin perder de vista el espejo, va enfundándose todas las prendas que necesita. Al acabar, se sienta en la cama, se coloca sus zapatillas ASICS GEL MAX PULSE AIR PRO RUN FUJI PREDATOR IV y, después de asegurarse de que no olvida las llaves de casa, se baja a por churros.

En el vestuario

No se sorprenderá nadie si les cuento que nado. Es una buena manera de mantenerme en forma.

Sí, diariamente hago ejercicio desplazándome durante más de una hora en un fluido tibio, porque es una piscina de invierno, compuesto por H2O, cloro, urea y creatinina. Se han dado casos en los que va añadido algún medicamento, incluso psicotropos. Ya se sabe que el calorcito en el periné tiene efectos diuréticos potentes.

Suelo recorrer unos 2.000 metros por sesión, de 25 en 25. Metros. De una pared a otra, siguiendo una línea negra. Llego, toco, doy la vuelta y miro a la pared de enfrente. Y empiezo de nuevo, brazada a brazada.

Les mentiría si les dijera que me cuesta, porque no es así. De hecho, es volver a mi infancia. Un amigo dice que es como meterse en el útero materno. Pero es que el está muy enmadrado. Lo mío tiene que ver con que, entre los 5 y los 18 años, me dediqué a nadar y competir. En verano entrenaba en las piscinas que el extinto Banesto tenía en Pinar del Rey, no te lo perdono Mario Conde, y en invierno en la Conce, polideportivo del Barrio de la Concepción.

¿Mis pruebas preferidas? 100 y 200 libre, 200 estilos y 100 y 200 mariposa. Aunque en mis comienzos lo que solía entrenar eran los 100 braza. De espalda no me gustaba nadar. No sé por qué, quizá por no perder de vista la pared. Nunca sabe uno con quién se va a chocar uno al llegar, en los entrenamientos.

Pero mi gran problema no es nadar, ni el cansancio, ni pasar mucho tiempo en la pileta. Mi problema es la presbicia en el vestuario, algo a lo que no prestaba atención en la adolescencia. Como decía Berto, los vestuarios de las piscinas son humilladeros. Especialmente para los nadadores. Los que bajan del gimnasio vienen vasodilatados. Y aprovechan para pasearse despendolados. Pero los que salimos del agua venimos vasoconstreñidos y con los cremásteres como cuerdas de guitarra. A los de 50 nos da todo igual. What you see is what you get. Pero a los que no llegan a los 30 les ves haciendo piruetas para intentar cambiarse el bañador sin que se note que se les ha quedado pequeña. Adoptan posturas imposibles y penosas. Pero seguro que no les importa.

Bueno, esto tampoco tiene que ver con mi problema. Mi problema es que las taquillas se cierran con un candado con tres ruedecitas que contienen unos números. Cuando se alinean los números en un determinado orden se abre el candado. Cuando se descolocan, se bloquea. Y es por esto, precisamente, y por mi presbicia que, al volver de la ducha, repetidamente, no acierto a revertir el código de apertura. Mi vista cansada y el diminuto tamaño y contraste de los números me impide hacerlo.

Pruebo con todo lo que puedo. Primero con el tacto. Después con el agujero estenopeico que construyo con mis dedos arrugados. Cuando no me queda más remedio tengo que pedir ayuda, lo que no resulta nada cómodo en el vestuario de una piscina. Gente con ojos rojos, piel arrugada, y bañadores de lycra.

A veces me dan ganas de gritar ¿Quién es miope? Porque sé que para ellos es fácil entender lo de ver de cerca. Y además, con la excusa de su vista corta, tengo la oportunidad de explicarles el problema sin tener que decirles «ábreme el candado, por favor».

Háblame de la «mili»

Los hombres españoles de una cierta edad, cuando nos juntamos, hablamos de los días que pasamos prestando el Servicio Militar (la mili) en algún lugar del territorio nacional. Debe ser por algo. La experiencia no nos abandona nunca.

Yo me incorporé relativamente tarde. Acababa de terminar la carrera de medicina y ni me preparé el MIR; en Enero de 1989 entraba como primer remplazo del Regimiento de Artilleria de Campaña Nº 11 (RACA 11) en el acuartelamiento de Vicálvaro.

¿Recuerdan? La Vicalvarada. En 1854, las tropas del general Leopoldo O’Donnell, si el de la Calle O’Donnell, se levantaron contra el gobierno en Vicálvaro. La insurrección trajo el «bienio progresista» durante el reinado de Isabel II. Ahora el recinto es la Universidad Rey Juan Carlos, previo traslado, en la primavera de 1989, del acuartelamiento a otra ubicación en Fuencarral. Justo frente a los estudios de Telecinco. Ahora el RACA 11 está en Burgos.

Para una persona como yo, tan resistente a la disciplina, ir voluntario no había sido una opción. Ir a la milicia universitaria tampoco. Lo hice porque no me quedó más remedio. Y ahí empezó mi brillante carrera «chusquera».

Sin verlo venir, de una manera meteórica, me convertí en Cabo y luego en Cabo Primero, conductor de TOA (transporte oruga acorazado), calculador de la mesa de tiro de los ATP 203-M110 (eso sí que era un cañón y no lo de Nacho Vidal, ni asociándose con Rocco Siffredi), médico del Grupo II, fui mencionado en la Orden del Día por Santa Bárbara por algo que pasó durante unas maniobras en Zaragoza y que no les voy a relatar, pero, sobre todo, fui miembro del escuadrón de tiro.

Mi acceso a este grupo de élite es digno de cualquier película española de la época. O de algún director italiano.

Mientras hacía la instrucción, en el mes de Febrero de 1989, nos llevaron a una base en la sierra madrileña, muy cerca de Colmenar Viejo. Teníamos que pasar todo el día allí realizando unos ejercicios de instrucción y tiro. Yo iba todo compungido, como siempre esos días. Lo que estaba haciendo iba contra mis naturales instintos. Pero no quedaba otro remedio. Totalmente vestido de verde, cargaba con una mochila a la espalda, un casco de Kevlar y un CETME. El cielo era gris, plomizo, y llovía. Bastante. Así que todos íbamos cubiertos por un chubasquero, también verde. Ya saben que en estos sitios, «one size fits all». Daba igual lo que midieras, la prenda era igual para todos.

Soy de corta estatura. Bajito es la manera cariñosa de llamarlo. Así que el chubasquero me arrastraba por el suelo, sin poder evitarlo. No había posibilidad de remangármelo. Esto entorpecía algo mis movimientos. Especialmente cuando nos hicieron subir a una pequeña colina.

De repente, empezaron las órdenes.

– Tenéis que bajar corriendo esta colina. Cuando lleguéis abajo, os tiráis al suelo.

-¡Sí, señor! – respondimos todos al sargento.

– ¿Veis los puestos de tiro?

– ¡Sí, señor!

– Pues desde ahí tenéis que apuntar y disparar a las dianas que tenéis enfrente.

Y así ocurrió. Fueron dando la salida en grupos de cinco. Uno tras otro, los reclutas bajaban a la carrera, se tiraban al suelo, apuntaban al blanco y disparaban. Después de cada grupo, un cabo primero se acercaba y verificaba la puntería de los reclutas. Hasta que le tocó a mi grupo.

– Reclutas, ¡Adelante! – fue la señal de salida.

Empezamos a correr sin control. Cuesta abajo, con el suelo resbaladizo y el chubasquero hasta los pies, fue cuestión de tiempo que me lo pisara, tropezara y fuera a caer, afortunadamente de bruces, en el puesto de tiro, en posición idónea para disparar, lo que hice sin solución de continuidad. Había tenido la mala fortuna de que se me desplazara el casco hacia adelante, con lo que mi visión de la diana había quedado completamente bloqueada, y en la caída había pasado la forma de disparo de mi fusil a ráfaga.

Sonó como si todos los Navy Seal se hubieran confabulado para vaciar sus cargadores contra mi diana. Su color blanco central se fundió a negro, sin que yo hubiera tenido la más mínima voluntad de hacerlo.

Sus miradas me asustaron. «Me levantan consejo de guerra» pensé. Al menos, me quitarían los permisos y encerrarían en el cuartel. Pero no. Para mi sorpresa, me dieron la enhorabuena y me anunciaron que entraba a formar parte del grupo de tiradores de élite del Regimiento. Había agrupado todos los impactos en el centro de la diana.

Y así todo. Siempre termino haciendo lo que no quiero…

Whoa, sex!

Decir que la vida de Giorgios Kyriacos Panayotiou es parte de mi vida sería mentir. O mejor dicho, sería un completo “overstatement”, una exageración.

Daría demasiada importancia emotiva al hecho de que ambos hubiéramos nacido con menos de un mes de diferencia, a unos 2000 km de distancia y que, por tanto, compartiéramos bastantes claves y referentes culturales. O sobrevalorar mi capacidad para mantener grabadas en la memoria todas las letras de sus canciones, que no sólo puedo recitar sin el menor esfuerzo, sino reproducir mentalmente las imágenes de los vídeos con las que se corresponden. Al fin y al cabo, crecí en los tiempos gloriosos de la MTV.

Lo admito, resulta enternecedor, cándido, y en gran medida “hortera”, buscar un sentido de la vida propia en la vida de una megaestrella del pop, hasta tal punto de que, cuando muere, porque las megaestrellas tienen que morir y melodramáticamente, te impulse a reflexionar sobre el significado de tu existencia.

Esa sintonía semántica entre admirador e imagen del admirado también podría ser el resultado de una imperfecta socialización adolescente, con el déficit emocional pertinentemente sobrecompensado, y sus desengaños amorosos, o con el sentimiento juvenil de inadecuación, resuelto mediante la asimilación con un patrón oro. Dicho de otra manera, él representaba quien uno querría ser.

El caso es que la muerte del Sr. Michael el 25 de diciembre de 2016 me ha enfrentado conmigo mismo, voluntaria e involuntariamente. Me enteré del fallecimiento antes de que acabara el día, por un tuit de “breaking news” de la cuenta de la BBC. Y lo comenté a mi familia que, aún incrédulos, me dieron el «pésame» porque, con la muerte de George Michael a los 53 años, desaparecía el dulce pájaro de juventud que me sobrevoló entre 1984 y 1987.

La primera vez que escuché a Wham! teníamos casi 21 años. Los dos, el Sr. Michael y yo. Era la primavera de 1984 y el Gobierno de Felipe González no lleva ni dos años en el poder. La canción, Club Tropicana («where strangers take you by the hand,
and welcome you to wonderland…»), se presentaba con un vídeo que promocionaba el hedonismo ibicenco. En la portada del álbum aparecía un tipo notablemente bronceado, sonriente, con un anillo dorado en la oreja izquierda, vestido de blanco inmaculado, junto a Andrew Ridgely. Un dúo que mezclaba música, chicas en bañador, placer y playa no era una mala apuesta para su agente, ni para Sony, ni para la MTV, aunque se intuía lo artificial. No hacía falta ninguna declaración para entender la historia detrás de la imagen.

Yo era un estudiante de Medicina que se dedicaba a trabajar durante los veranos como socorrista en una piscina. Había sol, agua, bañadores, carne expuesta… Pero difícilmente podía aspirar al éxito del que gozaba el Sr. Michael a tan temprana edad; ni después; ni siquiera en el mejor sueño de los yuppies del thatcherismo, o en las novelas de Bret Easton Ellis, otro coetáneo, uno podía disfrutar de tanta sensación de libertad. Después de todo, España llevaba metida menos de 10 años en la Transición.

Y, de repente, surgió la madurez forzada. El solo de saxo de Careless Whisper no apuntaba nada bueno («To the heart and mind, ignorance is kind, there is no comfort in the truth, pain is all you find…»). Había que entender la historia detrás de la imagen: el sexo y el sentimiento de pérdida. Era muy evidente que George Michael era homosexual. Pero parecía que él no lo tenía tan claro. La bisexualidad da mucho más juego.

Intencionalmente, sin duda, el Sr. Michael explotó un talento especial para transformar la provocación del sexo en una potente herramienta de marketing global antes de la llegada de internet.

¿Quién, con 24 años, se había atrevido a componer, producir, tocar todos los instrumentos y cantar una canción que llevara por título «I want your sex» (con tres partes)? ¿Quién no recuerda a Eddie Murphy entrando en un bar de strip-tease de Beverly Hills, mientras sonaba una lúbrica melodía interpretada por George Michael?

Era 1987. Había llegado el hedonismo a la «beautiful people» también en España.

El impacto fue devastador; incluso para un joven español de veinticuatro años de turismo por el Reino Unido. Una noche, con un gin-tonic en la mano, estaba forzando al máximo mi capacidad para la conversación con dos chicas inglesas (english roses, turn-up noses), porque la mayoría de los mortales si no hablamos estamos perdidos. Pero pese a dar lo mejor de mi, nada pude hacer para retener su atención cuando en las pantallas de vídeo de un bar de Southport sonó «Whoa! Sex!», mientras George Michael cruzaba los antebrazos formando una X delante de su rostro.

El Sr. Michael sufrió los efectos. Le duraron hasta el 25 de diciembre de 2016. Yo también. Pero eso lo contarán en unas memorias no autorizadas.

La Casa di Patty

– ¿Me vais a contar algo?

– Deja de quejarte – dijo Chiara

– No me estoy quejando – contesté sin levantar la voz – Simplemente quiero saber qué hago en esta situación y por qué vamos de un lado a otro de Roma.

– Eres libre para marchar cuando quieras – me contestó Michaella

– ¿Irme? ¿A dónde?

– Puedes volver al hotel, recoger tus cosas y dirigirte a Fuimicino para tomar tu avión a Madrid – me dijo Pietro, volviéndose hacia la izquierda para mirarme fijamente, desde su asiento delantero. Su rostro esbozaba una medio sonrisa que me hacía desconfiar.

– ¿Seguro?

– Seguro que puedes. Lo que no estoy seguro es de que llegues vivo a la puerta de embarque – y explotó en carcajadas.

Michaella conducía de memoria. No necesitaba indicaciones. Y Pietro y Chiara parecían confiar completamente en ella. Eso me hacía reforzar mi sospecha de que todo aquello no era un asunto circunstancial, sino que los tres lo habían planeado todo. O al menos sabían lo que estaban haciendo y qué iba a pasar.

Cuando quise darme cuenta, subíamos por la Vía Cavour en dirección a la Piazza dei Cinquento y Roma Termini, pero giramos a la derecha antes de llegar. Nos metimos por la Vía Napoleone III y Michaella detuvo el coche ante el portal de La Casa di Patty, un hotel tradicional con una gran puerta de madera de roble, enmarcada entre dos columnas de granito que sujetaban un estrecho balcón de piedra. Ese aspecto tan tradicional romano contrastaba con la deteriorada y ramplona decoración de las dos pequeñas tiendas que lo flanqueaban.

Bajamos los cuatro a la vez, Michaella cerró el vehículo y, después de atravesar la puerta de madera entreabierta, nos dirigimos a la recepción. Era tarde y todo el personal se reducía a un hombre de mediana edad, vestido de negro, jugueteando con el ordenador tras un mostrador de mármol. No hizo ni un gesto al vernos.

– Buenas noches Don Pietro.

– Buenas noches Tomasso. Encárgate del coche.

– Inmediatamente – y aquel hombre inició una carrerita hacia la calle.

– ¿La habitación? – preguntó Pietro.

– La de siempre – contestó discretamente el recepcionista, alejándose.

Pietro fue hacia el ascensor, le siguieron Chiara y Michaella. Y después, yo.

Continuará…

Dolce & Gabbana

Nos sobresaltó el golpeteo melódico de un teléfono sobre la pequeña mesa que había junto a la puerta de la cocina. El terminal iba desplazándose con la vibración y amenazaba con caer, pero Pietro, que estaba al lado, con el plato humeante en la mano, se las arregló para cogerlo a tiempo y contestar. Yo, prácticamente desnudo, y Chiara y Michaella en silencio desde el sofá, le observábamos como en una decadente composición de un anuncio de Dolce y Gabbana.

Pese a mis esfuerzos por seguir la conversación, la velocidad con la que hablaba Pietro me impedía entender el motivo de su enérgica reacción. Daba gritos a quien estuviera al otro lado y agitaba su mano derecha, con los dedos juntos en forma de pirámide apuntada hacia su pecho.

Me empezaba a sentir angustiado, mucho, secuestrado virtualmente por las tres personas que me acompañaban, pero sin que fueran ellos quienes me retenían. Lo hacía mi miedo a dar un paso en falso y que lo que Michaella me había contado fuera cierto. Hay que ser un imbécil o un inconsciente si después de haber manipulado a los políticos italianos para que derrocaran a Prodi y que, en un incidente en el que sólo había sido testigo, hubieran muerto varios miembros de un grupo próximo al todopoderoso Cavaliere, uno no percibiera un inminente riesgo vital.

– Vístete, ¡deprisa! – me gritó Pietro

– ¿Por qué? – pregunté innecesariamente

– Tenemos que irnos ya. Vienen a por nosotros

Fui al baño, cogí la ropa y me la fui poniendo mientras Chiara me empujaba para que saliera a la escalera. Bajamos a trompicones y, una vez en la calle, corrimos hasta el coche guiados por Michaella.

Continuará…

Una mentira perfecta

– ¿Me estoy perdiendo algo? – resonó la voz de Pietro desde la cocina

– ¿Qué tal si me dais una explicación? – respondí preguntándole, recriminándole.

Chiara aprovechó para escurrirse de entre mis brazos. Me giré para seguirla con la mirada según se tumbaba en el sofá, apoyando su mejilla derecha en el regazo de Michaella, que permanecía confortablemente sentada, y flexionando ligeramente las rodillas para caber a lo largo. Pietro salió de la cocina con un plato humeante en la mano izquierda y un tenedor en la derecha. Aquella comida, contuviera lo que contuviera, centraba su atención. No retiraba ni desviaba la mirada, ni por mi ni por nadie. Sería la seducción del olor, que prometía un sabor gratificante. Mientras, me sorprendía que siguiera impecablemente vestido y peinado, como siempre, incluso después de matar a sangre fría y escapar corriendo. Yo, en cambio, estaba prácticamente desnudo.

– Eras tú el que me envidiabas porque te tenía – me respondió Michaella con las palabras de mi despedida en el Grand Hotel de la Minerve – Ahora te tenemos los tres. Puedes salir, marcharte, volver a Madrid o dar la vuelta al mundo si quieres. Pero ya no puedes escapar de nosotros.

Era el cazador cazado. O el seductor seducido. ¿Cómo podía haber sido tan cándido para caer en una trampa tan simple? Una mentira perfecta.

Continuará…

Mi secuestro

Salí del baño desnudo, chorreando y restregándome con una toalla blanca que casi no secaba, con el pelo revuelto y la mirada perdida. En ese preciso momento no me importaba nada lo que ocurriera al resto del mundo. Me bastaba con lo mío: no retrasarme en el regreso a Madrid y tener éxito en mi misión. Por eso no dejaba repasar mentalmente las opciones, aunque podría ser que los últimos acontecimientos interfirieran en ambos asuntos.

El piso estaba inundado de silencios. Ninguno de mis tres acompañantes se esforzaba en pronunciar una palabra para comentar nada. Aquello parecía casi un secuestro. ¿Mi secuestro? No había reparado en ello.

– ¡Tenías que hacerlo! – escuché el reproche de Michaella.

– ¿Hacer qué? No sé de qué me hablas – contesté después de enroscarme la toalla alrededor de la cintura.

– Ahora estarán buscándote. Te culparán de las muertes de sus amigos

– ¿A mi? No puede ser. Fueron Chiara y Pietro los que dispararon – repliqué como si estuviera comentando algo cotidiano.

– ¿Estás seguro? Y eso ¿quién lo sabe?

Y tenía razón. Sólo quedábamos tres testigos de los hechos. Pero si ellos no sabían que yo estaba allí..

– Pues no veo la forma ¿Cómo pueden relacionarme a mi con ese lugar y esos hechos? – pregunté inocentemente.

– ¿Tú crees que alguien conectado con Il Cavaliere va a una reunión sin informar a sus superiores?

– Pero fuimos allí por casualidad. Nadie, salvo Pietro, sabía que íbamos a la Ostería.

– Salvo Pietro. ¿Y yo? – apuntó Chiara, que se había acercado sin yo verla, por mi espalda, y me había puesto las manos en los hombros. «¿Habían hecho todo aquello a pesar de mi? ¿O por mi? ¿Para tener un excusa que me retuviese?» Lo de mi permiso sabático era secundario. Me empezaron a preocupar otras cosas.

Me di la vuelta, rápidamente. Le sujeté por la cintura, con fuerza. Forzó la inspiración y me desafió con la mirada.

Continuará…

Due Ladroni

Me vi arrastrado por Pietro y Chiara hacia la puerta. No opuse resistencia, quería salir de allí aunque no supiera hacia dónde. Ella abrió y ambos me empujaron en el asiento trasero de un coche que estaba aparcado a un par de metros. Cada uno se metió por uno de los lados del vehículo y me dejaron en medio.

El coche arrancó. No me había dado cuenta de que al volante había alguien a quien conocía.

– Hola querido doctor Klint – dijo Michaella, mirándome por el retrovisor.

– ¿Tú tambien, Michaella? – pregunté, como el César a su preferido al ser apuñalado.

Salimos a la Vía del Babuino y de allí a la Piazza del Popolo. Me sentía mareado, con ganas de vomitar. Los vaivenes y cambios bruscos de carril a la que nos sometía la agresiva conducción de Michaella no hacían más que empeorar la situación. Tomamos la Vía di Rippeta, dejamos a la izquierda el Mausoleo di Augusto y nos detuvimos a la altura del 141. Chiara y Pietro me sacaron del coche y sin decir palabra, Michaella continuó.

Estaba sudando, pero tenía frío. Me sentía muy mareado, tan mal que no sabía cuanto tiempo podría contenerme. Inspiraba profundamente para intentar compensar las náuseas, pero sin éxito. Vomité en la acera.

– Gustavo, no sabía que eras un espíritu tan sensible. ¿Te molesta la sangre? – rió Pietro

– Mientras no sea mía no tengo problema. Pero me mareo en los coches si no conduzco, ¡joder! – y extendí la mano esperando un pañuelo. No me hicieron ni caso.

Pietro marcó un código en la cerradura electrónica en una puerta de madera verde, en un edificio de cuatro plantas, de color grisáceo, salpicado de largas y estrechas ventanas cubiertas por persianas de madera de doble hoja. Sonó un engranaje y se liberó el cierre. Chiara empujó. Entramos. Me subieron casi a rastras hasta el primer piso, por una escalera que crujía cada vez que pisábamos un escalón. Al final, entramos en una gran habitación con una enorme cama con un cabecero de hierro forjado y un sofá. Parecía que aquel era nuestro destino esa noche.

– Desnúdate, hueles a vómito.

– Sí, doctor Klint, apestas – agregó Pietro

Me quité la chaqueta, la camisa y la corbata. Luego busqué un sitio donde dejarla y encontré un baño. Allí me metí y me propuse lavarme la cara con agua fresca y limpiar las manchas de vómito de la ropa de la que me había despojado con un poco de jabón y abundante agua. Al abrir el grifo, las tuberías sonaron como si fuera la primera vez que eran usadas. Eso me impidió escuchar que alguien más había llegado. Sólo al salir supe que ya no éramos tres, sino cuatro. Michaella se había unido a nosotros.

– ¿Quieres comer, Gustavo? – me preguntó Michaella.

– No, gracias – contesté con una mueca de asco.

– Pues yo sí – dijo Chiara

– Pediré algo al Ristorante Due Ladroni. Están aquí al lado, en la Piazza Nicosia – replicó Pietro. Sacó el teléfono y marcó un número.

Su actitud debería haberme extrañado, pero no. No sólo no sentían miedo o remordimiento después de haber matado a toda aquella gente, sino que se les había abierto el apetito. Eso sí, Pietro y Chiara habían asesinado a sangre fría sin perder ni un miligramo de elegancia.

Decidí volver a encerrarme en el baño. Una vez dentro, me desnudé y me metí en la ducha. Abrí los grifos y las tuberías volvieron a gritar. Los chorros que caían encima de mi cabeza eran intermitentes, pero de intensidad suficiente para limpiarme por completo. Me restregué el jabón por el pelo. Luego me enjaboné entero. Sentía el impulso irrefrenable de depurarme, después de todo lo que había pasado. Y sin que tuviera sentido tampoco, empezó a preocuparme que la estancia en Roma se alargara inoportunamente. Mi permiso sin sueldo como profesor visitante en Tor Vergata se estaba acabando.

Tampoco me sorprendió la velocidad con la que mi cerebro superó la tragedia ajena y pasó a centrarse en mis pequeños asuntos personales.

Continuará…