Klint y la navaja de Ockham

En la Piazza Navona había obras, como es normal en Roma. Y entre los materiales, de manera discreta, me había citado con un miembro del círculo íntimo de Il Profesore.

– Pensé que te habías asustado y no vendrías – me susurró con un suave acento romano, a la vez que me arrastró por la chaqueta para apartarme de un foco que, con una luz de tono marfil, iluminaba el lugar.

No era conveniente que nos vieran juntos.

– Perdona el retraso. Me retuvo un asunto personal. Nada importante – me disculpé.

– Voglio trasmettere la gratitudine de Il Profesore. Lui non la fa più – me respondió. Inmediatamente, me aprisionó la cara entre sus grandes manos y me dio un beso en la frente.

Me quedé sin palabras ante tal muestra de agradecimiento. No sólo por la familiaridad, aunque no era la primera vez que nos veíamos, sino por su belleza. Esta vez, a media luz, me pareció todavía más guapo que en los encuentros previos, mientras urdíamos el plan. Reconozco que, en esta ocasión, sentí una cierta envidia, que me impidió responder apropiadamente a su gesto.

El iba totalmente vestido de negro, de Armani con toda seguridad. Yo de Zegna. Era enorme, más grande que yo, casi dos metros de músculo y hueso. Tan acostumbrado estoy a fijarme en lo feo, en lo morboso y enfermizo del cuerpo humano, que admirarle de cerca me reconcilió con la naturaleza. Pero sólo brevemente.

La reunión en el Senado y la caída de Romano habían causado mucho daño en las filas del gobierno, y especialmente entre los miembros de los partidos que formaban la Unión. Así lo había planeado e intentado ejecutar en mis entrevistas a los senadores durante sus revisiones médicas rutinarias en la consulta de un famoso hospital. En esas consultas había identificado a aquellos susceptibles de aceptar, primero, y asumir, después, la idea de la traición a Prodi, ignorando que el efecto sería una pérdida inmediata de poder para su propio grupo. Había infectado a los susceptibles.

Un caso que atrajo especialmente la atención de mi etrusco interlocutor fue el de Tommaso Barbato, senador de Populari UDEUR. Al terminar la votación, se fue directo hacia Nuccio Cusumano, su compañero de partido, insultándole y escupiéndole por haber respaldado con su voto a Prodi.

Lo que todos ellos desconocían era que Il Profesore había estado reunido con Giorgio Napolitano la noche anterior. Los dos parecían muy contentos ante el futuro desastre.

Aquel hombre que me miraba con admiración, tan bello pero inocente, no había tenido en cuenta que todos los seres humanos, llegado el momento – cualquier momento- somos unos hijos de puta.

Y como esa era la explicación más sencilla, también era la más probable para dar sentido a lo que había acontecido en el Senado.

Gracias Guillermo de Ockham.

Continuará…

Nota del autor: Basado en hechos reales, aunque la coincidencia entre lo descrito y lo sucedido puede ser mera coincidencia.

El mundo para Klint es insuficiente

Me di la vuelta y continué por una pequeña calle, a la izquierda de la Piazza della Rotonda, con dirección a la Piazza Navona, regocijándome, como un puerco en el fango, con el recuerdo del tremendo éxito que mi intermediación tuvo en el Partido Democristiano. Sólo hablé con las personas adecuadas y les ayudé a entender que ellos estaban llamados a definir una nueva ruta hacia el destino que querían perseguir.

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No necesité meterme en demasiados cerebros para una misión tan sencilla. Fueron cuatro viajes a Roma desde Madrid para asegurarme el control de unos pocos desertores. Casi como un hígado graso se deshace ante la palpación descuidada durante la liberación de los ligamentos que lo fijan en su posición en el hipocondrio derecho, el gobierno de centroizquierda de Romano Prodi se desmoronó.

En «la vida privada de Gustavo Klint», sembrar el pánico es un ejercicio sencillo en el que nunca participa un gran ejercito. Yo me encargo. Lo mismo que cuando hay que cambiar una decisión política, o inclinar un gran contrato o una concesión en determina dirección. O en la contraria. Tampoco me resulta difícil destrozar una amistad o un matrimonio. O una empresa, que para el caso es lo mismo. Sólo tengo que seducir a quien está dispuesto a dejarse convencer para unirse a una nueva idea o causa, ya sea un acto criminal, una experiencia sexual o un cambio de ideología. O de voto.

Todo grupo humano tiene su justa dosis de desequilibrados, amargados y traidores. Insatisfechos en general, que no saben que la felicidad es el diferencial entre las expectativas y la realidad. Esos que no saben ni bajar las primeras ni mejorar la segunda. Pero yo, con mirarles y tocarles, se distinguirlos y acceder a ellos. La cualidad que me hace destacar entre los que compiten en el mismo servicio es mi garantía de un trabajo perfecto; y sin riesgo de ser descubierto, para quien lo paga.

Soy hijo único, de una familia austriaca de la élite académica, lo que me diferencia de Prodi que, aunque también pertenecía a una familia universitaria, es el octavo de nueve hermanos. Es más, cuando yo nací, Romano ya estaba dando clase en el Instituto Lombardo de Estudios Económicos y Sociales en Milán.

Sinceramente, no es lo mismo educar a un niño que a nueve. En este caso, la atención hay que repartirla entre todos ellos. En el mío, yo era el dueño y señor de todo mi mundo conocido. Esta circunstancia, sin duda, condicionó el desarrollo de mi personalidad.

Desde que recuerdo, nunca me fue necesario expresar deseos. Los que me rodeaban se adelantaban a mi. Me bastaba con pensar lo que quería y, casi de manera mágica, se hacía realidad. Mis padres no eran culpables, no me malcriaron comprándome cosas que yo no quisiera para recompensarme si no me gustaba la comida o no podía dormir. Ni siquiera estaba en su voluntad sobornarme para que obtuviera las mejores notas en mis estudios. Fui yo el que aprendió, casi desde la cuna, a transferirles mis pensamientos para que ellos los sintieran como propios…

Continuará…

La vida secreta de Gustavo Klint

– Te envidio porque me tienes – fue todo lo que dije. Y me marché. No sabía el motivo por el que había pronunciado esa frase. Aparentemente, no tenía ningún sentido en ese momento en el que desfilaba hacia la puerta del Gran Hotel de la Minerve.

Pero me salió así. Seguramente, sólo pretendía mantenerme en su cabeza. Si quería conocer «La vida secreta de Gustavo Klint» tendría que hacer algo más que preguntar. Demasiado barato. Una promesa por cumplir no me parecía una tasa suficiente alta.

Gotta me hoping you’ll page me me right now, your kiss.
Gotta me hoping you save me right now.

Me sentía tranquilo mientras me dirigía por la Via della Minerva hasta la Piazza della Rotonda. Allí me detuve unos minutos para contemplar el Panteón, tan antiguo y tan sólido a la vez. Me vino a la memoria el recuerdo de aquella otra fría noche del mes anterior, el 22 de Enero de 2008, en la que me topé con Romano Prodi y Giorgio Napolitano. Casualmente. Me sirvió para confirmar que mi plan avanzaba.

Ambos, el Primer Ministro y el Presidente de la República italiana, conspiraban junto al Panteón, rodeados por varios agentes de su servicio de seguridad. Al día siguiente se votaría la moción de confianza en el Senado.

Mi misión había muy simple en aquella ocasión. Me tenía que asegurar que el día 23 de Enero el Primer Ministro de Italia, Romano Prodi, presentara su dimisión al Presidente, tras haber perdido la votación. Serían 156 frente a 161 votos. Y una abstención.

Yo mismo me encargué de susurrarle la justificación a Clemente Mastella: «Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce«.

Continuará…

Nota del autor: Basado en hechos reales. Algunas de las expresiones se pronunciaron realmente por los mencionados.

No me llames Dolores, llámame… Meralgia

La historia de mi vida comienza con mi bautizo; o mejor, en el bautizo que no se celebró.

No me entiendan mal, mi nacimiento fue muy importante para mis padres, por no decir para mi misma, aunque de esto no fui consciente hasta que no sobrepasé la adolescencia, como le ocurre a cualquier otra persona. Pero no fue distinto al de otras niñas en la España de los años setenta.

Lo que resultó diferente fue el intento fallido de mi incorporación a la comunidad católica. Y todo porque me llamo Meralgia. Ya, sé que no es un nombre común, ni mucho menos cristiano, pero mis padres se enamoraron del sonido antes de concebirme y se juraron que a su primer hijo le llamarían así.

Como quiera que un espermatozoide con el cromosoma X, de mi padre, fecundó un óvulo, de mi madre, se cumplió la promesa, para disgusto del sacerdote que intentaba darme la bienvenida derramando agua sobre mi cabecita.

Fue así como mi nombre dio lugar al primer incidente notable de mi existencia, unas semanas después de coronar en la sala de partos. El cura se negó a darme el bautizo. No iba a marcar a la pequeña niña con el nombre de Meralgia. No en su parroquia. Y mis padres se negaron a que me nombraran María.

Ni siquiera Meralgia María.

Dios es amor, pero no lo fue en mi caso. Y todo por llamarme Meralgia en vez de Dolores.

Continuación (6/12/2016) Continuar leyendo «No me llames Dolores, llámame… Meralgia»

Presentando a Gustavo Klint en la Feria del Libro

Y llegó el día. En un caluroso 11 de Junio de 201, las historias de Gustavo Klint me llevaron a la Feria del Libro de Madrid. En el Retiro.

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Hace años que Gustavo apareció en mi primer blog, dentro de la plataforma de Diario Médico. De hecho, llegó a tomar mando del mismo, dedicándose por igual a editar textos que a escribir sobre sus cosas, historias e ideas. No era de extrañar, porque cuando al doctor Klint le sale el austriaco que lleva dentro se le descubre una cierta tendencia a la autocracia.

Pero en la primavera de 2015, Jose María de la Torre me ofreció la posibilidad de contar algunas de las historias antiguas, y otras nuevas, de este raro colega. El promotor del encuentro que derivó en la conversación sobre la publicación fue Nacho. El también es el culpable de la elección de la portada. Y ésta, sin lugar a dudas, es esencial para lo que el librito ha resultado.

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Por la caseta número 215 de Ediciones de la Torre pasó la familia, amigos (gracias Rafa), algún estudiante, padres de futuros médicos, despistados a la búsqueda de un regalo para un médico, colegas y compañeros del Hospital Clínico, pacientes, familiares de pacientes e incluso personas con las que no había tenido ningún contacto personal hasta ese momento, pero a quienes les había interesado el libro.

Me conmovió especialmente ver a XX, un paciente al que intervine de un cáncer de páncreas hace casi 10 años. En aquellos tiempos en que mi dedicación a la cirugía oncológica era absoluta. Cuatro años después le reintervine por una recidiva local. Ahora tiene que controlarse con cuidado la glucemia. Pero allí estaba, sonriente, animoso, como siempre. Una persona excepcional.

Para un cirujano al que le gusta escribir historias sobre personas, utilizando la lupa de una profesión, la médica, que tiende a magnificar los significados y a ampliar los contrastes entre los extremos, Klint ha sido una bendición. Gracias a este amigo de la infancia, he vivido una nueva y deliciosa experiencia.

Deseo que sus historias también sirvan a los lectores para subir al cielo y bajar al infierno, esos lugares que todos llevamos dentro. O al menos, para que disfruten por un corto espacio de tiempo.

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A Klint se le durmió la cara

Acapulco, en el Estado de Guerrero, era esta vez el destino. Había venido con la excusa de participar en otro congreso mundial de una sociedad quirúrgica. Y no hacía más que aburrirse por la reiteración «ad nausean» de las mismas presentaciones del año anterior en Sudáfrica.

Nada nuevo bajo el sol. Sólo historias de «fishing buddies».

El encargo de la Compañía, sin embargo, era esta vez más arriesgado. Quizá demasiado para un agente «free-lance» como él. Tenía que subir a la ladera de las colinas al sur de la bahía y buscar la discoteca «Billionare». Le habían contado que por la zona tenían casa gente como Plácido Domingo. No debía preocuparse por la seguridad en la calle, a diferencia de otras zonas de Acapulco.

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Entraría y se confundiría con los presentes arropado por la música y a salvo de miradas indiscretas, entre cuerpos empapados, por dentro y por fuera, en alcohol, coca, MDMA, crystal meth… Luego tendría que buscar a traficantes de personas y entablar conversación. Le habían enseñado imágenes para que les reconociera. Cuando fuera seguro, se ofrecería como cirujano para hacer sus trabajos sucios. Tenía que descubrir en qué institución clandestina del interior del país se hacían los trasplantes de cara. A esos sitios no iba cualquiera, sólo algunos poderosos capos de cárteles de historial tan extremo que su vida sólo era viable con otra identidad.

Cuando Gustavo atravesó la entrada, dejando a los lados a dos guardianes del calabozo, perdió todo su frío carácter austriaco. Se le durmió la cara. No la sentía. ¿O estaba muerto?

Klint, soy Gustavo Klint: hit me with your rythm stick

Aquí me tienen, preparado para lo que venga.

Soy Klint, Gustavo Klint, un hombre, austriaco, una persona, un psicópata sublimado, un descarado, un sinvergüenza. Y además, ante todo, un cirujano.

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Pronto me tendrán a su disposición. Sólo para sus ojos. No esperen la corrección política de mi. No sirvo. Me molestan los meapilas, los tibios, los adocenados, los que sonríen como si supieran cosas que se reservan. Me joden los poetas. Sobre todo si van de marginales. No soporto el almibar. Me da náuseas. Aún menos la mermelada. Eso queda para la leyenda urbana de Ricky Martin.

Llevo saltándome los códigos éticos desde que Hipócrates lactaba. Como muchos otros. ¿La diferencia? Soy menos hipócrita. Me produce reflujo.

Adia

Terminamos de desayunar. De pie en la cocina.

Cogimos las maletas, nos despedimos de su familia y montamos en el SUV.

Sara McLachlan empezó a sonar en el programa despertador de la radio. Con ese eco tan característico de la música en los monovolúmenes norteamericanos. Ibamos al aeropuerto.

La pequeña, con un liso y largo pelo negro, y sin dos dientes en su sonrisa, agitó la mano en lo alto. Desde la puerta.

No olvido la escena.

Después de unos cuantos caminos serpenteantes, entre casas de madera en medio del campo, llegamos a la autopista. Abandonamos Framingham.

Los commuters, como nosotros, taponaban la entrada a Boston. Tardamos una hora.

Aparcamos en Logan. Tomamos un avión de Delta. Hasta Dallas. De allí a New Orleans.

Nunca volví a ver a la pequeña de pelo negro, liso y largo, que, sin dos dientes en su sonrisa, nos dijo adiós, a su padre y a mi, desde la puerta.

La vida gira en una esquina y cambia el rumbo. Y al hacerlo nos va dejando atrás. Antes o después.

A todos.

A ella la dejó tirada junto a un árbol, con la cabeza en el agua, rodeada de nieve. Una noche de frío invierno, después de una fiesta, en el centro de Massachusetts. Para siempre.

Tevere

“Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”
Y se quedó tan tranquilo.

Herético.
Impenitente.
Pertinaz.
Obstinado.
Esos fueron sus pecados.

Le arrastraron por el Lungotevere.
Cruzaron por el Ponte Sisto.
Camino del Campo di Fiori.
El frío subía desde el río.
Se metía en los huesos.

Febrero.
La hoguera acabó con el frío.
Pero no con sus ideas.
Por herético.
Impenitente.
Pertinaz.
Y obstinado.

Después de 32 años

Encontró una dirección de correo electrónico en una página de anuncios de alquiler de habitaciones para estudiantes.

– «Tiene que ser ella» pensó.

Buscó en todos los sitios donde pudiera identificarla.
Pero no había nadie que se le pareciera.
En realidad, estaba seguro.
Pero hallaba algunas excusas para no atreverse.
Decidirse a teclear y enviar un correo podía cambiar la vida.
O la memoria.
O ambas cosas.
Al final no pudo reprimirse más.
Lo hizo.
Nunca se había paralizado ante sus miedos a que alguien le cambiara la vida.
Al fin y al cabo, siempre pasa.
Incluso cuando no hacemos nada.

Dos semanas después estaban sentados en un café, frente a frente, relatándose historias compartidas.
Iban de las primeras vivencias de dos adolescentes a la edad adulta.
La universidad.
La celebración de su decimonoveno aniversario, cuando se vieron por última vez.
Hacía ya 32 años.

Los matrimonios, los hijos, las muertes y el dolor de corazón.

«I said the years had been a friend to her
And that her eyes were still as blue
But in those eyes I wasn’t sure
If I saw doubt or gratitude

She said she saw me in the record stores
And that I must be doing well
I said the audience was heavenly
But the traveling was hell

We drank a toast to innocence
We drank a toast to now
And tried to reach beyond the emptiness
But neither one knew how

We drank a toast to innocence
We drank a toast to time
Reliving in our eloquence
Another ‘Auld Lang Syne’

The beer was empty and our tongues were tired
And running out of things to say
She gave a kiss to me as I got out
And I watched her drive away

Just for a moment I was back at school
And felt that old familiar pain
And as I turned to make my way back home
The snow turned into rain»