Sin renuncia

Sales por la puerta para no volver más.
Sabes que ahora es para siempre.
Un «nunca jamás».
El tiempo corre para todo, pero siempre hacia adelante.
Y el espacio se colapsa alrededor
O se desinfla como un globo cuando se pincha.
El vacío succiona.
Parece que aspira desde el pecho, donde se nota una ausencia ansiosa.
Como el aire entre los labios al ser espirado con fuerza, y sin pericia, produce un sonido insoportable.
No es una explosión.
Es más un chillido de lamento.
Pavoroso.
Hiriente.
Desolador.
Resuena en la cabeza como un grito, a medio camino entre el dolor y la angustia.

La memoria, al contrario del tiempo, sólo va hacia atrás.
Y acelera inversamente.
Recuerda mejor lo distante.

Un niño grande

Le clarea el cabello. Por eso se lo rapa. Tiene una barba corta, entre rubia y canosa, continuación sin solución del lanugo de la cabeza.

No es más que un niño, grande, que vive escondido, por miedo, dentro de un cuerpo que va madurando.

Mira a la gente como si fueran extraños. Les observa con mirada fija, como un buho, casi sin pestañear. Y toma nota de lo que dicen y hacen. Porque tiene miedo a perderse algo, aunque no es infundado. Hay muchas cosas que se le escapan. No las entiende porque le dan pavor. Quizá porque siente miedo de si mismo.

Le gustaría controlarlo todo, pero los que le rodean no le hacen suficiente caso. Nadie. No le toman en serio. «Demasiado transparente» se dice para los adentros.

Si pudiera sería un chico malo, provocador y transgresor. Con un gin-tonic en la mano. De esos que toma en bares de dudoso gusto, cuando sale a trabajar con sus compañeros. Y sería un seductor, como Errol Flynn.

Pero sólo es un hombre de familia. Un padrazo. Aunque depende de la fase y de sus miedos. Nunca termina de tenerlo claro. Porque es un niño, grande.

Infiel pero leal

«¿Por qué sigues igual, Klint?» me preguntan los amigos.
Al principio no les entendía.
Ahora no me canso de repetirlo.
«No soy de fiar».
Por eso decidí no comprometerme.

Pagué un precio por ello.
Sigo pagándolo.
Algunos piensan que es poco.
Barato.

Muchos son los que me califican.
De traidor.
Se preguntan cómo puedo soportarlo.
Vivir sin seguridad.
En la incertidumbre.

Dudan de mi intención.
O de mi valía.
O de mi humanidad.
Eso me duele, en silencio.
Porque, sinceramente, no tengo nada que esconder.
Con preguntarme, cualquiera tendría la respuesta.

En realidad, no hago otra cosa que lo que la mayoría desearía.
Desde siempre.
Divertirme sin entregarme.
Ser leal, pero no fiel.
Lo que muchos sueñan pero no hacen.
Soy libre hasta el límite posible.
Sin ataduras, hasta donde puedo.

Hay costumbres de las que una no puede deshacerse.
Se lo advierto a todos desde el principo.
No dependo de ellos.
Mi esfuerzo me costó.

No quiero un trabajo estable.
No deseo un empleo seguro.
Si estoy es porque quiero.
Detesto aprobar una oposición hasta que la muerte nos separe.
Para siempre.
O hasta la jubilación.
Aunque sea una garantía en tiempos de crisis.

Odio la rutina.
De lunes a viernes.
De ocho a tres.
A cambio de doce sueldos como doce soles, dos pagas y un mes de vacaciones.
Nadie dejaría algo así.
Como mucho, buscaría otro trabajo adicional.
Siempre que su estipendio no fuera suficiente para afrontar sus caros gustos.

A mi no me gusta estar atado para siempre.
A lo mismo.
Sin salida.

«Klint, ¿eres un traidor?»
Prefiero pensar que soy leal.

Estúpidos

…Continuación de Los golpes, siempre por encima de la cintura

Mientras cantaba a destiempo, canción tras canción, Klint se fue acostumbrando al lugar.
Analizando cosas y personas.
Posiciones.
Movimientos.
Inexpresivos rostros, que mostraban pasiones reprimidas.
Instintivamente.
Intuitivamente.
Calculaba.
Una sensación tras otra.
Percepciones.
Intuiciones.
Hasta sentirse tranquilo.
Cómodo.
Sin miedo a lo que no se había incorporado a su tablero.
Pieza a pieza.
En la cabeza.
Alerta por si tenía que escapar.
O actuar.
O ejecutar.

De repente, fijó su mirada una de las puertas.
Sin miedo a llamar la atención.
Ya no lo tenía.

Había tres personas de pie.
Iluminadas por una potente luz.
Una de ellas era reconocible para Klint.
Liam.
Otras dos personas, más altas, permanecían junto a él.
Delante y detrás.
Ajustándole algo alrededor del cuello.
Apretándole.
Pegándose a su cuerpo.
Sería un juego.
Para relajarse.
Nada que temer.
Todo adecuadamente calculado.
En Hong Kong nunca pasaba nada.
No se conocía que los caballeros del imperio británico hubieran sufrido nunca un percance.
Y los señores de Oriente tampoco.

Paró la música.
Otra nueva melodía iba a empezar.
No prestó atención al vídeo.
Estaba ocupado mirando a través de la puerta traslúcida.
La entrega de Liam.
Al placer.
Inesperadamente, por los altavoces se escuchó una voz amarga:

«Camminavo per strada
e in silenzio sentivo
alle spalle la gente
che piano diceva
come tu mi tradisci
e come io sono
finita da sola»

No se la había ocurrido.
¿Cómo podía?
Gustavo se había paralizado con la voz de Ornella.
Poseído por un recuerdo.
Doloroso.
Imborrable.
«Amore mio, amore mio…»

Nadie notaría nada.
Ni parecía importarles.
Sólo a él.
Porque se olvidó de Liam.
Y de la misión que le había llevado allí.
«Stupidi, stupidi»
Un agente esclavizado
Un hombre sin ataduras cosido a sus recuerdos.
Lo había fingido con éxito.
Su frialdad.
Su impasividad.
Su ausencia de apego.

Después de entrenarlo.
De ensayarlo.
Incluso con polígrafos conectados.
Privado de sueño.
Amenazado.
Acosado en situaciones extremas.
O bajo el efecto de drogas diseñadas para destruir cualquier resistencia.
Pasó la evaluación.
Primero en las oficinas.
Luego en נֶגֶב.
Tanta seguridad no había servido para encontrar su punto débil.
La Vanoni.

Al ritmo de la música, extendió los brazos.
Crucificándose.
Echó la cabeza a un lado.
Juntó sus párpados.
Se oscureció la mirada.
Se convirtió en una marioneta.
Derrotada.
Flácida.
A pesar de haber sido vívida hasta entonces.
Como lo son las marionetas animadas por las manos de un niño.
Inquieta.
Incontrolable.
Agitándose continuamente.
Ahora nada.
Una marioneta a la que, súbitamente, cortan algunas cuerdas.
Y pierde fuerza.
Tensión.

Klint había perdido el control.
En un karaoke rodeado de hombres que eran mujeres.
O mujeres que eran hombres.
Y con su objetivo siendo sofocado por placer.

Continuará…

Chica mala

… Continuación de Amor Rápido

Los hay que sólo buscan dejar sus genes.
Es cuanto necesitan.
En el reservado.
O en un cuarto oscuro.
O en una cama redonda.
Por el amor rápido.
Y por el placer asociado.
Esa recompensa breve.
Muy breve.
Para algunos brevísima.
Ya.
Casi un calambrillo.
Una descarga que te recorre la espalda.
Y se te clava en el cerebro.
Se entornan los párpados.
Durante unos segundos.
Y se pone el contador a cero.

Esa ventaja evolutiva para garantizar la reproducción de las especies.
Para que, a pesar de los depredadores, te pares en medio de la sabana.
Y consumas tus limitadas energías en un ejercicio que te puede acarrear la muerte.
Si te despistas.

O descendencia.
Por los que sacrificarse.

Otros disfrutan más hablando.
«Gustavo, hablas mucho. Demasiado».
Me lo repetía mi madre.
Con su acento austriaco.
Y su aspecto de Julie Andrews.
Entre sonrisas y lágrimas.

Tenía razón.
Cuanto más triste estoy, más hablo.
Como si vomitar mis penas me aliviara.
Porque me quita la angustia.
De ahí dentro.
Del centro.

Unos pocos, muy pocos, saben sacar el máximo de ambos actos.
Un proceso de comunicación.
De preparación para el intercambio de información.
Del preludio.
Del juego, casi mecánico.
De la fricción.
De la palabra.
Del contacto.
De la anticipación.

En ese momento me había cegado.
Por mi mismo.
Mientras tenía a esa escultura carnal entre mis piernas.
Seguro que ella estaba esperando algo más que una historia.
¿Y qué hacía yo?
Contarle mi vida.

Al entrar, nos habíamos sentado en un taburete.
Negro.
Con un pequeño respaldo.
Podía recostarme.
Ella se había levantado del suyo.
Y puesto entre mis piernas.
De pie.
Mirándome de frente.
Mientras le iba disparando mi vida, pasaba sus manos por mis muslos.
Rozaba los suyos con mis rodillas.
Una piel tibia.
Y suave.
Muy suave.
Una chica mala.

En un breve espacio de tiempo, nací, crecí, me enamoré una, dos, trescientas veces…
Cuando llegué a contar como sufría, en silencio, por el ejercicio de mi profesión me dijo:

– Seguro que como eres médico me puedes ayudar…

Me lo tenía merecido

Continuará…

Tito

Nunca supo si fue aleatorio.
O el resultado de la intención.
Tito la vio en algún sitio.
Iluminada por focos.
Enmascarada por el maquillaje.
Catódica.
Y la buscó por el universo.
Hasta dar con ella.
Digitalizada.

Ya nunca más paró.
Empezó a seguirla.
En cada canal.
O red.
Con una propuesta.
La misma.
Un mensaje.
De entrega.
Semana a semana.
Mes a mes.
Año a año.
Tito no dejaba de insistir.
Y ella de rechazarle.

«Tú no eres lo que yo quiero»

Pero un día, sorpresiva e inesperadamente, se encontraron entre la multitud.
En medio de una gran audiencia.

Fue ella quien le vio
Se aproximó.
Directa.
Sin dudarlo.
Sin pensar en su reacción.
Ni le importaba.

Se acercó tanto que a Tito se le nubló la vista.
Extendió su mano derecha.
Apretó la de Tito con fuerza.

– Buenos días.
– Hola

Y Tito sintióse desfallecer.
No supo reaccionar.
Ni qué decir.
En un breve instante.
Sus deseos se habían hecho de carne.

Pese a todo, continuaría.
Por cualquier medio.
Haciéndole saber que estaba allí.
Para ella.
Nunca dejaría de recordarle que, sin exagerar, sería lo mejor que jamás podría tener.

Amor rápido

….Continuación de Reservado

Nos sentamos.
En la oscuridad del reservado.
Uno frente al otro.
Ella desnuda.
Completamente.
Con una piel luminosa.
Que seguía brillando.
Yo continuaba todavía empapado.
Pero me fui quitando la ropa.
Mientras, me miraba y me iba preguntando

– ¿Y qué haces aquí?
– De visita – casi adelantándome – No podía dormir.
– Parece que conoces el sitio.
– Nací en España. En la Mancha. Pero soy vienés. Mi familia es austriaca. Y vengo con frecuencia.

«Como Freud. O Winiwarter. O Buerger. Médico. Un médico vienés nacido en La Mancha» me recordé a mi mismo.

– ¡Qué interesante! – exclamó esa desconocida figura desnuda, de acento eslavo.

Y continuó – ¿Y cuál es el motivo de tu visita? ¿A qué dedicas?

«I was born.. I grew up» dijo Charles Dickens a través de David Cooperfield.

Quería saber la historia de mi vida.
¿Seguro?
¿De verdad quería?
Sin más.
Escuchar por escuchar.
Por conocer mis recuerdos.
Por oír como vaciaba mi memoria.
Una desconocida.
Sin otro interés.
Con nada que ganar.
Y nada que perder.

No lo pensé.
Me dispuse a descerrajarle mi vida.
A bocajarro.
La del caballero imperfecto.
Desde el principio.
Ella no parecía tener prisa.
Yo no quería amor rápido.

Echaba tanto todo de menos, que serviría para aliviar mi amargura.

Mi vida le iba a reventar en pedacitos, dentro de la cabeza y en el centro del corazón.

Continuará

Mi recuperación

Le miré antes de decirle adiós.
Cogí su mano.
Antes de declarar su muerte.
Oficialmente.
Antes de dejarle ir.

No me oiría.
Ni me vería.
Pero esperaba desesperadamente.
Que me sintiera.

En una sala blanca.
Abandonaría el mundo.
Rodeado de pequeñas luces parpadeando.
De pitidos.
Y de otras personas que me observaban.
Mientras ayudaban a otras personas.
Incrédulas.
De verme hacer lo que no se esperaban.

Había estado sentado a su lado.
Desde que terminó la cirugía
Habíamos revuelto su cuerpo.
Buscando una causa que se nos escapaba.
Un traumatismo.
En coche.
En una mañana.
En la M30.
Habíamos abierto su abdomen.
Habíamos cortado su esternón.
Y visto su corazón luchando frenéticamente
Por bombear.
Algo.
Sangre.
Que se escapaba por las costuras.

Mi recuperación.
Por desafiar lo que no se puede.
Por hacer lo que decidí.
Por buscar la paz interior..

Reservado

…. Continuación de Represión

Se había puesto de moda.
Entre las señoras.
Y las hijas.
Y los maridos.
Amantes.
Amados.
O no.

El cuero.
Y la seda negra.
Y las palmadas.
Aprendieron rápido los nombres.
Spanking lo llamaban.
Cuando leían.
Nombrando lo que no necesitaba nombrarse.
Organizando lo que no se organizaba.
Vocalizando.
O
Otra Historia de O.

Las pequeñas perversiones.
Como una plaga.
De gusto dudoso.
En polyester.
Para consumo.
En sesiones de tuppersex.
De búsqueda de complicidad con minúsculas sonrisas.
Como su ropa interior.
O de sexware.
Para consumo en grandes superficies.
Superficialmente profundo.
O profundamente superficial.

Y los chicos listos habían estado atentos.
Como los depredadores saben.
Todas sus presas pasarían por el mismo río.
Habría que esperar entre las estanterías.
Con un libro en la mano.
Ojeándolo.
Como leones entre cebras.
Con rayas que distraen.

Las dudas.
Las miradas esquinadas.
El leve temblor cuando cogen el libro.
Como un secreto compartido.

En eso estaba convirtiéndose también Babylon.
Y me costaba aceptarlo.

Ella se dejó llevar.
De mi mano.
Hasta un reservado.
Con algunos orificios en sus paredes
Para ojos en la oscuridad.
Pero no colmillos de vampiro.
Allí estaríamos a salvo.
De las largas manos.
Un sitio más tranquilo.
Donde ella me pudiera ayudar.
Y secarme.

– ¿Cómo te llamas? – me preguntó
– Gustavo – le respondí.
– ¿A qué te dedicas?

Continuará…

Los golpes, siempre por encima de la cintura

…Continuación de Licencia para matar

Mientras Gustavo cantaba, las señoritas seguían cruzando.
Desapareciendo.
Puerta tras puerta.

Gustavo las perseguía discretamente.
Con la mirada.
Extremadamente delgadas.
Sin caderas.
Estrechas.
Con su inherente gelidez, seguía entonando canción tras canción.
Y, simultáneamente, fijándose.

Hasta que, por fin, cayó.
No sólo quien le había abierto la puerta.
Mujeres que eran hombres.
U hombres que eran mujeres.
Hombres que eran mujeres, que eran mujeres que gustaban a hombres.

«you’ll find a god in every golden cloister
and if you’re lucky then the god’s a she»

Klint estaba anticipándose.
Qué más daba.
Algunos gustaban de la situación.
Y mucho.
Sin embargo, el mundo exterior no había madurado.
Lo suficiente.
Era 1993, en Hong Kong.
Y la orientación sexual, fuera, todavía, no era opcional.
Eso no pasaría hasta el siglo XXI.

El estaba allí por otra razón.
Otros juegos.
Jugaba más fuerte.
A una especie de ajedrez.
Un juego de inteligencia.
Y poder.
En el que los golpes se daban siempre por encima de la cintura.

Ahora bien, para que negarlo.
Le gustaba mirar este otro juego.
Comunicación.
Metiéndose en los demás.
Y controlarlo.
Pero, las reinas que se movían por allí no le excitaban.

No como a Lian Xi.
Uno de los mejores pilotos de Taiwan Airlines.
Ejemplo en la profesión.
Hombre de familia.
Pero siempre entre Europa, el Medio y el Lejano Oriente.
Y Hong Kong le ofrecía refugio.
En un trabajo rutinario, que le había desequilibrado.
Agrietado por dentro.

Se detenía allí en el camino de vuelta desde Europa.
Semanalmente.
Antes de volver a Taiwan.
Alcohol.
Mucho.
Tanto como para adormilarle.
Le ayudaba a que el tiempo volara.
Entre segmentos.
Borraba la memoria de acceso temporal.
Y obtenía otra diversión.
De la que no se encontraba fuera.
Al menos en la cantidad que Lian necesitaba.

Continuará…