Rojos relativos

– Pietro, un gobierno de centroizquierda en Italia no podía resistir mucho. Son rojos relativos – le dije nada más colgar el teléfono.

El me sonrió. Le sonaba a Tiziano, Rosso Relativo.

– Eso decían en la Cámara, pero Prodi había soportado bien la situación hasta el otro día. Por eso le llamamos, doctor Klint. Nos habían informado de que usted era la persona ideal para mover todas las cuerdas a la vez y conseguir un resultado satisfactorio para nuestros intereses. Su trabajo en la Comisión es ya leyenda en todos los círculos de poder de la Unión – Hablaba como Julio César, en primera persona del plural. Sin duda, para él su vida sólo tenía sentido si seguía unida a la de su protector, Il Profesore.

– ¿Quién me recomendó? – le pregunté sin poder contener el impulso egosintónico.

– Michaella

– ¿Michaella? ¿La directora del Observatorio Europeo en Tor Vergata? Me sorprende porque nunca ha ocultado su desprecio hacía mi, desde la primera vez que nos encontramos.

Mientras me iba dando información sobre Michaella, llegamos a la esquina de Vía Allibert con Marguta. Giramos a la izquierda y continuamos caminando sin cruzarnos con nadie. Al igual que las otras calles, esta estaba desierta y eran poco más de las diez de la noche.

Teníamos que caminar unos cincuenta metros hasta llegar a la Ostería Margutta, a la izquierda, en el número 81. La puerta de madera era de un contundente azul añil, entreverada con pequeños cristales rectangulares que permitían ver, prácticamente, cualquier rincón del local. El color de la puerta contrastaba con el amarillo albero de la fachada, en la que algún amante con el alma desgarrada había dejado inscritos dos nombres tachados y una fecha.

A través de los pequeños cristales rectangulares, vimos a dos parejas charlando animadamente, otra parecía conversar en la intimidad, y una camarera caminaba rápidamente entre las mesas cubiertas por manteles blancos, con platos de azul añil, también. Ambos estuvimos de acuerdo en que las formas de aquella mujer eran difícilmente distinguibles de las de una famosa actriz sudafricana, «Zron».

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– ¡Impresionante! – exclamó Pietro mientras yo me dedicaba a revisar la carta expuesta en un atril exterior.

-¿Perdón?

– La camarera. Me refiero a la camarera, «dottore». Ha pasado bajo una de esas lámparas de vidrio esmerilado y me ha parecido impresionante

Sonreí y abrí la puerta. Pietro se aventuró y lo primero que hizo fue aproximarse a la camarera y sonreír levemente. Rebosante de la seguridad que le proporcionaba su belleza, le preguntó si tenía sitio para acomodarnos. Ella dijo que sí. El apretó los labios, forzó la protrusión de sus pómulos y sus ojos se rasgaron e inclinaron oblicuamente. Como un diablo. Después, se giró hacia mi y dijo: «Doctor Klint, entre usted»

No podía haberme traído a mejor sitio para continuar charlando, sin temor a las interferencias de cualquier grupo de ruidosos romanos.

– Chianti – respondí cuando ella me preguntó que deseábamos beber. Asintió y desapareció detrás de la barra. Las parejas continuaban con su animadas o íntimas conversaciones.

– Gustavo, no me voy a conformar con lo que me ha dicho. Quiero saberlo todo; todos y cada uno los detalles. Tengo una gran curiosidad y creo que si los comparte conmigo podré aprender de usted.

– No hice nada especial – le contesté.

– ¿Cómo consiguió acceder a ellos?

– Es muy simple, Pietro. Los senadores a los que tenía que aproximarme son hombres.

– Cierto, pero no le entiendo. ¿Qué quiere decir? – me replicó, levantando ambos hombros simultáneamente para expresar sorpresa.

– Si quiere acceder plenamente a la mente de un hombre, otro hombre, cualquier hombre, sólo hay que hacer una cosa. Pietro, escúcheme bien, una sola y única cosa.

– ¿Sí, dottore? ¿De Il Cavaliere también? ¿Cuál es?

Continuará…

Tor Vergata

– Te invito a cenar. ¡Quiero que me cuentes más! – exclamó entusiasmado, con los ojos brillando, como un niño con un juguete nuevo entre sus manos

– Será un placer, porque no me espera nadie y es triste cenar sólo en Roma – mentí; y según lo hacía, me di cuenta de que mis palabras podían estar resultándole ofensivas, aunque era cierto que prefería cenar con él.

– ¿Dónde prefieres ir?

– La terraza de mi hotel tiene unas vistas irresistibles, desde el Wedding Cake hasta San Pedro.

– ¿Te sientes seguro en el Grand Hotel de la Minerve, yendo juntos? – me preguntó extrañado.

– Tienes razón. ¿Dónde sugieres? – repliqué convencido, porque él era romano y no era improbable que conociese más sitios que yo.

– Vamos a la Ostería Margutta. Está en una calle discreta, a la derecha de la escalinata de la Piazza di Spagna.

Asentí y, sin decir más, buscamos la salida de la Piazza Navona, asegurándonos de que nadie nos seguía. Descartado tomar un taxi, caminamos por la Vía Anogate en dirección a la Vía Giuseppe Zanardelli, que nos condujo hasta el Lungotevere Marzio. El Tiber, de noche, me impone respeto, sin saber por qué. Cuando llegamos al Ponte Cavour nos metimos hacia la derecha y enseguida embocamos la Vía Ripetta.

Mientras recorríamos las calles, Pietro no paraba de preguntarme por detalles sobre el comportamiento de los senadores en las entrevistas, sus gustos, deseos y debilidades. Insistía, incansablemente, en que le explicara cuál era mi técnica, cómo me las apañaba para conducir las conversaciones hasta el punto en el que ellos asumían mis ideas como propias.

Después de llegar al Mausoleo di Augusto, giramos a la derecha a la Piazza Augusto Imperatore, cruzamos la Vía del Corso y continuamos por la Vía de la Vittoria. Al alcanzar la Vía del Babuino, sonó un teléfono. Los dos nos miramos y buscamos en los bolsillos de las chaquetas. No era el mío.

Pietro se puso a hablar a una velocidad que me impedía entenderle. Seguro que era a quien conocía bien, a juzgar por algunas palabras sueltas que yo podía identificar con mi limitado dominio del italiano. Mis visitas a Tor Vergata, la Universidad de Roma II, me habían servido para mejorarlo, pero no lo suficientemente como para sentirme cómodo cuando el asunto iba más allá de la jerga médica.

Hablar tanto, revelar tantos detalles, podía ser contraproducente, incluso peligroso para mi. Al fin y al cabo, Pietro estaba directamente conectado con Il Profesore. En esos ambientes seguían la máxima del «Never ask me about my business», pero en este momento, con Pietro, estaba disfrutando con la situación.

Contarle mis historias a otro hombre, aparentemente acostumbrado a recorrer los pasillos del poder, y disfrutar de su indisimulado interés, me otorgaba importancia y me ayudaba a sobreponerme al vértigo que diariamente me hace sentir como un simio discretamente más evolucionado, pero sin propósito, que en menos de cincuenta años habrá sido olvidado por todos los que habiten la tierra que pisé.

Continuará…

Klint y la navaja de Ockham

En la Piazza Navona había obras, como es normal en Roma. Y entre los materiales, de manera discreta, me había citado con un miembro del círculo íntimo de Il Profesore.

– Pensé que te habías asustado y no vendrías – me susurró con un suave acento romano, a la vez que me arrastró por la chaqueta para apartarme de un foco que, con una luz de tono marfil, iluminaba el lugar.

No era conveniente que nos vieran juntos.

– Perdona el retraso. Me retuvo un asunto personal. Nada importante – me disculpé.

– Voglio trasmettere la gratitudine de Il Profesore. Lui non la fa più – me respondió. Inmediatamente, me aprisionó la cara entre sus grandes manos y me dio un beso en la frente.

Me quedé sin palabras ante tal muestra de agradecimiento. No sólo por la familiaridad, aunque no era la primera vez que nos veíamos, sino por su belleza. Esta vez, a media luz, me pareció todavía más guapo que en los encuentros previos, mientras urdíamos el plan. Reconozco que, en esta ocasión, sentí una cierta envidia, que me impidió responder apropiadamente a su gesto.

El iba totalmente vestido de negro, de Armani con toda seguridad. Yo de Zegna. Era enorme, más grande que yo, casi dos metros de músculo y hueso. Tan acostumbrado estoy a fijarme en lo feo, en lo morboso y enfermizo del cuerpo humano, que admirarle de cerca me reconcilió con la naturaleza. Pero sólo brevemente.

La reunión en el Senado y la caída de Romano habían causado mucho daño en las filas del gobierno, y especialmente entre los miembros de los partidos que formaban la Unión. Así lo había planeado e intentado ejecutar en mis entrevistas a los senadores durante sus revisiones médicas rutinarias en la consulta de un famoso hospital. En esas consultas había identificado a aquellos susceptibles de aceptar, primero, y asumir, después, la idea de la traición a Prodi, ignorando que el efecto sería una pérdida inmediata de poder para su propio grupo. Había infectado a los susceptibles.

Un caso que atrajo especialmente la atención de mi etrusco interlocutor fue el de Tommaso Barbato, senador de Populari UDEUR. Al terminar la votación, se fue directo hacia Nuccio Cusumano, su compañero de partido, insultándole y escupiéndole por haber respaldado con su voto a Prodi.

Lo que todos ellos desconocían era que Il Profesore había estado reunido con Giorgio Napolitano la noche anterior. Los dos parecían muy contentos ante el futuro desastre.

Aquel hombre que me miraba con admiración, tan bello pero inocente, no había tenido en cuenta que todos los seres humanos, llegado el momento – cualquier momento- somos unos hijos de puta.

Y como esa era la explicación más sencilla, también era la más probable para dar sentido a lo que había acontecido en el Senado.

Gracias Guillermo de Ockham.

Continuará…

Nota del autor: Basado en hechos reales, aunque la coincidencia entre lo descrito y lo sucedido puede ser mera coincidencia.

El mundo para Klint es insuficiente

Me di la vuelta y continué por una pequeña calle, a la izquierda de la Piazza della Rotonda, con dirección a la Piazza Navona, regocijándome, como un puerco en el fango, con el recuerdo del tremendo éxito que mi intermediación tuvo en el Partido Democristiano. Sólo hablé con las personas adecuadas y les ayudé a entender que ellos estaban llamados a definir una nueva ruta hacia el destino que querían perseguir.

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No necesité meterme en demasiados cerebros para una misión tan sencilla. Fueron cuatro viajes a Roma desde Madrid para asegurarme el control de unos pocos desertores. Casi como un hígado graso se deshace ante la palpación descuidada durante la liberación de los ligamentos que lo fijan en su posición en el hipocondrio derecho, el gobierno de centroizquierda de Romano Prodi se desmoronó.

En «la vida privada de Gustavo Klint», sembrar el pánico es un ejercicio sencillo en el que nunca participa un gran ejercito. Yo me encargo. Lo mismo que cuando hay que cambiar una decisión política, o inclinar un gran contrato o una concesión en determina dirección. O en la contraria. Tampoco me resulta difícil destrozar una amistad o un matrimonio. O una empresa, que para el caso es lo mismo. Sólo tengo que seducir a quien está dispuesto a dejarse convencer para unirse a una nueva idea o causa, ya sea un acto criminal, una experiencia sexual o un cambio de ideología. O de voto.

Todo grupo humano tiene su justa dosis de desequilibrados, amargados y traidores. Insatisfechos en general, que no saben que la felicidad es el diferencial entre las expectativas y la realidad. Esos que no saben ni bajar las primeras ni mejorar la segunda. Pero yo, con mirarles y tocarles, se distinguirlos y acceder a ellos. La cualidad que me hace destacar entre los que compiten en el mismo servicio es mi garantía de un trabajo perfecto; y sin riesgo de ser descubierto, para quien lo paga.

Soy hijo único, de una familia austriaca de la élite académica, lo que me diferencia de Prodi que, aunque también pertenecía a una familia universitaria, es el octavo de nueve hermanos. Es más, cuando yo nací, Romano ya estaba dando clase en el Instituto Lombardo de Estudios Económicos y Sociales en Milán.

Sinceramente, no es lo mismo educar a un niño que a nueve. En este caso, la atención hay que repartirla entre todos ellos. En el mío, yo era el dueño y señor de todo mi mundo conocido. Esta circunstancia, sin duda, condicionó el desarrollo de mi personalidad.

Desde que recuerdo, nunca me fue necesario expresar deseos. Los que me rodeaban se adelantaban a mi. Me bastaba con pensar lo que quería y, casi de manera mágica, se hacía realidad. Mis padres no eran culpables, no me malcriaron comprándome cosas que yo no quisiera para recompensarme si no me gustaba la comida o no podía dormir. Ni siquiera estaba en su voluntad sobornarme para que obtuviera las mejores notas en mis estudios. Fui yo el que aprendió, casi desde la cuna, a transferirles mis pensamientos para que ellos los sintieran como propios…

Continuará…

La vida secreta de Gustavo Klint

– Te envidio porque me tienes – fue todo lo que dije. Y me marché. No sabía el motivo por el que había pronunciado esa frase. Aparentemente, no tenía ningún sentido en ese momento en el que desfilaba hacia la puerta del Gran Hotel de la Minerve.

Pero me salió así. Seguramente, sólo pretendía mantenerme en su cabeza. Si quería conocer «La vida secreta de Gustavo Klint» tendría que hacer algo más que preguntar. Demasiado barato. Una promesa por cumplir no me parecía una tasa suficiente alta.

Gotta me hoping you’ll page me me right now, your kiss.
Gotta me hoping you save me right now.

Me sentía tranquilo mientras me dirigía por la Via della Minerva hasta la Piazza della Rotonda. Allí me detuve unos minutos para contemplar el Panteón, tan antiguo y tan sólido a la vez. Me vino a la memoria el recuerdo de aquella otra fría noche del mes anterior, el 22 de Enero de 2008, en la que me topé con Romano Prodi y Giorgio Napolitano. Casualmente. Me sirvió para confirmar que mi plan avanzaba.

Ambos, el Primer Ministro y el Presidente de la República italiana, conspiraban junto al Panteón, rodeados por varios agentes de su servicio de seguridad. Al día siguiente se votaría la moción de confianza en el Senado.

Mi misión había muy simple en aquella ocasión. Me tenía que asegurar que el día 23 de Enero el Primer Ministro de Italia, Romano Prodi, presentara su dimisión al Presidente, tras haber perdido la votación. Serían 156 frente a 161 votos. Y una abstención.

Yo mismo me encargué de susurrarle la justificación a Clemente Mastella: «Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce«.

Continuará…

Nota del autor: Basado en hechos reales. Algunas de las expresiones se pronunciaron realmente por los mencionados.

Presentando a Gustavo Klint en la Feria del Libro

Y llegó el día. En un caluroso 11 de Junio de 201, las historias de Gustavo Klint me llevaron a la Feria del Libro de Madrid. En el Retiro.

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Hace años que Gustavo apareció en mi primer blog, dentro de la plataforma de Diario Médico. De hecho, llegó a tomar mando del mismo, dedicándose por igual a editar textos que a escribir sobre sus cosas, historias e ideas. No era de extrañar, porque cuando al doctor Klint le sale el austriaco que lleva dentro se le descubre una cierta tendencia a la autocracia.

Pero en la primavera de 2015, Jose María de la Torre me ofreció la posibilidad de contar algunas de las historias antiguas, y otras nuevas, de este raro colega. El promotor del encuentro que derivó en la conversación sobre la publicación fue Nacho. El también es el culpable de la elección de la portada. Y ésta, sin lugar a dudas, es esencial para lo que el librito ha resultado.

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Por la caseta número 215 de Ediciones de la Torre pasó la familia, amigos (gracias Rafa), algún estudiante, padres de futuros médicos, despistados a la búsqueda de un regalo para un médico, colegas y compañeros del Hospital Clínico, pacientes, familiares de pacientes e incluso personas con las que no había tenido ningún contacto personal hasta ese momento, pero a quienes les había interesado el libro.

Me conmovió especialmente ver a XX, un paciente al que intervine de un cáncer de páncreas hace casi 10 años. En aquellos tiempos en que mi dedicación a la cirugía oncológica era absoluta. Cuatro años después le reintervine por una recidiva local. Ahora tiene que controlarse con cuidado la glucemia. Pero allí estaba, sonriente, animoso, como siempre. Una persona excepcional.

Para un cirujano al que le gusta escribir historias sobre personas, utilizando la lupa de una profesión, la médica, que tiende a magnificar los significados y a ampliar los contrastes entre los extremos, Klint ha sido una bendición. Gracias a este amigo de la infancia, he vivido una nueva y deliciosa experiencia.

Deseo que sus historias también sirvan a los lectores para subir al cielo y bajar al infierno, esos lugares que todos llevamos dentro. O al menos, para que disfruten por un corto espacio de tiempo.

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Klint, soy Gustavo Klint: hit me with your rythm stick

Aquí me tienen, preparado para lo que venga.

Soy Klint, Gustavo Klint, un hombre, austriaco, una persona, un psicópata sublimado, un descarado, un sinvergüenza. Y además, ante todo, un cirujano.

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Pronto me tendrán a su disposición. Sólo para sus ojos. No esperen la corrección política de mi. No sirvo. Me molestan los meapilas, los tibios, los adocenados, los que sonríen como si supieran cosas que se reservan. Me joden los poetas. Sobre todo si van de marginales. No soporto el almibar. Me da náuseas. Aún menos la mermelada. Eso queda para la leyenda urbana de Ricky Martin.

Llevo saltándome los códigos éticos desde que Hipócrates lactaba. Como muchos otros. ¿La diferencia? Soy menos hipócrita. Me produce reflujo.

Infiel pero leal

«¿Por qué sigues igual, Klint?» me preguntan los amigos.
Al principio no les entendía.
Ahora no me canso de repetirlo.
«No soy de fiar».
Por eso decidí no comprometerme.

Pagué un precio por ello.
Sigo pagándolo.
Algunos piensan que es poco.
Barato.

Muchos son los que me califican.
De traidor.
Se preguntan cómo puedo soportarlo.
Vivir sin seguridad.
En la incertidumbre.

Dudan de mi intención.
O de mi valía.
O de mi humanidad.
Eso me duele, en silencio.
Porque, sinceramente, no tengo nada que esconder.
Con preguntarme, cualquiera tendría la respuesta.

En realidad, no hago otra cosa que lo que la mayoría desearía.
Desde siempre.
Divertirme sin entregarme.
Ser leal, pero no fiel.
Lo que muchos sueñan pero no hacen.
Soy libre hasta el límite posible.
Sin ataduras, hasta donde puedo.

Hay costumbres de las que una no puede deshacerse.
Se lo advierto a todos desde el principo.
No dependo de ellos.
Mi esfuerzo me costó.

No quiero un trabajo estable.
No deseo un empleo seguro.
Si estoy es porque quiero.
Detesto aprobar una oposición hasta que la muerte nos separe.
Para siempre.
O hasta la jubilación.
Aunque sea una garantía en tiempos de crisis.

Odio la rutina.
De lunes a viernes.
De ocho a tres.
A cambio de doce sueldos como doce soles, dos pagas y un mes de vacaciones.
Nadie dejaría algo así.
Como mucho, buscaría otro trabajo adicional.
Siempre que su estipendio no fuera suficiente para afrontar sus caros gustos.

A mi no me gusta estar atado para siempre.
A lo mismo.
Sin salida.

«Klint, ¿eres un traidor?»
Prefiero pensar que soy leal.

Estúpidos

…Continuación de Los golpes, siempre por encima de la cintura

Mientras cantaba a destiempo, canción tras canción, Klint se fue acostumbrando al lugar.
Analizando cosas y personas.
Posiciones.
Movimientos.
Inexpresivos rostros, que mostraban pasiones reprimidas.
Instintivamente.
Intuitivamente.
Calculaba.
Una sensación tras otra.
Percepciones.
Intuiciones.
Hasta sentirse tranquilo.
Cómodo.
Sin miedo a lo que no se había incorporado a su tablero.
Pieza a pieza.
En la cabeza.
Alerta por si tenía que escapar.
O actuar.
O ejecutar.

De repente, fijó su mirada una de las puertas.
Sin miedo a llamar la atención.
Ya no lo tenía.

Había tres personas de pie.
Iluminadas por una potente luz.
Una de ellas era reconocible para Klint.
Liam.
Otras dos personas, más altas, permanecían junto a él.
Delante y detrás.
Ajustándole algo alrededor del cuello.
Apretándole.
Pegándose a su cuerpo.
Sería un juego.
Para relajarse.
Nada que temer.
Todo adecuadamente calculado.
En Hong Kong nunca pasaba nada.
No se conocía que los caballeros del imperio británico hubieran sufrido nunca un percance.
Y los señores de Oriente tampoco.

Paró la música.
Otra nueva melodía iba a empezar.
No prestó atención al vídeo.
Estaba ocupado mirando a través de la puerta traslúcida.
La entrega de Liam.
Al placer.
Inesperadamente, por los altavoces se escuchó una voz amarga:

«Camminavo per strada
e in silenzio sentivo
alle spalle la gente
che piano diceva
come tu mi tradisci
e come io sono
finita da sola»

No se la había ocurrido.
¿Cómo podía?
Gustavo se había paralizado con la voz de Ornella.
Poseído por un recuerdo.
Doloroso.
Imborrable.
«Amore mio, amore mio…»

Nadie notaría nada.
Ni parecía importarles.
Sólo a él.
Porque se olvidó de Liam.
Y de la misión que le había llevado allí.
«Stupidi, stupidi»
Un agente esclavizado
Un hombre sin ataduras cosido a sus recuerdos.
Lo había fingido con éxito.
Su frialdad.
Su impasividad.
Su ausencia de apego.

Después de entrenarlo.
De ensayarlo.
Incluso con polígrafos conectados.
Privado de sueño.
Amenazado.
Acosado en situaciones extremas.
O bajo el efecto de drogas diseñadas para destruir cualquier resistencia.
Pasó la evaluación.
Primero en las oficinas.
Luego en נֶגֶב.
Tanta seguridad no había servido para encontrar su punto débil.
La Vanoni.

Al ritmo de la música, extendió los brazos.
Crucificándose.
Echó la cabeza a un lado.
Juntó sus párpados.
Se oscureció la mirada.
Se convirtió en una marioneta.
Derrotada.
Flácida.
A pesar de haber sido vívida hasta entonces.
Como lo son las marionetas animadas por las manos de un niño.
Inquieta.
Incontrolable.
Agitándose continuamente.
Ahora nada.
Una marioneta a la que, súbitamente, cortan algunas cuerdas.
Y pierde fuerza.
Tensión.

Klint había perdido el control.
En un karaoke rodeado de hombres que eran mujeres.
O mujeres que eran hombres.
Y con su objetivo siendo sofocado por placer.

Continuará…

Chica mala

… Continuación de Amor Rápido

Los hay que sólo buscan dejar sus genes.
Es cuanto necesitan.
En el reservado.
O en un cuarto oscuro.
O en una cama redonda.
Por el amor rápido.
Y por el placer asociado.
Esa recompensa breve.
Muy breve.
Para algunos brevísima.
Ya.
Casi un calambrillo.
Una descarga que te recorre la espalda.
Y se te clava en el cerebro.
Se entornan los párpados.
Durante unos segundos.
Y se pone el contador a cero.

Esa ventaja evolutiva para garantizar la reproducción de las especies.
Para que, a pesar de los depredadores, te pares en medio de la sabana.
Y consumas tus limitadas energías en un ejercicio que te puede acarrear la muerte.
Si te despistas.

O descendencia.
Por los que sacrificarse.

Otros disfrutan más hablando.
«Gustavo, hablas mucho. Demasiado».
Me lo repetía mi madre.
Con su acento austriaco.
Y su aspecto de Julie Andrews.
Entre sonrisas y lágrimas.

Tenía razón.
Cuanto más triste estoy, más hablo.
Como si vomitar mis penas me aliviara.
Porque me quita la angustia.
De ahí dentro.
Del centro.

Unos pocos, muy pocos, saben sacar el máximo de ambos actos.
Un proceso de comunicación.
De preparación para el intercambio de información.
Del preludio.
Del juego, casi mecánico.
De la fricción.
De la palabra.
Del contacto.
De la anticipación.

En ese momento me había cegado.
Por mi mismo.
Mientras tenía a esa escultura carnal entre mis piernas.
Seguro que ella estaba esperando algo más que una historia.
¿Y qué hacía yo?
Contarle mi vida.

Al entrar, nos habíamos sentado en un taburete.
Negro.
Con un pequeño respaldo.
Podía recostarme.
Ella se había levantado del suyo.
Y puesto entre mis piernas.
De pie.
Mirándome de frente.
Mientras le iba disparando mi vida, pasaba sus manos por mis muslos.
Rozaba los suyos con mis rodillas.
Una piel tibia.
Y suave.
Muy suave.
Una chica mala.

En un breve espacio de tiempo, nací, crecí, me enamoré una, dos, trescientas veces…
Cuando llegué a contar como sufría, en silencio, por el ejercicio de mi profesión me dijo:

– Seguro que como eres médico me puedes ayudar…

Me lo tenía merecido

Continuará…