Londres

Acabo de pasar dos días en Londres, participando en un simposio internacional sobre el tratamiento del cáncer de recto en el University College London. Hace poco más de un mes que hice otra breve visita al Royal College of Surgeons of England, teníamos la reunión de invierno del consejo del British Journal of Surgery.

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Y no me canso de volver, ni tengo palabras suficientes para expresar lo que siento cuando estoy allí. ¿Cómo Stendhal en Florencia? Diferente, pero no menos intenso.

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Seguro que tengo una fijación con el West End londinense desde adolescente. Para ser más preciso, desde que en 1977, hace casi 40 años, lo visité por primera vez con un grupo de compañeros de colegio, que habíamos pasado un mes estudiando inglés en Southport. Don Angel, nuestro profesor de inglés, nos había transmitido su pasión por la capital de la «pérfida Albión». Era tal el ambiente, que en una esquina de Hyde Park la gente se subía en un cajón y hablaba sin problemas, de lo que le diera la gana, ante una audiencia que podía rebatirle, quedarse en silencio o marcharse. Le llamaban el «Speakers´ Corner«.

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Las experiencias que se tienen a los catorce años o se olvidan o se quedan grabadas en la memoria, para siempre en ambos casos. A mi, lo que me hizo sentir la ciudad no se me olvidó. Tampoco se me ha olvidado el valor de Don Angel, nuestro profesor de inglés, que osaba aventurarse con un grupo de menores por Londres. Hoy sería inconcebible.

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Yo era un crío desproporcionadamente tímido, que a diario no se dedicaba a otra cosa que a estudiar; y entrenar en la piscina cubierta de 25 metros en invierno; y a entrenar en una piscina de 33 metros en verano, mañana y tarde. Todos los días de la semana.

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A mediados de los 70, ir por la tarde a «la Conce» era encontrarse con una manifestación día sí y día no, con los grises, con sus cascos blancos, corriendo porra en mano detrás de gente, sin motivo aparente. O al menos para mi. Aún siendo adolescente, uno empezaba a tener una cierta conciencia política. Y social.

Andar suelto por Londres, con amigos de mi edad, entrando y saliendo sin ningún control y comunicándonos en un idioma «estudiado», era la libertad mayor que nadie de mi generación podía soñar.

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Londres resultaba después de todo no sólo una ciudad espectacular, sino la materialización de la libertad absoluta para un tímido adolescente que crecía en un barrio pobrísimo, en el transitorio Madrid de los 70.

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Ahora, casi 40 años después, todo ha evolucionado. Pero, para mi, un cincuentón, sigue siendo la más hermosa representación de la libertad y el progreso.