The surgeon’s solitude

Have you ever felt lonely? I’m not talking about lacking company.

I mean facing nothingness head-on.

Nothingness – by Julio Mayol

It’s that feeling of emptiness and silence, when guidelines, clinical sessions, and even the opinions of the most experienced colleagues no longer matter.

It’s the solitude of an individual who must make a decision about another person’s life in a matter of seconds, when the unthinkable happens. When you’re terrified but know you can’t walk away.

Whipple Procedure.

I slip a clamp behind the pancreas, detach it from the portal vein, and…

«Damn! I’ve broken something!»

Everything fills with red fluid.

Warm.

I try to clamp it shut to make it stop.

Blindly.

But it tears further.

«Damn it all!» – fear makes me shout.

A viscous lake starts to emerge from the laparotomy, visible even to the anesthetist, who keeps administering more crystalloid solution to the patient because the blood pressure drops abruptly.

He looks at me.

Eyes filled with fear.

Agitation and nervousness.

Everywhere.

And deep inside me.

«I’m sorry. I know. I’m sorry!»

Here, evidence-based medicine doesn’t hold its ground anymore.

«I have to handle this,» I think.

  • «It’s going to bleed a lot!» – I softly whisper – «A lot! Keep it steady, no matter what! I’ll hold it!»

But within oneself, everything starts to accelerate.

And you’re alone.

Your ears are ringing.

Your legs are trembling.

But you’re alone.

You can’t tell anyone.

And they can barely support you; they’re weak.

The heart races.

Very fast.

Galloping.

Breathing is almost painful.

The air burns.

Now they don’t ring, they just buzz. Your ears.

Sounds from anywhere but your head are inaudible. They’re like senseless whispers.

You’re alone.

You either control it or everything ends.

You’re there. But alone!

That’s the solitude I’m referring to.

That exhausting black hole.

In that void, some learn to distinguish what’s essential from what’s accessory.

Others might even see my heart pounding through my chest.

La Casa di Patty

– ¿Me vais a contar algo?

– Deja de quejarte – dijo Chiara

– No me estoy quejando – contesté sin levantar la voz – Simplemente quiero saber qué hago en esta situación y por qué vamos de un lado a otro de Roma.

– Eres libre para marchar cuando quieras – me contestó Michaella

– ¿Irme? ¿A dónde?

– Puedes volver al hotel, recoger tus cosas y dirigirte a Fuimicino para tomar tu avión a Madrid – me dijo Pietro, volviéndose hacia la izquierda para mirarme fijamente, desde su asiento delantero. Su rostro esbozaba una medio sonrisa que me hacía desconfiar.

– ¿Seguro?

– Seguro que puedes. Lo que no estoy seguro es de que llegues vivo a la puerta de embarque – y explotó en carcajadas.

Michaella conducía de memoria. No necesitaba indicaciones. Y Pietro y Chiara parecían confiar completamente en ella. Eso me hacía reforzar mi sospecha de que todo aquello no era un asunto circunstancial, sino que los tres lo habían planeado todo. O al menos sabían lo que estaban haciendo y qué iba a pasar.

Cuando quise darme cuenta, subíamos por la Vía Cavour en dirección a la Piazza dei Cinquento y Roma Termini, pero giramos a la derecha antes de llegar. Nos metimos por la Vía Napoleone III y Michaella detuvo el coche ante el portal de La Casa di Patty, un hotel tradicional con una gran puerta de madera de roble, enmarcada entre dos columnas de granito que sujetaban un estrecho balcón de piedra. Ese aspecto tan tradicional romano contrastaba con la deteriorada y ramplona decoración de las dos pequeñas tiendas que lo flanqueaban.

Bajamos los cuatro a la vez, Michaella cerró el vehículo y, después de atravesar la puerta de madera entreabierta, nos dirigimos a la recepción. Era tarde y todo el personal se reducía a un hombre de mediana edad, vestido de negro, jugueteando con el ordenador tras un mostrador de mármol. No hizo ni un gesto al vernos.

– Buenas noches Don Pietro.

– Buenas noches Tomasso. Encárgate del coche.

– Inmediatamente – y aquel hombre inició una carrerita hacia la calle.

– ¿La habitación? – preguntó Pietro.

– La de siempre – contestó discretamente el recepcionista, alejándose.

Pietro fue hacia el ascensor, le siguieron Chiara y Michaella. Y después, yo.

Continuará…