La Casa di Patty

– ¿Me vais a contar algo?

– Deja de quejarte – dijo Chiara

– No me estoy quejando – contesté sin levantar la voz – Simplemente quiero saber qué hago en esta situación y por qué vamos de un lado a otro de Roma.

– Eres libre para marchar cuando quieras – me contestó Michaella

– ¿Irme? ¿A dónde?

– Puedes volver al hotel, recoger tus cosas y dirigirte a Fuimicino para tomar tu avión a Madrid – me dijo Pietro, volviéndose hacia la izquierda para mirarme fijamente, desde su asiento delantero. Su rostro esbozaba una medio sonrisa que me hacía desconfiar.

– ¿Seguro?

– Seguro que puedes. Lo que no estoy seguro es de que llegues vivo a la puerta de embarque – y explotó en carcajadas.

Michaella conducía de memoria. No necesitaba indicaciones. Y Pietro y Chiara parecían confiar completamente en ella. Eso me hacía reforzar mi sospecha de que todo aquello no era un asunto circunstancial, sino que los tres lo habían planeado todo. O al menos sabían lo que estaban haciendo y qué iba a pasar.

Cuando quise darme cuenta, subíamos por la Vía Cavour en dirección a la Piazza dei Cinquento y Roma Termini, pero giramos a la derecha antes de llegar. Nos metimos por la Vía Napoleone III y Michaella detuvo el coche ante el portal de La Casa di Patty, un hotel tradicional con una gran puerta de madera de roble, enmarcada entre dos columnas de granito que sujetaban un estrecho balcón de piedra. Ese aspecto tan tradicional romano contrastaba con la deteriorada y ramplona decoración de las dos pequeñas tiendas que lo flanqueaban.

Bajamos los cuatro a la vez, Michaella cerró el vehículo y, después de atravesar la puerta de madera entreabierta, nos dirigimos a la recepción. Era tarde y todo el personal se reducía a un hombre de mediana edad, vestido de negro, jugueteando con el ordenador tras un mostrador de mármol. No hizo ni un gesto al vernos.

– Buenas noches Don Pietro.

– Buenas noches Tomasso. Encárgate del coche.

– Inmediatamente – y aquel hombre inició una carrerita hacia la calle.

– ¿La habitación? – preguntó Pietro.

– La de siempre – contestó discretamente el recepcionista, alejándose.

Pietro fue hacia el ascensor, le siguieron Chiara y Michaella. Y después, yo.

Continuará…

Dolce & Gabbana

Nos sobresaltó el golpeteo melódico de un teléfono sobre la pequeña mesa que había junto a la puerta de la cocina. El terminal iba desplazándose con la vibración y amenazaba con caer, pero Pietro, que estaba al lado, con el plato humeante en la mano, se las arregló para cogerlo a tiempo y contestar. Yo, prácticamente desnudo, y Chiara y Michaella en silencio desde el sofá, le observábamos como en una decadente composición de un anuncio de Dolce y Gabbana.

Pese a mis esfuerzos por seguir la conversación, la velocidad con la que hablaba Pietro me impedía entender el motivo de su enérgica reacción. Daba gritos a quien estuviera al otro lado y agitaba su mano derecha, con los dedos juntos en forma de pirámide apuntada hacia su pecho.

Me empezaba a sentir angustiado, mucho, secuestrado virtualmente por las tres personas que me acompañaban, pero sin que fueran ellos quienes me retenían. Lo hacía mi miedo a dar un paso en falso y que lo que Michaella me había contado fuera cierto. Hay que ser un imbécil o un inconsciente si después de haber manipulado a los políticos italianos para que derrocaran a Prodi y que, en un incidente en el que sólo había sido testigo, hubieran muerto varios miembros de un grupo próximo al todopoderoso Cavaliere, uno no percibiera un inminente riesgo vital.

– Vístete, ¡deprisa! – me gritó Pietro

– ¿Por qué? – pregunté innecesariamente

– Tenemos que irnos ya. Vienen a por nosotros

Fui al baño, cogí la ropa y me la fui poniendo mientras Chiara me empujaba para que saliera a la escalera. Bajamos a trompicones y, una vez en la calle, corrimos hasta el coche guiados por Michaella.

Continuará…

Una mentira perfecta

– ¿Me estoy perdiendo algo? – resonó la voz de Pietro desde la cocina

– ¿Qué tal si me dais una explicación? – respondí preguntándole, recriminándole.

Chiara aprovechó para escurrirse de entre mis brazos. Me giré para seguirla con la mirada según se tumbaba en el sofá, apoyando su mejilla derecha en el regazo de Michaella, que permanecía confortablemente sentada, y flexionando ligeramente las rodillas para caber a lo largo. Pietro salió de la cocina con un plato humeante en la mano izquierda y un tenedor en la derecha. Aquella comida, contuviera lo que contuviera, centraba su atención. No retiraba ni desviaba la mirada, ni por mi ni por nadie. Sería la seducción del olor, que prometía un sabor gratificante. Mientras, me sorprendía que siguiera impecablemente vestido y peinado, como siempre, incluso después de matar a sangre fría y escapar corriendo. Yo, en cambio, estaba prácticamente desnudo.

– Eras tú el que me envidiabas porque te tenía – me respondió Michaella con las palabras de mi despedida en el Grand Hotel de la Minerve – Ahora te tenemos los tres. Puedes salir, marcharte, volver a Madrid o dar la vuelta al mundo si quieres. Pero ya no puedes escapar de nosotros.

Era el cazador cazado. O el seductor seducido. ¿Cómo podía haber sido tan cándido para caer en una trampa tan simple? Una mentira perfecta.

Continuará…

Mi secuestro

Salí del baño desnudo, chorreando y restregándome con una toalla blanca que casi no secaba, con el pelo revuelto y la mirada perdida. En ese preciso momento no me importaba nada lo que ocurriera al resto del mundo. Me bastaba con lo mío: no retrasarme en el regreso a Madrid y tener éxito en mi misión. Por eso no dejaba repasar mentalmente las opciones, aunque podría ser que los últimos acontecimientos interfirieran en ambos asuntos.

El piso estaba inundado de silencios. Ninguno de mis tres acompañantes se esforzaba en pronunciar una palabra para comentar nada. Aquello parecía casi un secuestro. ¿Mi secuestro? No había reparado en ello.

– ¡Tenías que hacerlo! – escuché el reproche de Michaella.

– ¿Hacer qué? No sé de qué me hablas – contesté después de enroscarme la toalla alrededor de la cintura.

– Ahora estarán buscándote. Te culparán de las muertes de sus amigos

– ¿A mi? No puede ser. Fueron Chiara y Pietro los que dispararon – repliqué como si estuviera comentando algo cotidiano.

– ¿Estás seguro? Y eso ¿quién lo sabe?

Y tenía razón. Sólo quedábamos tres testigos de los hechos. Pero si ellos no sabían que yo estaba allí..

– Pues no veo la forma ¿Cómo pueden relacionarme a mi con ese lugar y esos hechos? – pregunté inocentemente.

– ¿Tú crees que alguien conectado con Il Cavaliere va a una reunión sin informar a sus superiores?

– Pero fuimos allí por casualidad. Nadie, salvo Pietro, sabía que íbamos a la Ostería.

– Salvo Pietro. ¿Y yo? – apuntó Chiara, que se había acercado sin yo verla, por mi espalda, y me había puesto las manos en los hombros. «¿Habían hecho todo aquello a pesar de mi? ¿O por mi? ¿Para tener un excusa que me retuviese?» Lo de mi permiso sabático era secundario. Me empezaron a preocupar otras cosas.

Me di la vuelta, rápidamente. Le sujeté por la cintura, con fuerza. Forzó la inspiración y me desafió con la mirada.

Continuará…