El tiempo que pasamos en Nueva Orleans nos desquició a las dos. Trabajar bajo tanta presión, controlando a miles de personas como si sus vidas no valiesen nada, decidiendo cuando entraban o salían despedidos sin misericordia, fue causando pequeñas heridas internas, que confluyeron más en mi interior que en el de Rut. A ella le dolían, y tomaba su tiempo y las medidas adecuadas para curarlas. Luego intentaba ayudarme a mi. Pero yo no experimentaba dolor, por la maldita anodinia; sí sentía que con cada despido masivo me arrancaban grandes pedazos de carne, como si fuera la presa de un depredador insaciable. Mi cuota de sufrimiento era proyectada en «el bobo», humillándole a su gusto, o en decenas de hombres como él, de los que frecuentaban los clubs. No era difícil prever que en algún momento todo saltaría en pedazos.
Mi jefe me había reclutado en Londres, tras un ejercicio de selección que más pareció una rueda de reconocimiento del IRA. No me extrañaría que de ahí vinieran sus capacidades. Las mías las probó hasta que no quedó duda de que mi formación no se podía comparar con nada. La mujer perfecta, tomando decisiones sin sentir remordimientos. Entonces fue cuando me propuso irme a la sede de la petrolera en Louisiana, porque quería que alguien de la máxima capacidad y confianza supervisará sobre el terreno toda la política de personal de las plantas del Golfo de México.
No confiaban en los «locals». Los británicos tienen una larga tradición de no confiar en los «locals». En muchas ocasiones, incluso sembraron la duda y el odio interno para controlarlos.
Y fríamente me lo comunicó, con su acento posh de Eaton, cuando me entregó un billete para Estados Unidos. Y añadió algo más.
– Puedes elegir a una persona de confianza para que te acompañe y te ayude. Es todo lo que te concedemos.
Elegí a Rut, la compañera fiel, mi compañera de estudios de psicología avanzada. No sabíamos, al empezar el viaje, que viviríamos intensamente, una junto a la otra, durante años; ni que yo descubriría una parte oculta de mi, que permanecía aletargada hasta entonces; ni que yo conocería al bobo, cuyo cadáver encontrarían en el Mississippi, junto a un centro comercial; ni que yo heredaría la fortuna del bobo, un chico aburrido de familia rica de la Costa Este.
Tampoco yo sabía que un día, después de aquel concierto de Alejandro Fernández, desaparecería sin explicaciones, dejando de estar disponible. Me temí lo peor, sin tener ninguna pista.
Y ahora, a través de ese teléfono móvil, era mi némesis.