Ahogao

El agua estaba quieta, muy limpia. Cristalina. Se veía perfectamente el suelo en las escaleritas con peldaños rugosos de color azul, que daban a la parte de las calles señalizadas con las líneas negras . De las que luego se me clavarían en el cerebro. Quería ser el primero en meterme en el agua. Esas obsesiones mías tan habituales ya aparecían desde temprana edad. Si quiero algo, lo quiero ya.

Era un día entre semana, martes, porque mi hermano nació un martes, y las instalaciones estaban medio vacías a las 11;00 am. Yo salí corriendo del vestuario, dejando a mi padre detrás, iba preparado con mi bañador, puesto desde casa, metido en el flotador, sujetándolo alrededor de mi cintura con las dos manos a cada costado. Todo estaba en silencio. No había nadie a mi alrededor. O al menos no me había fijado. Cuando tienes cuatro años y vas a hacer algo que te apasiona, meterte solo al agua, el mundo se reduce a dos o tres metros alrededor. ¿Socorrista? Venga, que estamos en el Madrid de los 60.

Bajé al primer peldaño de la escalera, decidido a tirarme al agua. De cabeza, como había visto a mi padre hacer. Porque mi padre nadaba muy bien, que no lo he dicho. Y lo hice como él. De cabeza.. Sin pensármelo. Nada de taparme la nariz. Eso no lo hacen los mayores que saben nadar.

Entré bien en el agua. Fría, eso sí. Pero entré bien. No voy a exagerar. Pero igual de bien que entré yo en el agua salió mi flotador por los pies. Un pequeño de cuatro años pierde el flotador en una zona de la piscina donde la profundidad era de 1.20 metros.

A ahogarse.

No sabía flotar. Todavía. Subía. Abría la boca para respirar. Bocanada. De agua. Bajaba., Me impulsaba en el suelo. Pataleaba, intentando subir a coger aire. La superficie estaba e encima. Pegada. Quería llegar. Abría la boca, pero nada, otra vez lo único que entraba por mi boca y nariz era agua. Cada vez me angustiaba más. Seguía chapoteando, sacando la cabeza para respirar, pero ¿éxito? Ninguno. Los que van a morir te saludan.

El tiempo que puede estar así, arriba y abajo, no lo sé. Imagino que no mucho. Pero se me hizo una eternidad. Morirse ahogado sin saber nadar es algo angustioso, me temo. Y ahí me hallaba yo, a lo mío, por ansioso, ahogándome, hasta que noté una mano que me agarró de un brazo.

¡Desamparados!

Esa cría de seis años me arrastró hacia las escaleras. Me dejé llevar hasta que alcance un escalón donde hacer pie y me levanté. Tenía los ojos abiertos con los globos oculares fuera de las órbitas, mientras boqueaba cual pez fuera del agua. Desamparado.

Gritando, salí corriendo a la búsqueda de mi padre.

  • Papá, papá, me he ahogao. Papá, me he ahogao – no paraba de gritar como un poseso.

Y así es. Cuando te has «ahogao» con cuatro años, has cumplido. Cuando te has quedado sin aire, bajo el agua, solo, con cuatro años, lo demás no es importante. Si te has «ahogao» con cuatro años, ya no te puedes ahogar más. Nada de lo que viniera después me quitaría la respiración. Al menos no me haría sentir así. Ya me había «ahogao». No te puede pasar dos veces.

Y desde ese día, cada vez que la veía, a ella, a Desamparados, en la piscina, dentro o fuera del agua, me brillaban los ojos. Y se me llenaban de agua. Otra vez. Me encantaba pasar tiempo con ella. Era mayor. Me daba seguridad. Hasta que un día, dejé de verla. No sé dónde fue.

Por mi parte, aprendí a nadar. Ante las dificultades, antifragilidad. Di que sí, Taleb. Con cinco años ya estaba en el equipo de natación. La braza parecía mi destino.

Agua y mujeres

¿Por qué elegí la natación? No por antifrágil. Lo de antifrágil no se conocía en aquella época. Taleb, en los 70, también era un crío y no imaginaba cisnes negros, no sabía lo que era skin in the game y, ni mucho menos, la antifragilidad. Eso son soplapoileces profundamente superficiales comparado con cómo se las jugaban en los 70 en un barrio de trabajadores de Madrid, hoy convertido en un hub global de datos, me refiero al barrio, pero entonces con mucho campesino emigrado a la ciudad, que había criado una segunda generación de drogadictos y delincuentes. Aquí sobrevivías. Como Tony Manero. Soñando con cruzar el puente de Verrazano camino de Manhattan.

Muchos no llegaron. Unos cuantos se tiraron por el puente montados a caballo. Como mi compañero de pupitre. En la siguiente oleada, sin sospecharlo, camino de Venus en un barco, se les llenaron las venas de virus. En fin, que los que no se habían tirado cayeron.

Habiendo tantos deportes disponibles, uno escapa de las cuadrigas y se hace nadador. Un deporte introvertido, aburrido, incómodo, húmedo, para divergentes. Ya adelanto que el fútbol imposible. No me veía yo con otros 21 jovencitos en pantalón corto corriendo detrás de una pelota. Cuando tocaba el reparto de jugadores en el cole, me tocaba de portero. Tiraban a dar. Y yo no he venido a la vida a sufrir, así que me retiraba. Era muy básico, ni lo probé. Intenté el hockey. Sobre patines, de ruedas. Con sus bolitas y sus rodamientos. Porque tenía las ASLO altas. Me pedían unos análisis y tenía 333. Eso marca por la cifra, que es la mitad de la bestia. El innombrable. Lucifer. El anticristo. Digo yo. Aunque no abandoné la fe hasta más tarde. Al hacer la comunión, o un poquito antes. Creer no es un verbo que se lleve bien conmigo. Por no creer, no creía ni en mi mismo.

¡Joder con las ASLO y las fiebres reumáticas! Y el bencetazil. Un millón doscientas mil unidades. En los glúteos. Semanalmente. ¡Qué dolor! No se me borra la cara del practicante, calvo, con sonrisa sádica. Ahora sería enfermero. Golpe, golpe y pinchazo. Y esa cristalización que bloqueaba la pierna y que nunca desaparecerá de mi memoria.

No se me daba mal el hockey. Porque patinaba bien. Pero no, tampoco me veía dando golpes a una pelotita. En cuanto puede y se me pasó lo de las ASLO, volví al agua. En medio de esa travesía conocí a Gustavo Klint en el Hospital de La Princesa , la cirugía, otra pasión. Fue el nacimiento de una amistad inquebrantable con mi alter ego. Cirujano también.

Además de a mis padres y a mi abuela, le debo la vida y mi afición al agua a las mujeres. O a una mujer. No me voy a dedicar a ensalzar a mis ancestros. Mi agradecimiento a ellos no se puede contar con palabras. Pero, en general, salvo que hayáis sido concebidos en un Mundo Feliz, de Aldous Huxley – ¡cómo me impresionó aquella seríe! -, todo humano tiene unos. Padres. Buenos, malos, regulares. Como toque. Por eso lo de esas exhibiciones pornográficas de amor a las madres me incomoda. Porque es bueno recordar cuando uno se viene arriba que todo sapiens, como yo, como el presidente de los Estados Unidos, del Gobierno de España o de su comunidad de vecinos, tiene una. Madre. Alta, baja, delgada, gorda. Adorable o insoportable. Despegada o helicóptero. Hasta que la pierde. Pero cada uno la suya. La mejor. La única. A veces quieren tanto que adoptan. O se deshacen de sus hijos por quién sabe qué. E igualmente, para bajarnos un poco al suelo, todos venimos de un orgasmo. Trump, Biden, Kamala, Pedro o Penélope. Uno mínimo. Menos frecuentemente de su madre. Más del padre. El orgasmo. Que también todos tenemos uno. Padre.

De lo del orgasmo me hice cargo pasado el tiempo, leyendo el Cosmopolitan. O el Superpop. No recuerdo, Me enteré de que algunos, con suerte, vienen de dos. Y con mucha mucha suerte, de dos simultáneos. El placer es caprichoso pero imprescindible para que te cruces, trabajes, hables, incluso intercambies material genético con otros miembros de la especie. No entiendo por qué esos mismos se ponen tan estupendos con «Todo sobre mi madre». Todos, sin excepción, somos reproducción, con variación y selección. Cis, trans, lo que quieras.

Pero voy a volver a mi afición y a mi vida. Y al agua. A lo que íbamos. Mi vida y mi afición por nadar, por este orden, se la debo a una mujer. Desamparados. Mi primer gran amor. Mi salvadora. Era casi un bebé. Yo no sabía nada. De nadar tampoco. Por eso me pasó lo que les voy a contar.

Tenía cuatro años. Ni más ni menos. Yo. Ella seis. Lo recuerdo sin duda alguna porque fue el mismo día que mi hermano vino al mundo. Así que mi renacimiento a la vida no es por la madre que me parió, en ese momento ocupada trayendo al mundo a mi hermano. Tampoco a mi padre, que el pobre me perdió de vista por unos instantes con el flotador naranja de goma rugosa alrededor de mi cintura.

Ya hacía mucho calor en verano. En el agosto de finales de los 60 no había oleadas. Hacía calor. Del calor de país en desarrollo, de viejos sentados a la puerta de las casas con un silla y un botijo. En los barrios de Madrid. De señoras de negro, con abanico. Porque el luto seguía existiendo. Rigurosamente negro. Cotilleando. «Qué mira que es malo ese niño». Calor de país por industrializar, sacando gente del campo para traerla a las ciudades con los planes de desarrollo de López Rodó y la tecnocracia del Opus. Que a Franco el Opus le servía porque le servía. Gente con ganas de prosperar, «para que nuestros hijos no pasen lo que hemos pasado nosotros», cuánto daño ha hecho eso. Más cornadas que el hambre ha dado esa frase. Para luego dedicar tiempo a la barra de los bares, echando de menos el pueblo, entre carajillo y pluriempleo. Un calor de televisor sin color. En taxis SEAT 1500 con raya roja que cruzaba el negro. En verano. Con las ventanillas abiertas de para en par. O de tranvía por la calle Arturo Soria, que al autobús de la línea 70 todavía le quedaba por llegar. Y un olor a gallinejas y entresijos cuando pasabas por aquel bar en el bulevar, según se llegaba al cruce con López de Hoyos – no confundir con López Rodó -. Sin saber si bajar de aquel vagón azul y blanco a comer o a vomitar. Un calor sin aire acondicionado. Un calor sin expectativa de que no lo hiciera. Sólo esperando sobrevivir. Por eso, a mi, de pequeño, me llevaban a la piscina desde primera hora, a las instalaciones deportivas de un famoso banco que ya no existe. Una de las ventajas para los empleados de un banco español; y para sus familiares.

Por esas cosas de la coincidencia, la mujer de mi vida, la que me la salvó, tenía por nombre Desamparados. ¡Justicia poética!

Continuará…

Antifrágil

La natación no es un deporte. Es un experimento social. O mejor dicho, antisocial. De antifragilidad bajo tortura. Primero, por la manera de entrenar el cuerpo y la mente. De ida y vuelta, Hora tras hora. Día tras día. Luego por la competición. En un medio en el que los humanos somos extraños. Discapacitados. Sin ver, oir, ni hablar. Salvo con uno mismo. Aprendes a reconocer a quien te rodea por el sonido que generan sus cuerpos al chocar con el agua. Así sabes quién son. Cómo están. Incluso qué quieren. Todo lo que se aprende en el agua se mantiene. Para toda la vida. Pero eso sólo lo he comprendido retrospectivamente.

Si se quiere llegar a algo, a competir me refiero, se comienza pronto, a los cinco, seis o siete años. En los inviernos, te meten en un edificio que es una gran caja que huele a lejía. Cuando lo vuelvo a oler me pican los ojos. Es un reflejo condicionado. Fuera hace frío y está oscuro. Anochece pronto. Además, los cristales del recinto están empañados. A veces se condensan gotas. Me recuerdan a lágrimas, Y al dolor de los hombros.

En los años 70 no había actividades extraescolares. Las parejas se preocupaban de sus hijos más que de sus perros, pero no se pasaban el día llevándoles a clase de piano, pintura creativa o estimulación cognitiva para superdotados. A los hijos, no a los perros. Al menos no en mi barrio. Ahora suelen llevar a los perros también.

En mi barrio, sólo unos pocos padres llevaban a sus hijos a hacer deporte. No era por la formación del cuerpo y el alma. Era para evitar que delinquieran. Mi barrio no era ideal. Más bien muy peligroso. Más para los crios. Mi compañero de pupitre en la educación primaria ya había muerto de una sobredosis antes de los dieciocho años. Le sigo recordando tal cual era. Una tristeza. Pero para que no crean que de ese barrio sólo salíamos delincuentes o muertos, aclaro que del mismo lugar también salió un astronauta. ¡Ah! Y el dueño de mi colegio montó una universidad privada de mucho éxito. En. fin, ninguno de mis compañeros de colegio, con un desarrollo emocional llamémosle normal, para la época, prefería meterse en una piscina que dar patadas a un balón, jugar a las canicas con los amigos o meterse en unos recreativos para perfeccionar su técnica con el futbolín y pincharse algo. Salvo Oscar.

A la misma hora. Entrada en el recinto deportivo y desfile al vestuario. Todos con grandes bolsas. Los del Canoe en los 70 llevaban la inscripción «Macho ibérico». Los veía en los campeonatos de Castilla. Yo tenía una mochila cilíndrica azul marino de Speedo. Las dos superficies de los extremos estaban adornadas con multitud de banderas de los Estados Unidos. También tenía un bañador Speedo con la misma bandera. Me gustaba coleccionar bañadores. Tener el último bañador visto en una competición internacional era mi mayor afición. Pero eran caros. Así que los pedía como regalo por las buenas notas. Sacaba buenas notas aunque decían que era muy vago. Eso se lo deben decir a todos, por cierto. Que si me esforzara más podría rendir mejor. También los pedía por mi cumpleaños. Diría que todos los nadadores tienen un cierto grado de exhibicionismo, en notable contraste con la introversión generalizada que imprime este deporte. Por lo de la discapacidad, me refiero.

Tras los habituales comentarios de los miembros del equipo, en el caso del masculino, en el cambio de indumentaria, se guarda la ropa, se pone uno la toalla al hombro y se adentra en el recinto de la piscina. Tras dejar la bolsa en una esquina, hay que ponerse un gorro que bloquea el paso de sonido. Oídos sordos para empezar. Luego, ajuste de unas gafas que se encajan en las órbitas. El ambiente es húmedo y pegajoso por el vapor. Los cuerpos medio desnudos caminan como autómatas hacia el borde de la cubeta. Los entrenadores disponen una pizarra con la rutina de entreno: calentamiento 400, brazos 600, piernas 500. Series… Según sea tu especialidad, entrenas fuerza, resistencia o velocidad.

Luego, rodeado de esos otros cuerpos en remojo, haces 25 metros de ida. Y otros 25 de vuelta, sin parar, una y otra vez. No escuchas. No ves. No hablas. Sólo buscas referencias. Miras la linea negra del suelo. Esa línea negra se te marca. En el cerebro. Más que la goma de las gafas, del bañador o del gorro. A veces golpeas tu mano contra alguien que viene en sentido opuesto. O te frena la patada de quien tienes delante. Brazada, tras brazada, tras brazada, volteas, brazada, otra brazada, una más y volteas.

Esto mismo pasa en verano. Primero por la mañana. Luego por la tarde. La ventaja es que estás al aire libre. La piscina es más larga. Cincuenta metros. Hay luz desde que empiezas hasta que acabas. Se te ocurre jugar al mus entre entreno y entreno. Pero sigues teniendo la línea negra metida en el cerebro.

Relatos de verano: Houdini

La breve historia con Anne pasó a ser pasado. Eso sí, sin olvidarnos el uno del otro al principio. Con periodicidad predecible, recibía sus breves postales con el matasellos de Burdeos. De vuelta, yo la escribía desde la piscina en la que pasaba los veranos entrenando, por las mañanas de 11:00 a 14:00 y por las tardes de 17:00 a 20:00.

El cuerpo humano no está hecho para vivir inmerso en el agua. Los pulpejos de los dedos se arrugan después de pasar unas horas en remojo. Por eso, escribirle a Anne era una aventura. O lo hacía antes de las 11:00 o me tenía que esperar a la siesta, entre las 14:00 y las 17.00. Porque como todo niño español en los años 70, yo hacía la digestión, lo que equivalía a la siesta de los adultos. Este proceso se expandía o encogía con la edad. Según fui creciendo pasó de tres horas, a dos horas y media y, al final, terminó en dos. Ni un minuto más ni uno menos. Pero ¿quién escribe postales de amor imposible antes de las 11:00 de la mañana? Esperaba a la siesta.

Los ratos de siesta los pasaba jugando al mus con Oscar, contra quien se atreviese. El era mi mejor amigo. También nadaba. He de reconocer que me ganaba en las pruebas de mariposa y libre, pero nunca lo consiguió a braza. Eso sí, no tenía mi finura nadando mariposa, espalda, braza y crol.

Vivíamos muy cerca y, aunque íbamos a distintos colegios, pasábamos mucho tiempo juntos. Nos habíamos acostumbrado. Nos comprendíamos sin hablar. Nunca nos enfadábamos entre nosotros.

Desde los siete años, después de recuperarme de aquella larga infección abdominal, sus padres o los míos nos habían llevado a la piscina a entrenar, ya fuera en autobús o en metro. Aquellos viajes de ida y vuelta eran pre-democráticos. Por la época, no por nuestra ideología. Bien recuerdo una vez, con su madre, en la que nos tuvimos que esconder en un portal de la calle Alcalá, al meternos involuntariamente en una batalla entre manifestantes, – creo aún recordar que cantaban algo de la ORT y lanzaban pasquines de Pina López Gay – y la policía. Los grises, que todavía llevaban el abrigo largo, corrían con armas en la mano y lanzando botes de humo. Toda una aventura.

Al final, nuestros padres dejaron de acompañarnos. Ya podíamos ir solos a entrenar. Incluso nos echamos dos novias que eran amigas. Bueno, mejor dicho, yo me eché una novia que tenía una amiga que terminó con Osar. Los sábados salíamos los cuatro juntos. Ya lo contaré en otra ocasión.

Oscar y yo hacíamos buen equipo al mus. Ligábamos buenas cartas. Además, siempre he tenido cara de niño. Así que los contrarios creían leer fácilmente mi rostro. Qué equivocados. Nos turnábamos los papeles. Nunca sabían quién iba a la grande y quién a la chica. Incluso hacíamos evidentes nuestras señas. Confusión. Como Houdini. Mueve tu mano izquierda para golpear con la derecha.

Relatos de verano: Anne

No reincidí durante el resto del viaje. No, no. No reiteré las preguntas prospectivas sobre el potencial interés en el intercambio de material genético. Carecía de la fuerza interior para soportar un nuevo fracaso.

A la mañana siguiente, tras un sueño interrumpido por fantasías sobre la pregunta que tanto me había costado hacer y cuya falta de respuesta, por sueño de la chica que tanto me atraía, me había causado una enorme frustración, volvimos a la tienda que la compañía de Richard Branson había abierto en el centro de Londres. Una sensación de vértigo me sobrecogía, sin habituarme a ello con cada visita, desde el momento que ponía un pie en el local. Cientos de estanterías con vinilos de distintos tamaños se alineaban en cualquier espacio. Y los Bee Gees, gracias al australiano Robert Stigwood, destacaban en los posters colgados por las paredes.

Los Bee Gees, hermanos ellos, tenían un Gee pequeño, Andy. Aunque había pasado algunas temporadas tocando la guitarra y cantando en chiringuitos de playa, en Ibiza no le conocía nadie, aunque se aficionó a la coca, que terminaría rompiédole, literalmente, el corazón – tuvo una pericarditis que lo tumbó años después -. Pero ahora, apoyado por su Gee mayor, Barry, con el trío de producción Gibb-Galuten-Richardson para RSO Records – Robert Stigwood Organization, la misma compañía de Fiebre del Sábado Noche y luego Grease, y John Travolta ajustándose la entrepierna – había conseguido un éxito sin precedentes, Shadow Dancing, que estaba en los lugares más altos de las listas en Estados Unidos.

En la Virgin Megastore, yo repartía mi atención entre esos discos que todavía no habían llegado a Madrid y la figura de mi compañera de viaje moviéndose entre las estanterías. Pero no se me olvida que, en un drástico contraste con mis gustos, absolutamente sesgados por la influencia anglosajona, ella se dirigió a ver discos de Camilo Sesto. Eso, con el tiempo, terminó teniendo efecto. Claro que sólo lo comprendería retrospectivamente.

Las divergencias musicales llevan el desencanto. Algunas palabras inadecuámente usadas también. Y el desencanto al desenamoramiento. Y el desenamoramiento a Anne, una francesa de nariz respingona, a lo Jane Birkin. Anne resultó ser de Burdeos, envuelta en una lánguida lascivia, como la que todo adolescente español en los años 70 atribuía a una francesa. Pero eso es otra historia.

Relatos de verano – ¿Tienes sueño?

– ¿Tienes sueño? – pregunté suavizando el tono de mi voz. Como en las películas. «¿Por qué susurramos como los actores en las películas cuando queremos tener sexo?»

Gran parte de la humanidad, o al menos de esa parte que conozco personalmente, cuatro o cinco, no más, ha aprendido a relacionarse viendo películas, de todo tipo, románticas, de aventuras, violentas, X, que en España las películas se llamaban así antes de que Elon comprara Twitter. Y en las películas, se susurra. Mucho. La seducción se reduce a susurros. Y música de fondo para lubricar voluntades. Por eso suavizamos la voz cuando decidimos que la masturbación no es suficiente y necesitamos de otro ser humano para ejecutar. Porque la gente está por ejecutar más que disfrutar. Y digo seres humanos porque no estoy familiarizado con otro tipos de experiencias interespecie. No sé si se propone o surge. Interespecie, me refiero.

Pero no quiero distraerme de un recuerdo tan vívido.

No me contestó. No se me olvida. Ella no me contestó.

Lo tomé como falta de interés. En aquel momento. ¿Me ignoraba?

«¿Por qué no coordina su interés con el mío?» me pregunté al darme la vuelta en la cama. Muy estrecha, por cierto, para dos personas.

¡Con las palpitaciones que yo sentía en mi pelvis! Rítmicas. Unas ganas tremendas de empujar. Irrefrenables, como diría Gala en una de sus pedantes entrevistas, por ejemplo.

Eso es porque, desde niño, siempre tiendo a pensar mal de los sentimientos de los demás hacia mi. Siempre. Y de sus intenciones.

También podría ser sueño. Sí, sueño. El objeto de mi pasión se había quedado dormida. Quizá era lo normal. Sobre todo si se tenía en cuenta que habíamos estado recorriendo Oxford Street de un lado a otro desde que llegamos a Paddington vía Slough. Pero es que los españoles, en los 70, follabamos poco. Los jóvenes me refiero. Los adultos, aún menos. Poníamos mucha ilusión pero, incluso así, lo hacíamos muy poco. Lo nuestro era más sexo oral. Fantaseábamos, hablábamos, nos contábamos historias. Pero ¿ejecutar?

Era 1978. En diciembre se votaría una nueva Constitución. Yo era un adolescente. De viaje por Inglaterra con otros grupo de españoles. Nos alojábamos en un hotel localizado en Gloucester Place, cuyo recepcionista no inspiraba confianza.

«Tengo que volver a la Virgin Megastore»

Un ángel caído

El hedor a formol y a anhelo fallido impregnaban a Klint como una hedionda segunda piel. Rodeado de oscuridad, la lámpara cenital proyectaba un círculo de luz obsceno sobre la masa helada e inerte que yacía sobre la mesa del quirófano. Lo que tenía frente a sus ojos no era un paciente, no esta vez. Era un ángel, o al menos lo que Gustavo imaginaba que sería la anatomía celestial sometida a la cuchilla implacable de la realidad.

Las alas, desgarradas y cubiertas de un polvo grisáceo, que Klint asoció al residuo del olvido, se desplomaban sobre el suelo ajedrezado. El bisturí, incisivo hasta el extremo de lo irreal, temblaba en la mano del diestro cirujano. ¿Incidir y disecar la gracia divina? ¿Suturar el misterio? La lógica se difuminaba en los bordes de la escena, como las plumas lo hacían de las extremidades aladas.

Un sonido gutural, a medio camino entre el lamento y el trueno, escapó del pico oculto del ángel. O tal vez fue la propia cordura de Klint la que se quebraba, incapaz de soportar la tensión entre lo divino y lo profano. Seguro que la belleza se la llevó toda el portador de la luz.

Con un movimiento rápido, casi automático, Klint hundió la hoja en el pecho del ser celestial. No encontró sangre, ni órganos, solo un vacío luminoso que le devolvió la mirada con la intensidad de mil soles fríos. Y en ese vacío, Klint creyó ver la respuesta a todas sus preguntas, reflejada en un lenguaje que no era capaz de comprender, pero que lo explicaba todo. Sin símbolos ni sonidos. Todo era inmanente.

La luz se apagó de golpe, sumiendo el quirófano en una oscuridad absoluta. Cuando volvió la electricidad, el ángel había desaparecido. Sólo quedaba el eco de un aleteo fantasmal y, en la mano de Klint, el bisturí aún vibrante con el pulso de lo imposible.

Pensar

Pensar es poderoso. La complejidad de nuestro pensamiento nos define como humanos. Pensar es más que procesar información. Es cuestionar, explorar, crear. ¿Cuántos piensan? ¿Quién entiende lo que piensan?

Pensar puede ser un refugio. Nos permite escapar de la rutina. A veces, es una lucha. Nos enfrenta a nuestras dudas y miedos.

Pensar abre puertas. Nos lleva a nuevas ideas, soluciones, caminos. Pero también puede cerrar puertas. Nos hace dudar, temer, retroceder. Por miedo.

Pensar es un acto de libertad. Podemos imaginar lo imposible. Soñar sin límites. Pero también es una responsabilidad. Cada pensamiento puede tener consecuencias.

Pensar nos conecta. Compartimos ideas, aprendemos unos de otros. Pero también nos aísla. Cada mente es un universo único, a veces incomprensible.

Pensar es necesario. Nos impulsa a crecer, a cambiar. Nos ayuda a entender el mundo y a nosotros mismos. Pero pensar demasiado puede ser una trampa. Nos paraliza, nos agota.

Pensar es el primer paso hacia la acción. Una chispa que enciende el movimiento. Pero pensar sin actuar es inútil. Las ideas deben materializarse.

Fotógrafo


Aquí estoy, en medio de El Rastro, el mercado de pulgas más famoso… de Madrid.

Soy un fotógrafo valiente, pero desafortunado. El artista incomprendido. Pero hoy, como cada domingo, mi ritual me ha llevado a la aventura con mi amada cámara en mano, entre la multitud que se agolpa alrededor de los puestos de venta, bajo la impertérrita mirada de la estatua de Cascorro.

Pero la masa no piensa, no tiene misericordia de mi. Ignoran que ando a la búsqueda del momento irrepetible. Me arrastran, me empujan, me hacen girar…

¡Es un centrifugado humano!

Un paso a la izquierda, ¡zas!, un codazo. Un paso a la derecha, ¡pum!, un bolso en la cara. A veces un bastón. Otras un paraguas. Todos esos artilugios amenazan alguno de mis orificios naturales. O amenzan con crearme otros nuevos.

Intento retroceder, no sé a dónde, pero la multitud me empuja hacia adelante.

¡Es un baile frenético!

De repente, mi cámara sale volando por los aires.

¡Oh, no!

Miro arriba. Al cielo. Cuál artista en la pista de un circo, doy pasitos a derecha e izquierda calculando el punto de caída donde, si no calculo mal, podrá impactar la máquina con mis manos, en vez de con el suelo. O con la crisma de algún viandante. O de los niños que son transportados en esos carritos que martillean sin piedad mis rodillas.

Es una lucha. Pero no me rindo.

Como a bajas revoluciones, veo mi cámara flotando en el aire sin saber que el dispositivo de disparo automático hace que, involuntariamente, vaya capturando imágenes de cuadros, antigüedades, reliquias, libros y espejos en los que una multitud queda reflejada.

¡Es un festín visual!

Afortunadamente, la cámara aterriza en mis manos. Miro la última foto y no me lo puedo creer.

¡Es perfecta! La humanidad contenida en un trozo de El Rastro pasará a la eternidad en formato digital.

Ella

En el corazón de Madrid de los años 80 había una peluquería como ninguna otra, incomparable, impresentable, divina. Unisex. Su dueño, un espíritu libre y pelo rizado, era conocido simplemente como "Ella". Ella no quería discriminación en su peluquería. Por eso, no tenía lista de precios, no tenía citas, ni siquiera tenía un letrero en la puerta. Lo que sí tenía era una clientela fiel que apreciaba sus dotes para la creación.

Ella hacía, indiscriminadamente, alguna permanente floja. No importaba si entrabas con el pelo liso como un tablón o rizado como un sacacorchos, salías con una permanente floja que te hacía parecer una estrella de rock. Y si te quejabas, Ella simplemente te guiñaba un ojo y decía: "¡Eso es Madrid, cariño!"

La peluquería de Ella se convirtió en cita obligada para todo tipo de personas: punks, yuppies, artistas, políticos... todos se mezclaban en un desfile interminable de personalidades coloridas, brillantes, deslumbrantes, desquiciantes y desquiciadas. Y aunque sus peinados podían ser un poco... peculiares, nadie podía negar que Ella tenía un don para unir a la gente.

Así que, si alguna vez te encuentras en Madrid, en algún rincón olvidado de los años 80, busca la peluquería unisex y sin nombre. Y recuerda: no importa cómo sea tu pelo y tu género cuando entres, porque seguro que saldrás con una permanente floja de toma pan y moja.

Nota: Inspirado y dedicado a Fabio de Miguel, la persona que de verdad le echó valor en los 80. 

https://www.youtube.com/watch?v=I75_5tV7T0U