Michaella en Lido di Ostia

En la brumosa tarde, Klint paseaba con la inquietante sensación de que los acontecimientos recientes se habían trenzado en una trama urdida por fuerzas insospechadas. El eco de su conversación con el ex primer ministro italiano, Romano Prodi, resonaba como las voces murmurantes en una biblioteca olvidada.

La brisa acariciaba su rostro mientras observaba las olas romper en la orilla. Entonces, la visión etérea de una figura femenina emergió de la neblina marina. Era Michaella, la imagen de una memoria lejana, el motivo de que hubiera llegado tan lejos. Su presencia era un juego de espejos entre la realidad y la percepción.

«Gustavo…» susurró su voz, melódica como una antigua canción romana.

Él sintió que estaba siendo arrastrado hacia un enigma, uno tejido con hilos de recuerdos y conjeturas. Se preguntó si Michaella era más que una quimera, si su aparición tenía algún significado oculto, como las pistas cifradas en los textos de la Cábala.

«Michaella…» pronunció su nombre, cautivo por el misterio que ella encarnaba.

Michaella by Julio Mayol #AI

Gustavo sentía que había traspasado los límites de la realidad convencional, adentrándose en un mundo donde los hechos eran sombras y las sombras, palabras.

Ella sonrió con un universo de significados ocultos en su mirada. «Los destinos se retuercen en los pliegues de nuestra historia, Gustavo.»

Klint se sumió en una sensación de déjà vu. La playa, el viento, Michaella…

«¿Cómo estás aquí?» cuestionó. Penetrar en el misterio de aquella mujer, que semidesnuda paseaba por Lido di Ostia, era su obsesión.

Ella extendió la mano, y sus dedos se desvanecieron en la brisa. «Somos personajes en un cuento que se escribe en las intersecciones del tiempo.»

El ocaso pintó el cielo con tonos dorados y violetas. Gustavo luchaba por descifrar la trama que los unía, preguntándose si eran los hilos invisibles del destino o meras invenciones de su mente inquieta.

«Michaella, en este juego de espejos, ¿qué papel desempeñamos?» preguntó, en busca de un soplo de verdad.

La noche se desplegó sobre el horizonte, las estrellas parpadeaban y generaban códigos secretos de la complejidad cósmica. Gustavo y Michaella quedaron atrapados en las palabras, porque el relato se resistía a ser desentrañado.

Exéresis

Mientras se detenía frente a una de las pinturas, Klint no pudo evitar simular la reacción de la mente del artista frente a su obra. ¿Cómo podía Freud transmitir vívidamente el conflicto interno de los protagonistas a partir de simples pinceladas? ¿Qué tipo de proceso mental y emocional había experimentado mientras componía cada cuadro?

Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que, en cierto sentido, él mismo estaba inmerso en un proceso similar. Como Freud, él también se dedicaba a explorar la mente de quienes le rodeaban. La única diferencia era que Freud utilizaba el arte como medio de expresión, mientras que Klint lo hacía a través de la cirugía, orgánica o social. Porque Gustavo, además, troceaba los problemas hasta extirpar las lesiones. Aunque a veces se excedía en los limites de la exéresis, lesionando el tejido sano.

Nada más importa

Colgué el teléfono. No sabía si reír. O no. Yo. O fingir que no había escuchando y seguir con mis cosas.

Gustavo no olvida. Nunca. Y me había llamado para vernos. Quería recorrer los mismos sitios que solíamos frecuentar noche tras noche antes de que se marchara a Roma. Una excusa. Tonta y mala. Como siempre. Ambos sabíamos lo que la mentira esconde. Esa necesidad casi obsesiva de acaparar la atención que le es propia. Cuando él quiere, de quien él quiere, como él quiera. Nada más importa.

LGDK – 8:00 Starting the day

Ever since I can remember, I hate the sound of alarm clocks waking me up. That is why I prefer waking up to a smooth and warm yet artificial light, gradually increasing in intensity like an encroaching daylight. All 365 days of the year, including weekends, the sun rises in my room when the clock strikes 6.30 am. In reality, it is only 5.40 am, because my alarm is always ahead of time. Fifty minutes early; not a minute more, not a minute less, fifty. I am sure that some soft music would never hurt anyone since I sleep alone, by personal choice of course. But then I would have to decide which music would be best to wake up to every morning, and I don’t feel like making more decisions about mundane aspects of my daily life.

            If I did not have to go to work, I would go back to sleep. Otherwise, once I am out of bed I go straight to the bathroom, always. It is an automatism, completely avolitional. It is the first thing I do in the morning, an irrational act, just like the rest of humanity. I undress, empty my bladder, wash my hands, and afterwards look at myself in the mirror as I attempt to tame my hair, all blonde and tousled, with my damp hands. At this point in time, I am still fuzzy, whether from sleep or presbyopia I cannot tell. I stroke my eyebrows, rub my eyes, trace my face with the tips of my fingers until they rest on my jawline. I don’t know why I do that, I just do.

            I make a living with these hands, which seem rather common. There’s nothing special about them. From time to time, I stare at them as if they don’t belong to me. I stretch them out in front of me and turn them around to look at them from different angles. Five fingers each, palms and backs, with short nails. I hate the sight of long nails on a man, and especially on me. I feel a certain disgust when I see them. They only looked good on de Niro playing Louis Cyphre in New Orleans. “How terrible is wisdom when it brings no profit to the wise, Johnny”. A feature befitting the character.

            My fingers have been in places other human beings would consider unusual, not because they are unknown but because they are nasty. I must confess that it has been pleasurable having them there.

            I am a surgeon….

Traducción y adaptación de Ameera alHasan

En 2018…

Haré algunas cosas mejor y otras peor
Intentaré cometer menos errores pero cometeré otros distintos
Haré daño
Lo intentaré evitar
Terminaré otro libro de Gustavo Klint
Seguiré sin saber tocar música
Me enfadaré menos
Conoceré más gente
Tendré menos tiempo para unas cosas y más para otras
Aprenderé lo que ignoro
Me creeré menos de lo que sé
Buscaré quien me sustituya
Buscaré a quien sustituir
Reiré
Sonreiré
Lloraré
Echaré de menos
Provocaré
Irritaré
Tendré nuevos proyectos
Amaré rápido
Quizá sea el último
En resumen, viviré hasta donde se pueda.

¿Es un crimen?

Disimulé el temblor apoyándome contra la pared. Me esforcé por compensarlo y busqué formas de no desequilibrarme, pero la debilidad me recorría desde las caderas a las rodillas, lo me que traía la terrible sensación de que, inminentemente, me fallarían las fuerzas y las piernas dejarían de sujetarme, porque se doblarían convirtiéndome, finalmente, en una marioneta. Caería como un trapo, informe, sobre mi mismo.

Sostenía el teléfono a la altura de mi rostro. Lo apartaba y lo aproximaba de nuevo. Leía y releía, como si al hacerlo mucho, y rápidamente, pudiera ocurrir el milagro y, mágicamente, cambiara el significado de las palabras que me habían entrado por los ojos y que, ardiendo, estaban a punto de explotar.

Gustavo, ha sido un terrible accidente
Qué ha pasado? √√
No me vuelvas a escribir nunca más

Esperaba y desesperé. Deseaba no saber, ignorarlo todo, como si nada nunca antes hubiera ocurrido. Quería que el tiempo pasado retornara al comienzo y en el presente se borrara lo que lamentaba. En vano.

– ¿Te ocurre algo? Tienes mala cara.

– ¡Déjame en paz! No quiero hablar.

Tuve asco del mundo y de mi propia existencia, a la vez. Cualquier ser humano a mi alrededor, o una voz, o todo, desataba una exasperante descarga que recorría todas las terminaciones nerviosas, en cualquier punto de mi cuerpo.

Sería mi cerebro debatiéndose en una lucha asimétrica, pero cuando me intentaron abrazar para confortarme me dolió la piel. Me quemaba por dentro la angustia, entre náuseas y un enorme peso en el pecho, como si toneladas de culpa reposaran en él antes de aplastarme el corazón.

– Por favor, déjame. Prefiero estar solo.

Agotado

Todos los días son sólo otro día.
Y otro día.
Y otro más.

Mientras, el cansancio se va apoderando de mi.
Desgasta.
Consume.
Derrota.

Me acuesto agotado después de no hacer nada especial.
Y me despierto temprano, mucho antes de que amanezca.
Ya no me importa la luz.
Sólo hay paz en las tinieblas.

Cierro los ojos.
Intento no caer, pero no puedo.
La escucho.
La veo.
La siento.

Clasificación de las Hemorragias

Hoy me han recordado este post que Gustavo Klint escribió en el blog «Panorama desde el Puente», coincidiendo con un viaje a Colombia en Diciembre de 2008.

4 de diciembre de 2008 – Bogotá

Hoy Mayol ha estado a lo suyo. Después de la conferencia sobre hemorragias intraoperatorias, ha sido entrevistado para un canal de televisión en Bogotá. Y luego, mientras visitábamos el Museo del Oro, de nuevo hemos tenido que interrumpir la visita para que fuera entrevistado telefónicamente para Radio Caracol.

Pero eso no es lo que venía a contarles.

Lo interesante ha sido ver la reacción de sus colegas cirujanos cardiovasculares colombianos ante la denominada Clasificación de Mayol de la Hemorragias Intraoperatorias, que básicamente se divide en cuatro grandes grupos:

Grado I: Quién me mandaría operar a este paciente
Grado II: Quién me mandaría venir hoy
Grado III: Quién me mandaría hacerme cirujano
Grado IV: Quién me mandaría nacer…

Esta clasificación ha sido modificada, durante su conferencia, en lo que vendremos a llamar Clasificación de Mayol Modificada o Clasificación de Bogotá de la Hemorragia Intraoperatoria, para contemplar un quinto y dramático grado:

Grado V: Qué pena no haberme muerto chiquito.

Bueno, dejando las bromas a parte, empiezo a estar cansado.

Mayol no parece sufrir pero yo ahora puedo entender como se siente la gente que sale de gira.

Cada día una cara nueva, una actividad nueva, un hotel diferente, una sonrisa más que marcar en la cara…

Alexandra

Pensé en llamar a Alexandra.

Tan desesperado estaba como para que se me ocurriera hacerme con uno de los móviles de mis compañeros de huída, que ahora también eran mis secuestradores, discretamente, y marcar su número, que sólo guardo en la memoria para que nadie más lo conozca. Luego restauraría el teléfono a su configuración original. Seguro que levantaba sospechas, pero no podía arriesgarme a que cualquiera de ellos revisara el historial de llamadas y pudiera identificarla.

Afortunadamente, no había posibilidad de que no recordara las cifras. No las olvidaría nunca. Ese teléfono era para nuestro uso exclusivo. Nadie más conocía su existencia. Y prometimos usarlo en situaciones desesperadas. Pero ¿acaso esta no lo era?

¿Y qué le diría? «Dile a tu marido que hable con el Cónsul o con el Embajador y que sepan que me han secuestrado, pero no del todo. O no secuestrado, sino retenido en contra de mi voluntad» no me parecía apropiado. «Llama a tu amiga, la mujer del Cónsul, y dile que necesito cobijo en la embajada de Austria» era un doble tiro en el estómago. O una ruleta rusa, porque era mejor que no supiera que la mujer del Cónsul me conocía, ni que yo estaba al tanto de los juegos que se traía Andrea con el bronceado embajador austriaco.

Rápidamente, concluí que de decidirme por algo era mejor escapar y fracasar, o morir acribillado en un callejón romano, que hacerla pasar por eso.

Nadie podía albergar la más mínima sospecha de que Alexandra della Rovere y yo nos conociéramos, más allá de ver como nos dábamos unos breves besos protocolarios, cuando coincidíamos en la Embajada de España en Roma durante alguna de las fiestas. Ella siempre aparecía ingrávida, envuelta en sorprendentes vestidos largos, monocromáticos, negros, o rojos o blancos, con un largo pelo castaño apoyado sobre uno de sus hombros hasta el pecho, el cuello alargado y esbelto, el rostro simétrico con ojos brillantes y claros, y esos voluptuosos y prominentes pómulos, su boca de amplios labios rosados marcada por una sonrisa. Sería ingenuo pensar que alguien podría fijarse en mi estando en su presencia. Yo sólo me acercaba a ella, apoyaba mis mejillas en las suyas, alternándolas, y susurraba en su oído, «Te amo». Su cuerpo no respondía con gestos reconocibles para nadie de los que nos rodeaban. Ni siquiera su marido. O eso me parecía. En ocasiones, me convencía a mi mismo que Valeria me superaba en la capacidad de control emocional. En otras ocasiones dudaba; cabía la posibilidad de que no se contuviese en absoluto y que, simplemente, no me amase a mi.

Esa mujer no era una persona convencional, aunque sí una dedicada madre con tres guapísimos críos tras diez años de matrimonio con el agregado cultural, un abogado experto en arte, de una familia española muy tradicional. Los della Rovere descendían de una estirpe noble cuyos orígenes estaban en la ciudad de Savona. Y solía contar, orgullosa, que entre sus antepasados estaba el Papa Julio II, Giuliano della Rovere. Eso les abrió las puertas del Vaticano para su boda. Subió las escalinatas con un vestido blanco marfil con una cola de dos metros. La bajó con un anillo marcado con su nombre y la fecha. A la familia de él la trajeron desde España. Los de ella vinieron de todos los rincones de Italia. Y lo celebraron durante dos días y dos noches, sin descanso.

Pero sobre todo y primero de nada, Alexandra era la única persona que me ayudaba secretamente a no desesperar, a cualquier hora, en cualquier situación, en cualquier lugar del mundo. No había en ella nada más bello que lo que me transmitía con su voz, como música para mi alma en tiempos de insoportable soledad. Mi gusto por el tono y el ritmo de las voces femeninas viene, sin duda, de las tardes que pasamos en la Opera de Viena, cuando mis padres me obligaban a acompañarles y luego íbamos al café del Hotel Sacher, justo enfrente, a comer tarta. El chocolate me encantaba y de ello daban fe mis mofletes embadurnados de negro, pero no soportaba las conversaciones de mis padres sobre las actuaciones de las divas. Me parecían horrendas. Es más, nunca he sabido identificar los distintos tipos de voces, ni diferenciar una contralto de una mezzosoprano o de una soprano. O me seducían o me parecían estridentes. Como con Valeria. En su caso, lo único importantes es que al escucharla se calmaba mi ansiedad y se aclaraban mis ideas. Las ordenaba casi espontáneamente. El sonido de sus palabras aumentaba mi amor por ella y su imagen en mi fantasía se expandía ilimitadamente.

Nuestro primer encuentro fue por pura casualidad. O una broma del destino.

– ¿Me podría indicar dónde está la Embajada de España? – pregunté, sin esforzarme lo más mínimo en intentar hacerlo en italiano, a una mujer vestida toda de negro y con el pelo recogido en un moño tirante, que resaltaba la perfección de sus rasgos. Me crucé con ella en la vía dei Due Macelli. Me habían indicado que la Embajada se encontraba por allí.

– ¿La Embajada de España en la República Italiana o ante la Santa Sede? – y al escucharla responder en castellano me desconcerté.

– Pues, la de la República Italiana – dudé al contestar

– Entonces acompáñeme. Tenemos que ir a la Piazza Borghese – y con su mirada me provocó une escalofrío que aún se repite en las noches en que recibo alguno de sus mensajes de voz.

Mientras recorríamos los 700 metros de distancia que separaban ambas plazas a lo largo de la vía Condotti, nos presentamos. Más bien, ella se presentó y yo la admiré.

– Y usted, señor Klint, ¿a qué se dedica? – susurró. Y como Dickens en David Cooperfield, le narré que nací y crecí, me hice cirujano, me manché las manos de sangre…. pero no supe lo que era la vida hasta encontrarla a ella.

– Dr. Klint es usted un zalamero. ¡No hace ni diez minutos que nos conocemos! Seguro que con su aspecto austriaco y sus palabras envenenadas, habrá miles de señoras Klint por el mundo pensando «¿Seré yo señor, seré yo?» y dispuestas a seguirle hasta el infinito y más allá, como repite mi hijo mayor cuando termina de ver Toy Story.

Al verla caminar por la estrecha acera de Condotti, mientras me regañaba por mi atrevimiento, me preguntaba a mi mismo cómo Alexandra della Rovere podía mantener el equilibrio con unos zapatos de tacón de alfiler. Pronto me di cuenta de que no los apoyaba. Casi flotaba, de puntillas. La falda, muy estrecha, le impedía dar pasos largos.

También me pregunté, mientras se despedía de mi, cómo podría seguir viéndola. O cómo no verla nunca más y no volverme loco.

Pasó el tiempo rápido, entre visitas a escondidas, llamadas sin rastro, VPNs que derivaban mi señal de internet para que nadie pudiera rastrear desde donde le mandaba mis mensajes, y mucho deseo contenido, al menos por mi parte. Pasó el tiempo hasta llegar a hoy. Y no me he vuelto loco, porque me contuve como nunca hubiera hecho una diva de cualquier ópera de Giacomo Puccini. Lo primero. Y porque no nos dejamos de ver ya nunca, desde ese primer encuentro.

Alexandra se convirtió en mi guía por el mundo de la diplomacia en Roma y en el Vaticano, y en mi fuente de información, sensible e insensible, que resultaba imprescindible para simplificar mi plan de acoso y derribo al gobierno italiano. Esa tarea que tanto me excitó terminó siendo la pesadilla que me tenía ahora sujeto por cuerdas invisibles, como una marioneta, manejada por el Il Cavaliere y los suyos.

Mientras estaba en esa situación, retenido, prefería evitar sus recuerdos, cualquier mínimo detalle que me hiciera echarla de menos. Porque lo intenté obstinadamente, le fui sincero. No cabía duda, por ella lo hubiera dejado todo. Le di la oportunidad de retirarme, sólo tenía que hacer una señal. Y no quiso. Ella cargará con la culpa de todo el sufrimiento que se desató. Durante el resto de sus días. Porque reconozco que fui yo quien la convirtió en la medida de todas las cosas. Pero a partir de ese momento, no dejé de preguntarme si alguna vez había sido amado.

De repente, me di cuenta de que estaba bloqueado, metido en un círculo que sólo empeoraba con cada nuevo pensamiento. Me dije a mi mismo «No pienses en ella. Cuenta.. uno, dos, tres, cuatro… Elimina los recuerdos» Lo hacía desde pequeño, y eso me daba un toque frío y calculador. Pero o los borraba o sería muy improbable que saliera de ésta. Era momento de pensar y luchar por la supervivencia, porque los otros tres, Pietro, Chiara y Michaella, no parecían tan perturbados por el asunto como a mi me parecía que debieran.

La Casa di Patty

– ¿Me vais a contar algo?

– Deja de quejarte – dijo Chiara

– No me estoy quejando – contesté sin levantar la voz – Simplemente quiero saber qué hago en esta situación y por qué vamos de un lado a otro de Roma.

– Eres libre para marchar cuando quieras – me contestó Michaella

– ¿Irme? ¿A dónde?

– Puedes volver al hotel, recoger tus cosas y dirigirte a Fuimicino para tomar tu avión a Madrid – me dijo Pietro, volviéndose hacia la izquierda para mirarme fijamente, desde su asiento delantero. Su rostro esbozaba una medio sonrisa que me hacía desconfiar.

– ¿Seguro?

– Seguro que puedes. Lo que no estoy seguro es de que llegues vivo a la puerta de embarque – y explotó en carcajadas.

Michaella conducía de memoria. No necesitaba indicaciones. Y Pietro y Chiara parecían confiar completamente en ella. Eso me hacía reforzar mi sospecha de que todo aquello no era un asunto circunstancial, sino que los tres lo habían planeado todo. O al menos sabían lo que estaban haciendo y qué iba a pasar.

Cuando quise darme cuenta, subíamos por la Vía Cavour en dirección a la Piazza dei Cinquento y Roma Termini, pero giramos a la derecha antes de llegar. Nos metimos por la Vía Napoleone III y Michaella detuvo el coche ante el portal de La Casa di Patty, un hotel tradicional con una gran puerta de madera de roble, enmarcada entre dos columnas de granito que sujetaban un estrecho balcón de piedra. Ese aspecto tan tradicional romano contrastaba con la deteriorada y ramplona decoración de las dos pequeñas tiendas que lo flanqueaban.

Bajamos los cuatro a la vez, Michaella cerró el vehículo y, después de atravesar la puerta de madera entreabierta, nos dirigimos a la recepción. Era tarde y todo el personal se reducía a un hombre de mediana edad, vestido de negro, jugueteando con el ordenador tras un mostrador de mármol. No hizo ni un gesto al vernos.

– Buenas noches Don Pietro.

– Buenas noches Tomasso. Encárgate del coche.

– Inmediatamente – y aquel hombre inició una carrerita hacia la calle.

– ¿La habitación? – preguntó Pietro.

– La de siempre – contestó discretamente el recepcionista, alejándose.

Pietro fue hacia el ascensor, le siguieron Chiara y Michaella. Y después, yo.

Continuará…