Antifrágil

La natación no es un deporte. Es un experimento social. O mejor dicho, antisocial. De antifragilidad bajo tortura. Primero, por la manera de entrenar el cuerpo y la mente. De ida y vuelta, Hora tras hora. Día tras día. Luego por la competición. En un medio en el que los humanos somos extraños. Discapacitados. Sin ver, oir, ni hablar. Salvo con uno mismo. Aprendes a reconocer a quien te rodea por el sonido que generan sus cuerpos al chocar con el agua. Así sabes quién son. Cómo están. Incluso qué quieren. Todo lo que se aprende en el agua se mantiene. Para toda la vida. Pero eso sólo lo he comprendido retrospectivamente.

Si se quiere llegar a algo, a competir me refiero, se comienza pronto, a los cinco, seis o siete años. En los inviernos, te meten en un edificio que es una gran caja que huele a lejía. Cuando lo vuelvo a oler me pican los ojos. Es un reflejo condicionado. Fuera hace frío y está oscuro. Anochece pronto. Además, los cristales del recinto están empañados. A veces se condensan gotas. Me recuerdan a lágrimas, Y al dolor de los hombros.

En los años 70 no había actividades extraescolares. Las parejas se preocupaban de sus hijos más que de sus perros, pero no se pasaban el día llevándoles a clase de piano, pintura creativa o estimulación cognitiva para superdotados. A los hijos, no a los perros. Al menos no en mi barrio. Ahora suelen llevar a los perros también.

En mi barrio, sólo unos pocos padres llevaban a sus hijos a hacer deporte. No era por la formación del cuerpo y el alma. Era para evitar que delinquieran. Mi barrio no era ideal. Más bien muy peligroso. Más para los crios. Mi compañero de pupitre en la educación primaria ya había muerto de una sobredosis antes de los dieciocho años. Le sigo recordando tal cual era. Una tristeza. Pero para que no crean que de ese barrio sólo salíamos delincuentes o muertos, aclaro que del mismo lugar también salió un astronauta. ¡Ah! Y el dueño de mi colegio montó una universidad privada de mucho éxito. En. fin, ninguno de mis compañeros de colegio, con un desarrollo emocional llamémosle normal, para la época, prefería meterse en una piscina que dar patadas a un balón, jugar a las canicas con los amigos o meterse en unos recreativos para perfeccionar su técnica con el futbolín y pincharse algo. Salvo Oscar.

A la misma hora. Entrada en el recinto deportivo y desfile al vestuario. Todos con grandes bolsas. Los del Canoe en los 70 llevaban la inscripción «Macho ibérico». Los veía en los campeonatos de Castilla. Yo tenía una mochila cilíndrica azul marino de Speedo. Las dos superficies de los extremos estaban adornadas con multitud de banderas de los Estados Unidos. También tenía un bañador Speedo con la misma bandera. Me gustaba coleccionar bañadores. Tener el último bañador visto en una competición internacional era mi mayor afición. Pero eran caros. Así que los pedía como regalo por las buenas notas. Sacaba buenas notas aunque decían que era muy vago. Eso se lo deben decir a todos, por cierto. Que si me esforzara más podría rendir mejor. También los pedía por mi cumpleaños. Diría que todos los nadadores tienen un cierto grado de exhibicionismo, en notable contraste con la introversión generalizada que imprime este deporte. Por lo de la discapacidad, me refiero.

Tras los habituales comentarios de los miembros del equipo, en el caso del masculino, en el cambio de indumentaria, se guarda la ropa, se pone uno la toalla al hombro y se adentra en el recinto de la piscina. Tras dejar la bolsa en una esquina, hay que ponerse un gorro que bloquea el paso de sonido. Oídos sordos para empezar. Luego, ajuste de unas gafas que se encajan en las órbitas. El ambiente es húmedo y pegajoso por el vapor. Los cuerpos medio desnudos caminan como autómatas hacia el borde de la cubeta. Los entrenadores disponen una pizarra con la rutina de entreno: calentamiento 400, brazos 600, piernas 500. Series… Según sea tu especialidad, entrenas fuerza, resistencia o velocidad.

Luego, rodeado de esos otros cuerpos en remojo, haces 25 metros de ida. Y otros 25 de vuelta, sin parar, una y otra vez. No escuchas. No ves. No hablas. Sólo buscas referencias. Miras la linea negra del suelo. Esa línea negra se te marca. En el cerebro. Más que la goma de las gafas, del bañador o del gorro. A veces golpeas tu mano contra alguien que viene en sentido opuesto. O te frena la patada de quien tienes delante. Brazada, tras brazada, tras brazada, volteas, brazada, otra brazada, una más y volteas.

Esto mismo pasa en verano. Primero por la mañana. Luego por la tarde. La ventaja es que estás al aire libre. La piscina es más larga. Cincuenta metros. Hay luz desde que empiezas hasta que acabas. Se te ocurre jugar al mus entre entreno y entreno. Pero sigues teniendo la línea negra metida en el cerebro.

Relatos de verano: Houdini

La breve historia con Anne pasó a ser pasado. Eso sí, sin olvidarnos el uno del otro al principio. Con periodicidad predecible, recibía sus breves postales con el matasellos de Burdeos. De vuelta, yo la escribía desde la piscina en la que pasaba los veranos entrenando, por las mañanas de 11:00 a 14:00 y por las tardes de 17:00 a 20:00.

El cuerpo humano no está hecho para vivir inmerso en el agua. Los pulpejos de los dedos se arrugan después de pasar unas horas en remojo. Por eso, escribirle a Anne era una aventura. O lo hacía antes de las 11:00 o me tenía que esperar a la siesta, entre las 14:00 y las 17.00. Porque como todo niño español en los años 70, yo hacía la digestión, lo que equivalía a la siesta de los adultos. Este proceso se expandía o encogía con la edad. Según fui creciendo pasó de tres horas, a dos horas y media y, al final, terminó en dos. Ni un minuto más ni uno menos. Pero ¿quién escribe postales de amor imposible antes de las 11:00 de la mañana? Esperaba a la siesta.

Los ratos de siesta los pasaba jugando al mus con Oscar, contra quien se atreviese. El era mi mejor amigo. También nadaba. He de reconocer que me ganaba en las pruebas de mariposa y libre, pero nunca lo consiguió a braza. Eso sí, no tenía mi finura nadando mariposa, espalda, braza y crol.

Vivíamos muy cerca y, aunque íbamos a distintos colegios, pasábamos mucho tiempo juntos. Nos habíamos acostumbrado. Nos comprendíamos sin hablar. Nunca nos enfadábamos entre nosotros.

Desde los siete años, después de recuperarme de aquella larga infección abdominal, sus padres o los míos nos habían llevado a la piscina a entrenar, ya fuera en autobús o en metro. Aquellos viajes de ida y vuelta eran pre-democráticos. Por la época, no por nuestra ideología. Bien recuerdo una vez, con su madre, en la que nos tuvimos que esconder en un portal de la calle Alcalá, al meternos involuntariamente en una batalla entre manifestantes, – creo aún recordar que cantaban algo de la ORT y lanzaban pasquines de Pina López Gay – y la policía. Los grises, que todavía llevaban el abrigo largo, corrían con armas en la mano y lanzando botes de humo. Toda una aventura.

Al final, nuestros padres dejaron de acompañarnos. Ya podíamos ir solos a entrenar. Incluso nos echamos dos novias que eran amigas. Bueno, mejor dicho, yo me eché una novia que tenía una amiga que terminó con Osar. Los sábados salíamos los cuatro juntos. Ya lo contaré en otra ocasión.

Oscar y yo hacíamos buen equipo al mus. Ligábamos buenas cartas. Además, siempre he tenido cara de niño. Así que los contrarios creían leer fácilmente mi rostro. Qué equivocados. Nos turnábamos los papeles. Nunca sabían quién iba a la grande y quién a la chica. Incluso hacíamos evidentes nuestras señas. Confusión. Como Houdini. Mueve tu mano izquierda para golpear con la derecha.

Relatos de verano – ¿Tienes sueño?

– ¿Tienes sueño? – pregunté suavizando el tono de mi voz. Como en las películas. «¿Por qué susurramos como los actores en las películas cuando queremos tener sexo?»

Gran parte de la humanidad, o al menos de esa parte que conozco personalmente, cuatro o cinco, no más, ha aprendido a relacionarse viendo películas, de todo tipo, románticas, de aventuras, violentas, X, que en España las películas se llamaban así antes de que Elon comprara Twitter. Y en las películas, se susurra. Mucho. La seducción se reduce a susurros. Y música de fondo para lubricar voluntades. Por eso suavizamos la voz cuando decidimos que la masturbación no es suficiente y necesitamos de otro ser humano para ejecutar. Porque la gente está por ejecutar más que disfrutar. Y digo seres humanos porque no estoy familiarizado con otro tipos de experiencias interespecie. No sé si se propone o surge. Interespecie, me refiero.

Pero no quiero distraerme de un recuerdo tan vívido.

No me contestó. No se me olvida. Ella no me contestó.

Lo tomé como falta de interés. En aquel momento. ¿Me ignoraba?

«¿Por qué no coordina su interés con el mío?» me pregunté al darme la vuelta en la cama. Muy estrecha, por cierto, para dos personas.

¡Con las palpitaciones que yo sentía en mi pelvis! Rítmicas. Unas ganas tremendas de empujar. Irrefrenables, como diría Gala en una de sus pedantes entrevistas, por ejemplo.

Eso es porque, desde niño, siempre tiendo a pensar mal de los sentimientos de los demás hacia mi. Siempre. Y de sus intenciones.

También podría ser sueño. Sí, sueño. El objeto de mi pasión se había quedado dormida. Quizá era lo normal. Sobre todo si se tenía en cuenta que habíamos estado recorriendo Oxford Street de un lado a otro desde que llegamos a Paddington vía Slough. Pero es que los españoles, en los 70, follabamos poco. Los jóvenes me refiero. Los adultos, aún menos. Poníamos mucha ilusión pero, incluso así, lo hacíamos muy poco. Lo nuestro era más sexo oral. Fantaseábamos, hablábamos, nos contábamos historias. Pero ¿ejecutar?

Era 1978. En diciembre se votaría una nueva Constitución. Yo era un adolescente. De viaje por Inglaterra con otros grupo de españoles. Nos alojábamos en un hotel localizado en Gloucester Place, cuyo recepcionista no inspiraba confianza.

«Tengo que volver a la Virgin Megastore»

Michaella en Lido di Ostia

En la brumosa tarde, Klint paseaba con la inquietante sensación de que los acontecimientos recientes se habían trenzado en una trama urdida por fuerzas insospechadas. El eco de su conversación con el ex primer ministro italiano, Romano Prodi, resonaba como las voces murmurantes en una biblioteca olvidada.

La brisa acariciaba su rostro mientras observaba las olas romper en la orilla. Entonces, la visión etérea de una figura femenina emergió de la neblina marina. Era Michaella, la imagen de una memoria lejana, el motivo de que hubiera llegado tan lejos. Su presencia era un juego de espejos entre la realidad y la percepción.

«Gustavo…» susurró su voz, melódica como una antigua canción romana.

Él sintió que estaba siendo arrastrado hacia un enigma, uno tejido con hilos de recuerdos y conjeturas. Se preguntó si Michaella era más que una quimera, si su aparición tenía algún significado oculto, como las pistas cifradas en los textos de la Cábala.

«Michaella…» pronunció su nombre, cautivo por el misterio que ella encarnaba.

Michaella by Julio Mayol #AI

Gustavo sentía que había traspasado los límites de la realidad convencional, adentrándose en un mundo donde los hechos eran sombras y las sombras, palabras.

Ella sonrió con un universo de significados ocultos en su mirada. «Los destinos se retuercen en los pliegues de nuestra historia, Gustavo.»

Klint se sumió en una sensación de déjà vu. La playa, el viento, Michaella…

«¿Cómo estás aquí?» cuestionó. Penetrar en el misterio de aquella mujer, que semidesnuda paseaba por Lido di Ostia, era su obsesión.

Ella extendió la mano, y sus dedos se desvanecieron en la brisa. «Somos personajes en un cuento que se escribe en las intersecciones del tiempo.»

El ocaso pintó el cielo con tonos dorados y violetas. Gustavo luchaba por descifrar la trama que los unía, preguntándose si eran los hilos invisibles del destino o meras invenciones de su mente inquieta.

«Michaella, en este juego de espejos, ¿qué papel desempeñamos?» preguntó, en busca de un soplo de verdad.

La noche se desplegó sobre el horizonte, las estrellas parpadeaban y generaban códigos secretos de la complejidad cósmica. Gustavo y Michaella quedaron atrapados en las palabras, porque el relato se resistía a ser desentrañado.

Dolce & Gabbana

Nos sobresaltó el golpeteo melódico de un teléfono sobre la pequeña mesa que había junto a la puerta de la cocina. El terminal iba desplazándose con la vibración y amenazaba con caer, pero Pietro, que estaba al lado, con el plato humeante en la mano, se las arregló para cogerlo a tiempo y contestar. Yo, prácticamente desnudo, y Chiara y Michaella en silencio desde el sofá, le observábamos como en una decadente composición de un anuncio de Dolce y Gabbana.

Pese a mis esfuerzos por seguir la conversación, la velocidad con la que hablaba Pietro me impedía entender el motivo de su enérgica reacción. Daba gritos a quien estuviera al otro lado y agitaba su mano derecha, con los dedos juntos en forma de pirámide apuntada hacia su pecho.

Me empezaba a sentir angustiado, mucho, secuestrado virtualmente por las tres personas que me acompañaban, pero sin que fueran ellos quienes me retenían. Lo hacía mi miedo a dar un paso en falso y que lo que Michaella me había contado fuera cierto. Hay que ser un imbécil o un inconsciente si después de haber manipulado a los políticos italianos para que derrocaran a Prodi y que, en un incidente en el que sólo había sido testigo, hubieran muerto varios miembros de un grupo próximo al todopoderoso Cavaliere, uno no percibiera un inminente riesgo vital.

– Vístete, ¡deprisa! – me gritó Pietro

– ¿Por qué? – pregunté innecesariamente

– Tenemos que irnos ya. Vienen a por nosotros

Fui al baño, cogí la ropa y me la fui poniendo mientras Chiara me empujaba para que saliera a la escalera. Bajamos a trompicones y, una vez en la calle, corrimos hasta el coche guiados por Michaella.

Continuará…

Una mentira perfecta

– ¿Me estoy perdiendo algo? – resonó la voz de Pietro desde la cocina

– ¿Qué tal si me dais una explicación? – respondí preguntándole, recriminándole.

Chiara aprovechó para escurrirse de entre mis brazos. Me giré para seguirla con la mirada según se tumbaba en el sofá, apoyando su mejilla derecha en el regazo de Michaella, que permanecía confortablemente sentada, y flexionando ligeramente las rodillas para caber a lo largo. Pietro salió de la cocina con un plato humeante en la mano izquierda y un tenedor en la derecha. Aquella comida, contuviera lo que contuviera, centraba su atención. No retiraba ni desviaba la mirada, ni por mi ni por nadie. Sería la seducción del olor, que prometía un sabor gratificante. Mientras, me sorprendía que siguiera impecablemente vestido y peinado, como siempre, incluso después de matar a sangre fría y escapar corriendo. Yo, en cambio, estaba prácticamente desnudo.

– Eras tú el que me envidiabas porque te tenía – me respondió Michaella con las palabras de mi despedida en el Grand Hotel de la Minerve – Ahora te tenemos los tres. Puedes salir, marcharte, volver a Madrid o dar la vuelta al mundo si quieres. Pero ya no puedes escapar de nosotros.

Era el cazador cazado. O el seductor seducido. ¿Cómo podía haber sido tan cándido para caer en una trampa tan simple? Una mentira perfecta.

Continuará…

Mi secuestro

Salí del baño desnudo, chorreando y restregándome con una toalla blanca que casi no secaba, con el pelo revuelto y la mirada perdida. En ese preciso momento no me importaba nada lo que ocurriera al resto del mundo. Me bastaba con lo mío: no retrasarme en el regreso a Madrid y tener éxito en mi misión. Por eso no dejaba repasar mentalmente las opciones, aunque podría ser que los últimos acontecimientos interfirieran en ambos asuntos.

El piso estaba inundado de silencios. Ninguno de mis tres acompañantes se esforzaba en pronunciar una palabra para comentar nada. Aquello parecía casi un secuestro. ¿Mi secuestro? No había reparado en ello.

– ¡Tenías que hacerlo! – escuché el reproche de Michaella.

– ¿Hacer qué? No sé de qué me hablas – contesté después de enroscarme la toalla alrededor de la cintura.

– Ahora estarán buscándote. Te culparán de las muertes de sus amigos

– ¿A mi? No puede ser. Fueron Chiara y Pietro los que dispararon – repliqué como si estuviera comentando algo cotidiano.

– ¿Estás seguro? Y eso ¿quién lo sabe?

Y tenía razón. Sólo quedábamos tres testigos de los hechos. Pero si ellos no sabían que yo estaba allí..

– Pues no veo la forma ¿Cómo pueden relacionarme a mi con ese lugar y esos hechos? – pregunté inocentemente.

– ¿Tú crees que alguien conectado con Il Cavaliere va a una reunión sin informar a sus superiores?

– Pero fuimos allí por casualidad. Nadie, salvo Pietro, sabía que íbamos a la Ostería.

– Salvo Pietro. ¿Y yo? – apuntó Chiara, que se había acercado sin yo verla, por mi espalda, y me había puesto las manos en los hombros. «¿Habían hecho todo aquello a pesar de mi? ¿O por mi? ¿Para tener un excusa que me retuviese?» Lo de mi permiso sabático era secundario. Me empezaron a preocupar otras cosas.

Me di la vuelta, rápidamente. Le sujeté por la cintura, con fuerza. Forzó la inspiración y me desafió con la mirada.

Continuará…

Due Ladroni

Me vi arrastrado por Pietro y Chiara hacia la puerta. No opuse resistencia, quería salir de allí aunque no supiera hacia dónde. Ella abrió y ambos me empujaron en el asiento trasero de un coche que estaba aparcado a un par de metros. Cada uno se metió por uno de los lados del vehículo y me dejaron en medio.

El coche arrancó. No me había dado cuenta de que al volante había alguien a quien conocía.

– Hola querido doctor Klint – dijo Michaella, mirándome por el retrovisor.

– ¿Tú tambien, Michaella? – pregunté, como el César a su preferido al ser apuñalado.

Salimos a la Vía del Babuino y de allí a la Piazza del Popolo. Me sentía mareado, con ganas de vomitar. Los vaivenes y cambios bruscos de carril a la que nos sometía la agresiva conducción de Michaella no hacían más que empeorar la situación. Tomamos la Vía di Rippeta, dejamos a la izquierda el Mausoleo di Augusto y nos detuvimos a la altura del 141. Chiara y Pietro me sacaron del coche y sin decir palabra, Michaella continuó.

Estaba sudando, pero tenía frío. Me sentía muy mareado, tan mal que no sabía cuanto tiempo podría contenerme. Inspiraba profundamente para intentar compensar las náuseas, pero sin éxito. Vomité en la acera.

– Gustavo, no sabía que eras un espíritu tan sensible. ¿Te molesta la sangre? – rió Pietro

– Mientras no sea mía no tengo problema. Pero me mareo en los coches si no conduzco, ¡joder! – y extendí la mano esperando un pañuelo. No me hicieron ni caso.

Pietro marcó un código en la cerradura electrónica en una puerta de madera verde, en un edificio de cuatro plantas, de color grisáceo, salpicado de largas y estrechas ventanas cubiertas por persianas de madera de doble hoja. Sonó un engranaje y se liberó el cierre. Chiara empujó. Entramos. Me subieron casi a rastras hasta el primer piso, por una escalera que crujía cada vez que pisábamos un escalón. Al final, entramos en una gran habitación con una enorme cama con un cabecero de hierro forjado y un sofá. Parecía que aquel era nuestro destino esa noche.

– Desnúdate, hueles a vómito.

– Sí, doctor Klint, apestas – agregó Pietro

Me quité la chaqueta, la camisa y la corbata. Luego busqué un sitio donde dejarla y encontré un baño. Allí me metí y me propuse lavarme la cara con agua fresca y limpiar las manchas de vómito de la ropa de la que me había despojado con un poco de jabón y abundante agua. Al abrir el grifo, las tuberías sonaron como si fuera la primera vez que eran usadas. Eso me impidió escuchar que alguien más había llegado. Sólo al salir supe que ya no éramos tres, sino cuatro. Michaella se había unido a nosotros.

– ¿Quieres comer, Gustavo? – me preguntó Michaella.

– No, gracias – contesté con una mueca de asco.

– Pues yo sí – dijo Chiara

– Pediré algo al Ristorante Due Ladroni. Están aquí al lado, en la Piazza Nicosia – replicó Pietro. Sacó el teléfono y marcó un número.

Su actitud debería haberme extrañado, pero no. No sólo no sentían miedo o remordimiento después de haber matado a toda aquella gente, sino que se les había abierto el apetito. Eso sí, Pietro y Chiara habían asesinado a sangre fría sin perder ni un miligramo de elegancia.

Decidí volver a encerrarme en el baño. Una vez dentro, me desnudé y me metí en la ducha. Abrí los grifos y las tuberías volvieron a gritar. Los chorros que caían encima de mi cabeza eran intermitentes, pero de intensidad suficiente para limpiarme por completo. Me restregué el jabón por el pelo. Luego me enjaboné entero. Sentía el impulso irrefrenable de depurarme, después de todo lo que había pasado. Y sin que tuviera sentido tampoco, empezó a preocuparme que la estancia en Roma se alargara inoportunamente. Mi permiso sin sueldo como profesor visitante en Tor Vergata se estaba acabando.

Tampoco me sorprendió la velocidad con la que mi cerebro superó la tragedia ajena y pasó a centrarse en mis pequeños asuntos personales.

Continuará…

Fascinación

– ¡No! – gritó Pietro al ver a Chiara abalanzándose sobre la mesa.

Pietro Occhiobuono me había acompañado durante todas mis visitas a Roma en el último año. Se había ganado mi confianza incondicional; y sin temor a reconocerlo, me había fascinado. Por su belleza, que envidiaba. Por su cultura, que compartía. Por su interés en mi, que también compartía. Nunca rechazaba una oportunidad para encontrarnos, charlar o disfrutar juntos de todo tipo de diversiones desde el día en que vino a mi encuentro en aquella clase de Tor Vergata. Lentamente, había ido tejiendo su trampa alrededor mío. Ingenuo de mi, había caído presa con las mismas artimañas con las que los senadores tránsfugas sucumbieron después a mi juego.

Primero se interesó por mis destrezas profesionales y mis trabajos de investigación mientras dábamos largos paseos por los alrededores de la Facultad de Medicina. Después, quiso saber más sobre mi vocación y del duro camino que había recorrido hasta convertirme en cirujano. Para mi satisfacción, me escuchaba sin parpadear, con una mirada cálida y etrusca, y me hacía sentir como si todo a nuestro alrededor hubiese desaparecido. Por supuesto que yo también quería saber más de él. Así que hablamos de nuestras infancias, amores y desengaños. Seguramente, los dos fabulábamos.

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Aprovechó cada una de mis cortas visitas para enseñarme Roma como sólo un romano puede hacer, en moto o andando, sin parar en los pasos de peatones, acelerando entre los coches. Y no sólo alrededor de la Piazza Venezia. Me llevaba de visita nocturna por el Trastevere y de paseo diurno por el Lungotevere. También quedábamos para desayunar o cenar en la terraza del Hotel del Foro, en la esquina de la Vía Tor de Conti, con los restos del Imperio Romano justo al frente, donde pisaron Julio César, Augusto, Tiberio, Calígula, Agripina, Claudio, Mesalina o el ardiente Nerón. Estar allí, observando el Foro Romano e imaginando siglos de historias, conspiraciones y traiciones, me hacía más elocuente.

También nos sentábamos en la escalinata de la Piazza de Spagna y veíamos a los turistas amontonarse en los escalones para salir en las fotografías tomadas desde la Via dei Condotti.

Sentía que me comprendía, que compartía conmigo la curiosidad insaciable por todo lo humano; y sus acciones me sugerían que, como yo, buscaba entender mejor las pasiones que desgarran nuestras almas. Estábamos de acuerdo en que sólo conociéndolas y experimentándolas podríamos controlarlas.

Y así, poco a poco, fue descubriéndome sus verdaderas intenciones. Supongo que por vanidad, me adentré con él en el mundo de la política italiana sin tener un objetivo claro. Mera curiosidad. Hasta que, en una fiesta en el Hotel Regina, me confesó que dirigía un grupo de apoyo a Il Profesore desde los tiempos de su primer gobierno en 1996. Eso explicaba la imposibilidad de conocer nada de su vida más allá de lo que estaba directamente relacionado conmigo. Nunca me había hablado de Chiara; y de Michaella sólo aquella noche. Luego, llegó la explicación sobre la votación de confianza y el deseo de Il Profesore de perderla sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera imaginar que era así.

– ¿Qué hacéis? – dijo Francesca al ver a Pietro y a Chiara forcejar para coger los dos revólveres.

Retumbaron dos disparos en el local. Temblé al escucharlos. No sentí nada, ningún dolor. Deduje rápidamente que yo no había sido el blanco. Salvo que estar muerto fuera así. Pero no. Desorientado, me las apañé para verificar el estado de todos los que me acompañaban. Todos estaban de pie, menos Vicenzo que, como un saco, se desplomaba sobre el suelo. Francesca observaba la escena aterrorizada.

Chiara recuperó el equilibrio con el arma en la mano. Dio dos pasos en dirección a Vicenzo, que agonizaba en un charco de sangre. Se situó a la altura de su cabeza. Extendió su brazo derecho, apuntándole, y le descerrajó otro tiro en la frente. Al verlo y escucharlo, me agité por dentro. No sé si por miedo o asco. O ambas cosas.

Continuará…

Zron

De repente, Pietro se olvidó de los «negocios» y comenzó a burlarse cruelmente de Vicenzo, de sus andanzas por la ciudad, de los accidentes de tráfico que acabaron con la vida de respetables miembros de la sociedad y la política italiana, de los robos y estafas que había llevado a cabo un hombre tan imbécil.

– ¡Mira que intentar meterte en la cárcel por seis millones de euros! ¡Con todos los delitos que has cometido!

Y Vicenzo descomponía su ya ridícula expresión facial entre carcajada y carcajada. Su fealdad resaltaba más aún cuando se acercaba a Pietro, que mantenía una pérfida elegancia. Vicenzo no se ofendía, más bien se regocijaba en su estupidez.

– ¡Por el futuro! ¡Por lo que nos queda por disfrutar! – y levantaba de nuevo la copa entre risotadas.

Según bebía más y más champán, nos contaba nuevos casos con toda una variedad de detalles. Alardeó de aquella vez en que, junto con otros dos amigos venidos de fuera de la citá, se dedicó a patear al hijo de un famoso empresario automovilístico, quien se negaba a donar fondos para sostener las actividades de un político en alza. Al chico le tuvieron que operar de urgencia en el Agostino Gemelli para salvarle la vida, porque le habían reventado el hígado y el bazo. Para Vicenzo era divertido, una forma de vivir y ganarse la vida. También nos contó los trabajos de Francesca que, efectivamente, había estado en una canal de televisión en España como animadora. Ella solía aprovechar los contactos de su exmarido para frecuentar la compañía de algunos importantes caballeros con negocios en el Banco Vaticano.

– ¡Por el doctor Klint! – gritó Pietro – ¡Y por los votos que ha conseguido cambiar! – De nuevo, sentí un beso en mi frente.
– ¡Por el nuevo gobierno! – replicaron todos

Las conversaciones aumentaron en el contenido violento de sus historias, desgarradoras en algún caso para mi que no soporto la agresión física. Y mientras, el tiempo se había parado, o al menos no avanzaba al ritmo y en la dirección que yo hubiera deseado. Aquella fiesta parecía no tener un fin. Y se hacía más insoportable porque no encontraba en mi cabeza, habitualmente fría, un recurso para acabar con aquella situación de la mejor manera posible para mi.

El alcohol ingerido sin medida aumentaba las probabilidades de que alguien eligiera de manera equivocada. Me parecía que las luces del lugar habían perdido potencia. Estábamos casi a oscuras o era el alcohol en mi sistema nervioso. Las lámparas ya no alumbraban como antes. Tampoco hablábamos en voz baja. Al menos no Vicenzo. Pietro tenía sentada a su derecha a Zron, o Chiara, a la que acariciaba la cara interna del muslo derecho como si estuviera tocando una guitarra. Las otras dos parejas se mantenían en silencio. Sólo me miraban. Francesca permanecía muda. Y los dos revólveres seguían estando encima de la mesa, entre las cuatro botellas de champán y alguna copa.

– Pietro ¿nos ayudará «il dottore»? – preguntó Vicenzo

– Seguro. Es el mejor cirujano y un seductor – contestó Pietro mirando a Zron. Ese seguía siendo su nombre para mi, aunque fuera Chiara.

En ese momento, ella me miraba a mi y le daba espalda. Sin esperarlo, Pietro agarró enérgicamente a Chiara por el cuello, apretó, la giró y arrastró hacía él y la besó. Hubo un súbito silencio, interrumpido segundos después por la voz desagradable de Vicenzo y de los otros dos hombres, que jaleaban a un Pietro absolutamente borracho. Zron se resistía, gruñía, intentaba soltarse, pero Pietro ejercía más fuerza, Vicenzo bramaba como un animal, secundado por los otros dos. Las manos de Pietro eran como cepos. Yo mismo lo había comprobado en la Piazza Navona. Ahora estaba desconcertado y no sabía que hacer. Miraba la escena como si fuera una pesadilla, flotando en las alturas. Las armas seguían encima de la mesa. Francesca se abrazaba a Vicenzo, le susurraba algo al oído. Las otras dos chicas se escondieron en la oscuridad.

Chiara consiguió zafarse de Pietro retorciéndole el brazo. Se tiró encima de la mesa. Di un paso atrás. No vi bien lo que pasaba, pero las copas cayeron y reventaron en mil pedazos contra el suelo. Me fijé en sus ojos, en su mirada enfocada en un punto…

Continuará…