La Casa di Patty

– ¿Me vais a contar algo?

– Deja de quejarte – dijo Chiara

– No me estoy quejando – contesté sin levantar la voz – Simplemente quiero saber qué hago en esta situación y por qué vamos de un lado a otro de Roma.

– Eres libre para marchar cuando quieras – me contestó Michaella

– ¿Irme? ¿A dónde?

– Puedes volver al hotel, recoger tus cosas y dirigirte a Fuimicino para tomar tu avión a Madrid – me dijo Pietro, volviéndose hacia la izquierda para mirarme fijamente, desde su asiento delantero. Su rostro esbozaba una medio sonrisa que me hacía desconfiar.

– ¿Seguro?

– Seguro que puedes. Lo que no estoy seguro es de que llegues vivo a la puerta de embarque – y explotó en carcajadas.

Michaella conducía de memoria. No necesitaba indicaciones. Y Pietro y Chiara parecían confiar completamente en ella. Eso me hacía reforzar mi sospecha de que todo aquello no era un asunto circunstancial, sino que los tres lo habían planeado todo. O al menos sabían lo que estaban haciendo y qué iba a pasar.

Cuando quise darme cuenta, subíamos por la Vía Cavour en dirección a la Piazza dei Cinquento y Roma Termini, pero giramos a la derecha antes de llegar. Nos metimos por la Vía Napoleone III y Michaella detuvo el coche ante el portal de La Casa di Patty, un hotel tradicional con una gran puerta de madera de roble, enmarcada entre dos columnas de granito que sujetaban un estrecho balcón de piedra. Ese aspecto tan tradicional romano contrastaba con la deteriorada y ramplona decoración de las dos pequeñas tiendas que lo flanqueaban.

Bajamos los cuatro a la vez, Michaella cerró el vehículo y, después de atravesar la puerta de madera entreabierta, nos dirigimos a la recepción. Era tarde y todo el personal se reducía a un hombre de mediana edad, vestido de negro, jugueteando con el ordenador tras un mostrador de mármol. No hizo ni un gesto al vernos.

– Buenas noches Don Pietro.

– Buenas noches Tomasso. Encárgate del coche.

– Inmediatamente – y aquel hombre inició una carrerita hacia la calle.

– ¿La habitación? – preguntó Pietro.

– La de siempre – contestó discretamente el recepcionista, alejándose.

Pietro fue hacia el ascensor, le siguieron Chiara y Michaella. Y después, yo.

Continuará…

Dolce & Gabbana

Nos sobresaltó el golpeteo melódico de un teléfono sobre la pequeña mesa que había junto a la puerta de la cocina. El terminal iba desplazándose con la vibración y amenazaba con caer, pero Pietro, que estaba al lado, con el plato humeante en la mano, se las arregló para cogerlo a tiempo y contestar. Yo, prácticamente desnudo, y Chiara y Michaella en silencio desde el sofá, le observábamos como en una decadente composición de un anuncio de Dolce y Gabbana.

Pese a mis esfuerzos por seguir la conversación, la velocidad con la que hablaba Pietro me impedía entender el motivo de su enérgica reacción. Daba gritos a quien estuviera al otro lado y agitaba su mano derecha, con los dedos juntos en forma de pirámide apuntada hacia su pecho.

Me empezaba a sentir angustiado, mucho, secuestrado virtualmente por las tres personas que me acompañaban, pero sin que fueran ellos quienes me retenían. Lo hacía mi miedo a dar un paso en falso y que lo que Michaella me había contado fuera cierto. Hay que ser un imbécil o un inconsciente si después de haber manipulado a los políticos italianos para que derrocaran a Prodi y que, en un incidente en el que sólo había sido testigo, hubieran muerto varios miembros de un grupo próximo al todopoderoso Cavaliere, uno no percibiera un inminente riesgo vital.

– Vístete, ¡deprisa! – me gritó Pietro

– ¿Por qué? – pregunté innecesariamente

– Tenemos que irnos ya. Vienen a por nosotros

Fui al baño, cogí la ropa y me la fui poniendo mientras Chiara me empujaba para que saliera a la escalera. Bajamos a trompicones y, una vez en la calle, corrimos hasta el coche guiados por Michaella.

Continuará…

Una mentira perfecta

– ¿Me estoy perdiendo algo? – resonó la voz de Pietro desde la cocina

– ¿Qué tal si me dais una explicación? – respondí preguntándole, recriminándole.

Chiara aprovechó para escurrirse de entre mis brazos. Me giré para seguirla con la mirada según se tumbaba en el sofá, apoyando su mejilla derecha en el regazo de Michaella, que permanecía confortablemente sentada, y flexionando ligeramente las rodillas para caber a lo largo. Pietro salió de la cocina con un plato humeante en la mano izquierda y un tenedor en la derecha. Aquella comida, contuviera lo que contuviera, centraba su atención. No retiraba ni desviaba la mirada, ni por mi ni por nadie. Sería la seducción del olor, que prometía un sabor gratificante. Mientras, me sorprendía que siguiera impecablemente vestido y peinado, como siempre, incluso después de matar a sangre fría y escapar corriendo. Yo, en cambio, estaba prácticamente desnudo.

– Eras tú el que me envidiabas porque te tenía – me respondió Michaella con las palabras de mi despedida en el Grand Hotel de la Minerve – Ahora te tenemos los tres. Puedes salir, marcharte, volver a Madrid o dar la vuelta al mundo si quieres. Pero ya no puedes escapar de nosotros.

Era el cazador cazado. O el seductor seducido. ¿Cómo podía haber sido tan cándido para caer en una trampa tan simple? Una mentira perfecta.

Continuará…

Mi secuestro

Salí del baño desnudo, chorreando y restregándome con una toalla blanca que casi no secaba, con el pelo revuelto y la mirada perdida. En ese preciso momento no me importaba nada lo que ocurriera al resto del mundo. Me bastaba con lo mío: no retrasarme en el regreso a Madrid y tener éxito en mi misión. Por eso no dejaba repasar mentalmente las opciones, aunque podría ser que los últimos acontecimientos interfirieran en ambos asuntos.

El piso estaba inundado de silencios. Ninguno de mis tres acompañantes se esforzaba en pronunciar una palabra para comentar nada. Aquello parecía casi un secuestro. ¿Mi secuestro? No había reparado en ello.

– ¡Tenías que hacerlo! – escuché el reproche de Michaella.

– ¿Hacer qué? No sé de qué me hablas – contesté después de enroscarme la toalla alrededor de la cintura.

– Ahora estarán buscándote. Te culparán de las muertes de sus amigos

– ¿A mi? No puede ser. Fueron Chiara y Pietro los que dispararon – repliqué como si estuviera comentando algo cotidiano.

– ¿Estás seguro? Y eso ¿quién lo sabe?

Y tenía razón. Sólo quedábamos tres testigos de los hechos. Pero si ellos no sabían que yo estaba allí..

– Pues no veo la forma ¿Cómo pueden relacionarme a mi con ese lugar y esos hechos? – pregunté inocentemente.

– ¿Tú crees que alguien conectado con Il Cavaliere va a una reunión sin informar a sus superiores?

– Pero fuimos allí por casualidad. Nadie, salvo Pietro, sabía que íbamos a la Ostería.

– Salvo Pietro. ¿Y yo? – apuntó Chiara, que se había acercado sin yo verla, por mi espalda, y me había puesto las manos en los hombros. «¿Habían hecho todo aquello a pesar de mi? ¿O por mi? ¿Para tener un excusa que me retuviese?» Lo de mi permiso sabático era secundario. Me empezaron a preocupar otras cosas.

Me di la vuelta, rápidamente. Le sujeté por la cintura, con fuerza. Forzó la inspiración y me desafió con la mirada.

Continuará…

Due Ladroni

Me vi arrastrado por Pietro y Chiara hacia la puerta. No opuse resistencia, quería salir de allí aunque no supiera hacia dónde. Ella abrió y ambos me empujaron en el asiento trasero de un coche que estaba aparcado a un par de metros. Cada uno se metió por uno de los lados del vehículo y me dejaron en medio.

El coche arrancó. No me había dado cuenta de que al volante había alguien a quien conocía.

– Hola querido doctor Klint – dijo Michaella, mirándome por el retrovisor.

– ¿Tú tambien, Michaella? – pregunté, como el César a su preferido al ser apuñalado.

Salimos a la Vía del Babuino y de allí a la Piazza del Popolo. Me sentía mareado, con ganas de vomitar. Los vaivenes y cambios bruscos de carril a la que nos sometía la agresiva conducción de Michaella no hacían más que empeorar la situación. Tomamos la Vía di Rippeta, dejamos a la izquierda el Mausoleo di Augusto y nos detuvimos a la altura del 141. Chiara y Pietro me sacaron del coche y sin decir palabra, Michaella continuó.

Estaba sudando, pero tenía frío. Me sentía muy mareado, tan mal que no sabía cuanto tiempo podría contenerme. Inspiraba profundamente para intentar compensar las náuseas, pero sin éxito. Vomité en la acera.

– Gustavo, no sabía que eras un espíritu tan sensible. ¿Te molesta la sangre? – rió Pietro

– Mientras no sea mía no tengo problema. Pero me mareo en los coches si no conduzco, ¡joder! – y extendí la mano esperando un pañuelo. No me hicieron ni caso.

Pietro marcó un código en la cerradura electrónica en una puerta de madera verde, en un edificio de cuatro plantas, de color grisáceo, salpicado de largas y estrechas ventanas cubiertas por persianas de madera de doble hoja. Sonó un engranaje y se liberó el cierre. Chiara empujó. Entramos. Me subieron casi a rastras hasta el primer piso, por una escalera que crujía cada vez que pisábamos un escalón. Al final, entramos en una gran habitación con una enorme cama con un cabecero de hierro forjado y un sofá. Parecía que aquel era nuestro destino esa noche.

– Desnúdate, hueles a vómito.

– Sí, doctor Klint, apestas – agregó Pietro

Me quité la chaqueta, la camisa y la corbata. Luego busqué un sitio donde dejarla y encontré un baño. Allí me metí y me propuse lavarme la cara con agua fresca y limpiar las manchas de vómito de la ropa de la que me había despojado con un poco de jabón y abundante agua. Al abrir el grifo, las tuberías sonaron como si fuera la primera vez que eran usadas. Eso me impidió escuchar que alguien más había llegado. Sólo al salir supe que ya no éramos tres, sino cuatro. Michaella se había unido a nosotros.

– ¿Quieres comer, Gustavo? – me preguntó Michaella.

– No, gracias – contesté con una mueca de asco.

– Pues yo sí – dijo Chiara

– Pediré algo al Ristorante Due Ladroni. Están aquí al lado, en la Piazza Nicosia – replicó Pietro. Sacó el teléfono y marcó un número.

Su actitud debería haberme extrañado, pero no. No sólo no sentían miedo o remordimiento después de haber matado a toda aquella gente, sino que se les había abierto el apetito. Eso sí, Pietro y Chiara habían asesinado a sangre fría sin perder ni un miligramo de elegancia.

Decidí volver a encerrarme en el baño. Una vez dentro, me desnudé y me metí en la ducha. Abrí los grifos y las tuberías volvieron a gritar. Los chorros que caían encima de mi cabeza eran intermitentes, pero de intensidad suficiente para limpiarme por completo. Me restregué el jabón por el pelo. Luego me enjaboné entero. Sentía el impulso irrefrenable de depurarme, después de todo lo que había pasado. Y sin que tuviera sentido tampoco, empezó a preocuparme que la estancia en Roma se alargara inoportunamente. Mi permiso sin sueldo como profesor visitante en Tor Vergata se estaba acabando.

Tampoco me sorprendió la velocidad con la que mi cerebro superó la tragedia ajena y pasó a centrarse en mis pequeños asuntos personales.

Continuará…

Fascinación

– ¡No! – gritó Pietro al ver a Chiara abalanzándose sobre la mesa.

Pietro Occhiobuono me había acompañado durante todas mis visitas a Roma en el último año. Se había ganado mi confianza incondicional; y sin temor a reconocerlo, me había fascinado. Por su belleza, que envidiaba. Por su cultura, que compartía. Por su interés en mi, que también compartía. Nunca rechazaba una oportunidad para encontrarnos, charlar o disfrutar juntos de todo tipo de diversiones desde el día en que vino a mi encuentro en aquella clase de Tor Vergata. Lentamente, había ido tejiendo su trampa alrededor mío. Ingenuo de mi, había caído presa con las mismas artimañas con las que los senadores tránsfugas sucumbieron después a mi juego.

Primero se interesó por mis destrezas profesionales y mis trabajos de investigación mientras dábamos largos paseos por los alrededores de la Facultad de Medicina. Después, quiso saber más sobre mi vocación y del duro camino que había recorrido hasta convertirme en cirujano. Para mi satisfacción, me escuchaba sin parpadear, con una mirada cálida y etrusca, y me hacía sentir como si todo a nuestro alrededor hubiese desaparecido. Por supuesto que yo también quería saber más de él. Así que hablamos de nuestras infancias, amores y desengaños. Seguramente, los dos fabulábamos.

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Aprovechó cada una de mis cortas visitas para enseñarme Roma como sólo un romano puede hacer, en moto o andando, sin parar en los pasos de peatones, acelerando entre los coches. Y no sólo alrededor de la Piazza Venezia. Me llevaba de visita nocturna por el Trastevere y de paseo diurno por el Lungotevere. También quedábamos para desayunar o cenar en la terraza del Hotel del Foro, en la esquina de la Vía Tor de Conti, con los restos del Imperio Romano justo al frente, donde pisaron Julio César, Augusto, Tiberio, Calígula, Agripina, Claudio, Mesalina o el ardiente Nerón. Estar allí, observando el Foro Romano e imaginando siglos de historias, conspiraciones y traiciones, me hacía más elocuente.

También nos sentábamos en la escalinata de la Piazza de Spagna y veíamos a los turistas amontonarse en los escalones para salir en las fotografías tomadas desde la Via dei Condotti.

Sentía que me comprendía, que compartía conmigo la curiosidad insaciable por todo lo humano; y sus acciones me sugerían que, como yo, buscaba entender mejor las pasiones que desgarran nuestras almas. Estábamos de acuerdo en que sólo conociéndolas y experimentándolas podríamos controlarlas.

Y así, poco a poco, fue descubriéndome sus verdaderas intenciones. Supongo que por vanidad, me adentré con él en el mundo de la política italiana sin tener un objetivo claro. Mera curiosidad. Hasta que, en una fiesta en el Hotel Regina, me confesó que dirigía un grupo de apoyo a Il Profesore desde los tiempos de su primer gobierno en 1996. Eso explicaba la imposibilidad de conocer nada de su vida más allá de lo que estaba directamente relacionado conmigo. Nunca me había hablado de Chiara; y de Michaella sólo aquella noche. Luego, llegó la explicación sobre la votación de confianza y el deseo de Il Profesore de perderla sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera imaginar que era así.

– ¿Qué hacéis? – dijo Francesca al ver a Pietro y a Chiara forcejar para coger los dos revólveres.

Retumbaron dos disparos en el local. Temblé al escucharlos. No sentí nada, ningún dolor. Deduje rápidamente que yo no había sido el blanco. Salvo que estar muerto fuera así. Pero no. Desorientado, me las apañé para verificar el estado de todos los que me acompañaban. Todos estaban de pie, menos Vicenzo que, como un saco, se desplomaba sobre el suelo. Francesca observaba la escena aterrorizada.

Chiara recuperó el equilibrio con el arma en la mano. Dio dos pasos en dirección a Vicenzo, que agonizaba en un charco de sangre. Se situó a la altura de su cabeza. Extendió su brazo derecho, apuntándole, y le descerrajó otro tiro en la frente. Al verlo y escucharlo, me agité por dentro. No sé si por miedo o asco. O ambas cosas.

Continuará…

Zron

De repente, Pietro se olvidó de los «negocios» y comenzó a burlarse cruelmente de Vicenzo, de sus andanzas por la ciudad, de los accidentes de tráfico que acabaron con la vida de respetables miembros de la sociedad y la política italiana, de los robos y estafas que había llevado a cabo un hombre tan imbécil.

– ¡Mira que intentar meterte en la cárcel por seis millones de euros! ¡Con todos los delitos que has cometido!

Y Vicenzo descomponía su ya ridícula expresión facial entre carcajada y carcajada. Su fealdad resaltaba más aún cuando se acercaba a Pietro, que mantenía una pérfida elegancia. Vicenzo no se ofendía, más bien se regocijaba en su estupidez.

– ¡Por el futuro! ¡Por lo que nos queda por disfrutar! – y levantaba de nuevo la copa entre risotadas.

Según bebía más y más champán, nos contaba nuevos casos con toda una variedad de detalles. Alardeó de aquella vez en que, junto con otros dos amigos venidos de fuera de la citá, se dedicó a patear al hijo de un famoso empresario automovilístico, quien se negaba a donar fondos para sostener las actividades de un político en alza. Al chico le tuvieron que operar de urgencia en el Agostino Gemelli para salvarle la vida, porque le habían reventado el hígado y el bazo. Para Vicenzo era divertido, una forma de vivir y ganarse la vida. También nos contó los trabajos de Francesca que, efectivamente, había estado en una canal de televisión en España como animadora. Ella solía aprovechar los contactos de su exmarido para frecuentar la compañía de algunos importantes caballeros con negocios en el Banco Vaticano.

– ¡Por el doctor Klint! – gritó Pietro – ¡Y por los votos que ha conseguido cambiar! – De nuevo, sentí un beso en mi frente.
– ¡Por el nuevo gobierno! – replicaron todos

Las conversaciones aumentaron en el contenido violento de sus historias, desgarradoras en algún caso para mi que no soporto la agresión física. Y mientras, el tiempo se había parado, o al menos no avanzaba al ritmo y en la dirección que yo hubiera deseado. Aquella fiesta parecía no tener un fin. Y se hacía más insoportable porque no encontraba en mi cabeza, habitualmente fría, un recurso para acabar con aquella situación de la mejor manera posible para mi.

El alcohol ingerido sin medida aumentaba las probabilidades de que alguien eligiera de manera equivocada. Me parecía que las luces del lugar habían perdido potencia. Estábamos casi a oscuras o era el alcohol en mi sistema nervioso. Las lámparas ya no alumbraban como antes. Tampoco hablábamos en voz baja. Al menos no Vicenzo. Pietro tenía sentada a su derecha a Zron, o Chiara, a la que acariciaba la cara interna del muslo derecho como si estuviera tocando una guitarra. Las otras dos parejas se mantenían en silencio. Sólo me miraban. Francesca permanecía muda. Y los dos revólveres seguían estando encima de la mesa, entre las cuatro botellas de champán y alguna copa.

– Pietro ¿nos ayudará «il dottore»? – preguntó Vicenzo

– Seguro. Es el mejor cirujano y un seductor – contestó Pietro mirando a Zron. Ese seguía siendo su nombre para mi, aunque fuera Chiara.

En ese momento, ella me miraba a mi y le daba espalda. Sin esperarlo, Pietro agarró enérgicamente a Chiara por el cuello, apretó, la giró y arrastró hacía él y la besó. Hubo un súbito silencio, interrumpido segundos después por la voz desagradable de Vicenzo y de los otros dos hombres, que jaleaban a un Pietro absolutamente borracho. Zron se resistía, gruñía, intentaba soltarse, pero Pietro ejercía más fuerza, Vicenzo bramaba como un animal, secundado por los otros dos. Las manos de Pietro eran como cepos. Yo mismo lo había comprobado en la Piazza Navona. Ahora estaba desconcertado y no sabía que hacer. Miraba la escena como si fuera una pesadilla, flotando en las alturas. Las armas seguían encima de la mesa. Francesca se abrazaba a Vicenzo, le susurraba algo al oído. Las otras dos chicas se escondieron en la oscuridad.

Chiara consiguió zafarse de Pietro retorciéndole el brazo. Se tiró encima de la mesa. Di un paso atrás. No vi bien lo que pasaba, pero las copas cayeron y reventaron en mil pedazos contra el suelo. Me fijé en sus ojos, en su mirada enfocada en un punto…

Continuará…

Chiara

Me puse a rebuscar en la memoria. Quizá entre los recuerdos podría encontrar detalles que me sirvieran para rellenar los espacios en blanco. ¿Era Pietro real o sólo fachada? Por lo que me había dicho esa misma noche, Michaella le había puesto sobre mi pista; sin embargo, no nos habíamos encontrado por su mediación. Ni ella ni su nombre aparecieron en la primera conversación. Fue mucho más simple.

Pietro acudió a una de mis clases como profesor visitante en la Facultad de Medicina de Tor Vergata y se me aproximó al finalizar para contarme el caso de su «caro amico», que estaba siendo visto en el Policlínico Universitario. Me dijo que conocía mi prestigio internacional en el tratamiento de tumores pancreáticos y que se había atrevido consultarme sin que el enfermo tuviera la menor idea. La vida de ese hombre era muy importante para los que le querían, para su familia, y todo debía mantenerse en secreto.

– No me mires así, Gustavo. ¡Vamos a brindar! Invitan Vicenzo y Francesca – Pietro alzó levemente la voz; luego levantó la copa de Chianti

– ¿Con Chianti? Eso es de mal gusto – dijo Francesca

Vincenzo se dirigió a la camarera y le ordenó que trajera cuatro botellas de Armand de Brignac Brut Gold y 9 copas. Ella ni se inmutó. No dijo ni una palabra. Se fue a una estantería situada detrás de la barra y trajo las botellas; luego, en tres viajes, las copas. Deduje que beberíamos todos a la mayor gloria de Pietro. O de Vicenzo y Francesca. De cualquier forma, no pude dejar de seguirla con la mirada. Me hipnotizaba su manera de moverse.

– ¿Ti piace? – me preguntó Pietro.

– ¿Cómo?

– Que si te gusta la camarera. Que si la deseas – me increpó

– Es muy guapa – repliqué

– Se llama Chiara y ahí donde la ves, tan orgullosa y altiva, no valdría nada sin mi. La saqué de los bajos fondos de Milán. Una delincuente drogadicta a la que pagué los estudios de matemáticas y enseñé todo lo que merece saberse sobre el mundo. Y ahora se cree muy lista, más lista que yo.

– Hijo de puta – me pareció oírla susurrar. No creo que Pietro lo escuchase. Hubiera esperado otra reacción si lo hubiera hecho.

Hablemos en voz baja

Vicenzo hizo un gesto con su mano derecha en el aire. Le miré desconcertado. No entendía que significaba aquello. Debí ser el único, porque inmediata y simultáneamente, la camarera que nos había atendido se aproximó a la puerta para cerrarla desde dentro y las dos parejas dejaron de hablar entre ellos, se levantaron de su mesa y se sentaron en la nuestra.

– Noi parliamo en bassa voce – me advirtió.

Il Professore, Giorgio Napolitano, Il Cavaliere, Michaella en Tor Vergata, los senadores, Pietro, Francesca, Vicenzo, la camarera, las dos parejas y un «speak softly». Hubiera sido muy cándido si hubiera precisado más detalles para entender, sin más, con quien estaba cenando en la Osteria Margutta. Ni Pietro era sólo un miembro del equipo de Romano Prodi, ni yo había entendido quién y para qué me había contratado. Creí que era algo rutinario, sólo un trabajo político. Mero transfugismo. Pero no. Aquello iba a resultar mucho más.

– Hablemos de negocios – continuó Pietro, como si no hubiera pasado nada. Su voz retumbó en mis oídos y sus ojos me parecieron más brillantes que nunca.

– ¿Qué negocios? – respondí inocentemente, casi como una defensa, para ganar tiempo, porque la situación me había sobrepasado. Nunca había imaginado como sería una reunión de la «familia» pero, indudablemente, me encontraba en el centro de una.

– No juegues conmigo, Gustavo. Te admiro mucho – me repitió – No juegues conmigo – y sentí, de nuevo en mi frente, el beso que me dio en la Piazza Navona y la firme presión de sus manos sobre mis temporales.

Pietro y Vicenzo, casi a la vez, se hurgaron en los bolsillos interiores de las chaquetas, sacaron dos armas cortas y las colocaron encima de la mesa. Yo temblé igual que un crío aterrorizado y sin control. El cuerpo no me respondía, el cerebro tampoco. No conseguía retirar la mirada de aquellos dos revólveres relucientes.

Nunca había corrido tanto peligro como en esta ocasión, encerrado y sin escapatoria a la vista. En estas circunstancias, la fuerza no era una opción. Estaba claramente en desventaja. Sólo cabía entrar al juego, un juego que no fuera de suma cero: ellos ganan, yo pierdo. Habría que encontrar la manera de que todos ganáramos. Pero ¿qué?

«Zron», la camarera rubia, aproximó una silla a Pietro y se sentó junto a él. Le mostró un teléfono y, aparentemente, Pietro leyó un mensaje, para luego asentir. Ella se levantó, se alejó de nosotros y marcó un número. No podía escucharla, pero parecía dar órdenes a quien estuviera al otro lado de la línea.

Pensándolo detenidamente, no sé que podría haber hecho diferente, por mucho que hubiera percibido que se conocían de antes. No era indicativo de nada peligroso. Pietro podía ser un cliente habitual. No era motivo suficiente para no aceptar la invitación y marcharme.

– No Pietro. Hablo en serio. Necesito entender qué andáis buscando de mi.

Continuará…

Francesca y Vincenzo

– La mejor, y yo diría única, manera de dominar a un hombre, cualquier hombre, no es el deporte, o los coches, o el trabajo, o el sexo – le susurré antes de llevarme una lámina de carne a la boca. Nadie nos miraba. Y continué – Si quieres acaparar su atención y tener una opción para controlar su voluntad, háblale con indisimulada admiración de él mismo. Aunque sea mentira, invéntate cualidades, atribúyeselas, y él, a cambio, hará cualquier cosa para estar a la altura.

– ¿Pero cómo se sabe hablar a alguien de si mismo? ¿Cómo lo conseguiste con los senadores? – preguntó Pietro.

– Hay que investigar un poco antes para poder tener información básica sobre el objetivo.

No me dio tiempo a decir más. Sonó un ruido de sillas arrastradas sobre el suelo y la pareja que estaba más alejada de nosotros, cenando en silencio, se levantó de su mesa y, en vez de abandonar el local, se aproximaron hasta nosotros.

– ¿Nos permitís? – y, más que una pregunta, aquello fue una orden.

– Por supuesto – dijo Pietro en un tono que me llevó a asumir que no le eran desconocidos.

– Somos Francesca y Vicenzo. Encantados, doctor Klint – me saludaron con la mano extendida.

Les di la mía, con gesto de irme a levantar, cosa que no hice. Parecía que mi encuentro con Pietro iba a avanzar por caminos que no había planeado. Tonto de mi. No había hecho con él lo que hacía con todos, manipularle para que me lo contara todo antes de que pasara.

Francesca era morena, con pelo largo y liso, pero con un tono azulado que delataba el uso de tintes para ocultar las canas. Me recordaba vagamente a una presentadora de programas juveniles de televisión en España. Al fijarme en sus facciones, rápidamente deduje que era víctima de algún Miguel Angel de la cirugía estética. No debía tener más de cuarenta años, pero de tanto pasar por el quirófano, ya sólo le quedaban dos o tres intervenciones para ser un híbrido entre Liberace y una bailarina de VIP Noche.

Vicenzo era un tonel de edad indefinida, sin pelo, sonriente, que podría confundirse con cualquier actor de las películas de Pierino. O alguno de esos obscenos personajes de una película de Tinto Brass.

Continuará…