Random

Es el mejor de los tiempos, es el peor de los tiempos. Es el más random de todos. Hay hombres con egos inflados predicando en TikTok. Hay mujeres con cuerpos neumáticos posando en Instagram. Todo lo vemos, nada sabemos. Vamos directamente al gimnasio pero nos perdemos en cualquier otra dirección. La grandeza y la miseria se abrazan en la misma acera, como si fueran pareja rota que insiste en seguir compartiendo piso. Las calles hierven de consignas, cada cual segura de su verdad, aunque esa verdad apenas cupiera en un eslogan barato.

Nací, o al menos así me recuerdo, en un país que gritaba sin escuchar. Crecí entre gente que sólo aceptaba estar en lo cierto. Como David, miro hacia atrás, por la espalda, y me pregunto si seré el héroe de mi propia vida o solo un espectador sentado en la última fila. La gente discute con pasión encendida, pero su vocabulario se ha ido adelgazando. Encogiendo. Como sus cerebros. Palabras largas, densas, incómodas, han sido sustituidas por una sola: random.

Ayer en la plaza debajo de mi casa, un chico postadolescente, que ya no cumplía los treinta, vestido con pantalones dos tallas menores a la suya, de largo, me detuvo:
—Tío ¿sabes qué es random?
—No.
—Esto. Todo. Todo esto. El sistema, la derecha, la izquierda. Random. ¿Tú eres random?

Apenas crucé la calle y una joven vestida con un pantalón negro, amplio, y un pañuelo verde atado al cuello, con pechos que flotaban tras una blusa naranja, me susurró:
—Random que sigas creyendo en ellos. Random que no entiendas que somos nosotras. Seguro que eres heterosexual. O bisexual. U homosexual. O pansexual. O demisexual. O random.

Cada lado se acusa de lo mismo. Random. Cada lado reduce el pensamiento al absurdo. Nadie quiere matices. Sólo etiquetas. Random funciona como llave maestra que abre y cierra cualquier discusión.

Subí a casa. Encendí la tele. Dos tertulianos gritaban con la boca llena de certezas. Una golpeó la mesa y dijo:
—El gobierno es random.
El otro sonrió con sorna:
— Random tú. Y te lo estás inventando.

El público aplaudió. Yo apagué.

Me refugié en un libro viejo. Sus páginas olían a humedad y desesperanza. Agrio. Recordé cómo empezaban ciertas novelas, con frases largas, llenas de mundo, con la ambición de describirlo todo. Y entonces entendí que esas frases ya no tendrían sitio en nuestra época. No por malas, sino porque exigían atención, memoria y deseo de comprender.

Pensé en Dickens. Y sonreí. Descreído. Él habría escrito este presente como una farsa moral. Todo repleto de contradicciones. Cuando los payasos ocupan la escena del mundo, el mundo se vuelve un circo; on risas y llantos inesperado. Como nos eneñó Browning. Yo, en cambio, lo reduzco a una palabra sin contexto. Random.