Nací para abrir cosas

O al menos me costó poco empezar a hacerlo. Juguetes, sobre todo. Los abría sin pensar en el castigo. Los destripaba para ver qué tenían dentro. Hasta llegar a la pieza que ya no se podía desmontar. Ahí, en ese gesto simple, estaba mi pregunta oculta. La que me ha acompañado toda la vida.

¿Por qué quiero lo que quiero? ¿Por qué me importa lo que me importa?

Aprendí pronto que no soportaba que me dijeran cómo debía pensar. Lo justo para aprobar. Simplemente. Nada más. Me aburría ser instruido, con adosctrinamiento que lleva a cerrar caminos. Yo buscaba otra cosa. Un desvío. Una pista. Una invitación. Probar ideas. Vivirlas. Girarlas en la cabeza. Simularlas. Era un niño periferia. Aislado muchas veces. Incómodo por exceso de curiosidad. Observador. Recuerdo que un sacerdote me echó de la clase de religión. Debí interrogar por algo inconveniente. Ya entonces empezaba a preguntarme de dónde salen los deseos. Qué orden interno decide el valor de las cosas.

Un día, con cuatro años, anuncié que quería ser médico. Con cinco, cirujano. No recuerdo por qué. Ni cómo. Fue un impulso bruto. Como si alguien hubiera clavado una señal en mi interior y yo solo tuviera que seguirla. ¿Por qué esa y no otra? Misterio. Pero ahí quedó. Y nunca desapareció. Extraje la estructura de mi deseo de mis experiencias. De aquella cirugía complicada en el Hospital de la Princesa. Entonces, de la Beneficiencia. Y de Sor Filomena. Y de sus historias del Prof. Durán.

Llegué a la facultad contra pronóstico. Y me aburrí. Mucho. La estructura no me ayudaba ni a conectar cosas, ni a conectar algunas cosas. Ni a pensar ni a entender. Sentía que había un código debajo de todo y nadie se preocupaba por enseñarlo. Repetíamos y repetíamos. ¿Para qué? ¿Para quién? No encontré respuesta.

Pero la residencia sí. Fue acción. Preguntas concretas. Problemas reales. Y curiosamente, cuanto más real era el problema, más fuerte volvía la pregunta que arrastro desde niño.
¿Por qué doy importancia a esto y no a aquello?
¿Por qué este miedo pesa más que este deseo?
¿Qué orden secreto gobierna lo que nos empuja?

Boston, Harvard, Beth Israel.
Ahí descubrí algo que no esperaba.
La red. Thinking is linking things.
La inteligencia que no es de uno, sino de muchos. Sus pesos y sesgos. Esa rara sensación de pertenecer y de no hacerlo. A la vez.
Gente que piensa diferente, que te desafía, que te obliga a justificar no solo lo que haces, sino lo que crees.
Y otra vez, la pregunta.
¿Por qué creo lo que creo?
¿Quién decide mis opiniones antes de que yo las formule?

Volví a Madrid distinto. Más autónomo. Más inquieto todavía. Más convencido de que la cirugía es un espejo de nuestra mente. No por lo espectacular, sino por su crudeza.
Porque en un quirófano uno descubre lo que realmente importa.
Sin adornos.
Sin discursos.
Sin rescates.

Lo sé porque me he visto solo. Solo de verdad. No sin gente. Sin asideros. En medio de una hemorragia que no debería haber ocurrido, con un anestesista mirándome con los ojos abiertos y yo pensando “controla o todo acaba aquí”. Esa soledad no es filosófica.
Es física.
Incisiva.
Te corta las excusas.
Te deja frente a frente con tu propia estructura mental.
Y ahí, otra vez, la pregunta que me persigue:
¿por qué actúo así?
¿Por qué siento lo que siento?
¿Qué parte de mí decide qué es esencial y qué es accesorio?

Con el tiempo, entendí que pensar no es una sensación elevada. Es un acto. A veces un impulso. Otras, una trampa. A veces un motor. Pensamos sin saber que pensamos. Pensamos cosas que contradicen lo que hacemos. Y hacemos cosas que contradicen lo que decimos. Somos un enredo, pero un enredo interesante.

La inteligencia artificial apareció como otra provocación. En mi vida lo había hecho en la adolescencia. Con mi obsesión por Turing. Luego, volvió hace ya más de 10 años. Recuerdo un viaje a Hayes, Fujitsu Labs of Europe. Ese edificio que sirvió para grabar World War Z.

Y regresó para obligarme a preguntarme por qué creemos que pensar requiere conciencia, o voz interior, o un yo claro. No fue casualidad. No creo en la estadística. Esta es sólo una herramienta de nuestra mente para gestionar la incertidumbre. No puedes determinar con precisión la velocidad y la posición. Heisenberg. Y la complejidad. O quizá no.

Quizá pensar es simplemente cambiar con la información que nos atraviesa. Como un niño que abre un juguete para ver qué hay dentro. Como un cirujano que busca la causa de una hemorragia sin dudar. Como cualquiera de nosotros tratando de entender por qué quiere lo que quiere.

Hoy miro atrás y veo un hilo. No recto.. Ni limpio. Pero un hilo. Poco a poco se vas deslichando. La búsqueda constante de sentido. La obsesión por abrir, examinar, desmontar. El empeño en descubrir por qué algo me importa más que otra cosa. La necesidad de entender cómo piensa cada uno, cómo siente, cómo decide. Y la sospecha, incómoda y productiva a la vez, de que casi siempre hay incongruencias. Contradicciones abiertas como puertas que no encajan en sus marcos.

Y sin embargo, ahí está la gracia. Descubrir que lo que somos no es una línea, sino un mapa lleno de bifurcaciones. En tomar cada bifurcación sin certeza, pero con curiosidad.

Pensar sin esperar conclusiones. Vivir sin manual. Aceptar que el misterio de por qué deseamos lo que deseamos quizá no tenga solución y, aun así, disfrutar buscándola.