La RANM en Harvard: el primer día de viaje

El lunes 29 de Mayo, un grupo de académicos y de profesionales de la Real Academia Nacional de Medicina tomamos un vuelo directo a Boston.

El destino era la Universidad de Harvard. Allí, en el Centro Rockefeller para Estudios Latinoamericanos, se celebrará el Foro de Debate sobre Español Médico durante los días 1 y 2 de Junio, auspiciado por el Instituto Cervantes y la Real Academia.

Para empezar, salimos con retraso. Tuvieron que reemplazar el Airbus 330-300 y nos llevaron en los autobuses hasta un lateral de la terminal T4S de Barajas.

Resulta abrumador ver el tamaño del cilindro en el que nos lanzamos a más de 800 km/h para atravesar el Atlántico.

El vuelo transcurrió sin incidencias. La conexión directa entre Madrid y Boston evita los cambios de avión, las carreras por las terminales, las esperas, y llega uno más descansado.

En el aeropuerto de Logan nos estaban esperando para el traslado al hotel en Cambridge, al otro lado del río Charles.

En la misma terminal fuimos conscientes del impacto que JFK tuvo, ha tenido y tiene en la cultura de la ciudad, de Nueva Inglaterra y, por qué no, de todo Estados Unidos en estos tiempos. Se celebra ahora el centenario de su nacimiento.

Una vez en el hotel, cada cual decidió como gastar lo que quedaba de tiempo. Nos tomamos el resto del día libre.

Llovía. Mucho al principio. Luego fue disminuyendo la intensidad del chubasco, lo suficiente como para aventurarse a pasear por una ciudad iluminada todavía por la plomiza luz del día.

Aún así, muchos decidieron descansar. El cambio horario se cobra peajes. Otros salieron a cenar. Temprano.

En mi caso, caminé hasta el MIT, crucé el puente de Mass Av. y me adentré en BackBay, como tantos otras veces durante tantos años.

Uno siempre es esclavo de su memoria. La plasticidad cerebral garantiza seguir siendo el que uno fue.

Continuará…

¿Es un crimen?

Disimulé el temblor apoyándome contra la pared. Me esforcé por compensarlo y busqué formas de no desequilibrarme, pero la debilidad me recorría desde las caderas a las rodillas, lo me que traía la terrible sensación de que, inminentemente, me fallarían las fuerzas y las piernas dejarían de sujetarme, porque se doblarían convirtiéndome, finalmente, en una marioneta. Caería como un trapo, informe, sobre mi mismo.

Sostenía el teléfono a la altura de mi rostro. Lo apartaba y lo aproximaba de nuevo. Leía y releía, como si al hacerlo mucho, y rápidamente, pudiera ocurrir el milagro y, mágicamente, cambiara el significado de las palabras que me habían entrado por los ojos y que, ardiendo, estaban a punto de explotar.

Gustavo, ha sido un terrible accidente
Qué ha pasado? √√
No me vuelvas a escribir nunca más

Esperaba y desesperé. Deseaba no saber, ignorarlo todo, como si nada nunca antes hubiera ocurrido. Quería que el tiempo pasado retornara al comienzo y en el presente se borrara lo que lamentaba. En vano.

– ¿Te ocurre algo? Tienes mala cara.

– ¡Déjame en paz! No quiero hablar.

Tuve asco del mundo y de mi propia existencia, a la vez. Cualquier ser humano a mi alrededor, o una voz, o todo, desataba una exasperante descarga que recorría todas las terminaciones nerviosas, en cualquier punto de mi cuerpo.

Sería mi cerebro debatiéndose en una lucha asimétrica, pero cuando me intentaron abrazar para confortarme me dolió la piel. Me quemaba por dentro la angustia, entre náuseas y un enorme peso en el pecho, como si toneladas de culpa reposaran en él antes de aplastarme el corazón.

– Por favor, déjame. Prefiero estar solo.

La pasión

Nota del autor: no empezar a leer hasta que Gustavo Dudamel de entrada al primer instrumento»

La suave piel.

Entre besos.

Mágicos.

Ardientes.

Apasionados.

Su cuerpo.

Los brazos enredados.

Una mancha de café, con leche.

Su mirada lanceada.

La transgresión.

El brillo de las pupilas.

Acuosas.

La fusión.

Un universo.

Entre muslos, las caderas y su cintura.

El infinito.

En expansión.

Abrasado.

Llega el deseo.

La desesperación.

Inexplicable.

Inenarrable.

La perdición.

El miedo.

Contenido.

Al separarse.

Desaparezco.

Me hundo.

Hasta el alma.

En la pasión.

Agotado

Todos los días son sólo otro día.
Y otro día.
Y otro más.

Mientras, el cansancio se va apoderando de mi.
Desgasta.
Consume.
Derrota.

Me acuesto agotado después de no hacer nada especial.
Y me despierto temprano, mucho antes de que amanezca.
Ya no me importa la luz.
Sólo hay paz en las tinieblas.

Cierro los ojos.
Intento no caer, pero no puedo.
La escucho.
La veo.
La siento.

Y Klint escuchó bang bang!

Hasta las uñas me duelen de agarrarme al abismo
A la desesperación.
Bajo ellas se esconden jirones de tristeza.
De la pena que me habita.
Mis ojos brillan lacrimógenos como pozas de espanto.
Hasta ahí casi ya no llega la luz.
El alma se está oscureciendo.
Y enfriando.
Recorrido por escalofríos.
Tiritando.
Se congela.
Hiela dentro.
Mis labios ya no saben sonreír.
Mucho menos besar.
Mírame caer.
Me deshago.
La fachada se agrieta.
El interior está demolido.
Pronto todo se habrá derrumbado.
Como Roma.
Como el Foro.
Como toda mi obra.

Clasificación de las Hemorragias

Hoy me han recordado este post que Gustavo Klint escribió en el blog «Panorama desde el Puente», coincidiendo con un viaje a Colombia en Diciembre de 2008.

4 de diciembre de 2008 – Bogotá

Hoy Mayol ha estado a lo suyo. Después de la conferencia sobre hemorragias intraoperatorias, ha sido entrevistado para un canal de televisión en Bogotá. Y luego, mientras visitábamos el Museo del Oro, de nuevo hemos tenido que interrumpir la visita para que fuera entrevistado telefónicamente para Radio Caracol.

Pero eso no es lo que venía a contarles.

Lo interesante ha sido ver la reacción de sus colegas cirujanos cardiovasculares colombianos ante la denominada Clasificación de Mayol de la Hemorragias Intraoperatorias, que básicamente se divide en cuatro grandes grupos:

Grado I: Quién me mandaría operar a este paciente
Grado II: Quién me mandaría venir hoy
Grado III: Quién me mandaría hacerme cirujano
Grado IV: Quién me mandaría nacer…

Esta clasificación ha sido modificada, durante su conferencia, en lo que vendremos a llamar Clasificación de Mayol Modificada o Clasificación de Bogotá de la Hemorragia Intraoperatoria, para contemplar un quinto y dramático grado:

Grado V: Qué pena no haberme muerto chiquito.

Bueno, dejando las bromas a parte, empiezo a estar cansado.

Mayol no parece sufrir pero yo ahora puedo entender como se siente la gente que sale de gira.

Cada día una cara nueva, una actividad nueva, un hotel diferente, una sonrisa más que marcar en la cara…

Me aburro

Escribo
Invento
Corrijo
Lo dejo
Me aburro
¿De qué va el vídeo?
Lo busco
Lo veo
Monótono
Plano
Me aburro
Algo que leer
Dos páginas
Rimbombantes
No avanza
Me aburro
Música
La escucho
Canto
Me aburro
Ideas
Tuiteo
Contestan
Debate
Me aburro
Dolor
Recuerdo
Escribo
Invento
Corrijo
Lo dejo
Me aburro

Alexandra

Pensé en llamar a Alexandra.

Tan desesperado estaba como para que se me ocurriera hacerme con uno de los móviles de mis compañeros de huída, que ahora también eran mis secuestradores, discretamente, y marcar su número, que sólo guardo en la memoria para que nadie más lo conozca. Luego restauraría el teléfono a su configuración original. Seguro que levantaba sospechas, pero no podía arriesgarme a que cualquiera de ellos revisara el historial de llamadas y pudiera identificarla.

Afortunadamente, no había posibilidad de que no recordara las cifras. No las olvidaría nunca. Ese teléfono era para nuestro uso exclusivo. Nadie más conocía su existencia. Y prometimos usarlo en situaciones desesperadas. Pero ¿acaso esta no lo era?

¿Y qué le diría? «Dile a tu marido que hable con el Cónsul o con el Embajador y que sepan que me han secuestrado, pero no del todo. O no secuestrado, sino retenido en contra de mi voluntad» no me parecía apropiado. «Llama a tu amiga, la mujer del Cónsul, y dile que necesito cobijo en la embajada de Austria» era un doble tiro en el estómago. O una ruleta rusa, porque era mejor que no supiera que la mujer del Cónsul me conocía, ni que yo estaba al tanto de los juegos que se traía Andrea con el bronceado embajador austriaco.

Rápidamente, concluí que de decidirme por algo era mejor escapar y fracasar, o morir acribillado en un callejón romano, que hacerla pasar por eso.

Nadie podía albergar la más mínima sospecha de que Alexandra della Rovere y yo nos conociéramos, más allá de ver como nos dábamos unos breves besos protocolarios, cuando coincidíamos en la Embajada de España en Roma durante alguna de las fiestas. Ella siempre aparecía ingrávida, envuelta en sorprendentes vestidos largos, monocromáticos, negros, o rojos o blancos, con un largo pelo castaño apoyado sobre uno de sus hombros hasta el pecho, el cuello alargado y esbelto, el rostro simétrico con ojos brillantes y claros, y esos voluptuosos y prominentes pómulos, su boca de amplios labios rosados marcada por una sonrisa. Sería ingenuo pensar que alguien podría fijarse en mi estando en su presencia. Yo sólo me acercaba a ella, apoyaba mis mejillas en las suyas, alternándolas, y susurraba en su oído, «Te amo». Su cuerpo no respondía con gestos reconocibles para nadie de los que nos rodeaban. Ni siquiera su marido. O eso me parecía. En ocasiones, me convencía a mi mismo que Valeria me superaba en la capacidad de control emocional. En otras ocasiones dudaba; cabía la posibilidad de que no se contuviese en absoluto y que, simplemente, no me amase a mi.

Esa mujer no era una persona convencional, aunque sí una dedicada madre con tres guapísimos críos tras diez años de matrimonio con el agregado cultural, un abogado experto en arte, de una familia española muy tradicional. Los della Rovere descendían de una estirpe noble cuyos orígenes estaban en la ciudad de Savona. Y solía contar, orgullosa, que entre sus antepasados estaba el Papa Julio II, Giuliano della Rovere. Eso les abrió las puertas del Vaticano para su boda. Subió las escalinatas con un vestido blanco marfil con una cola de dos metros. La bajó con un anillo marcado con su nombre y la fecha. A la familia de él la trajeron desde España. Los de ella vinieron de todos los rincones de Italia. Y lo celebraron durante dos días y dos noches, sin descanso.

Pero sobre todo y primero de nada, Alexandra era la única persona que me ayudaba secretamente a no desesperar, a cualquier hora, en cualquier situación, en cualquier lugar del mundo. No había en ella nada más bello que lo que me transmitía con su voz, como música para mi alma en tiempos de insoportable soledad. Mi gusto por el tono y el ritmo de las voces femeninas viene, sin duda, de las tardes que pasamos en la Opera de Viena, cuando mis padres me obligaban a acompañarles y luego íbamos al café del Hotel Sacher, justo enfrente, a comer tarta. El chocolate me encantaba y de ello daban fe mis mofletes embadurnados de negro, pero no soportaba las conversaciones de mis padres sobre las actuaciones de las divas. Me parecían horrendas. Es más, nunca he sabido identificar los distintos tipos de voces, ni diferenciar una contralto de una mezzosoprano o de una soprano. O me seducían o me parecían estridentes. Como con Valeria. En su caso, lo único importantes es que al escucharla se calmaba mi ansiedad y se aclaraban mis ideas. Las ordenaba casi espontáneamente. El sonido de sus palabras aumentaba mi amor por ella y su imagen en mi fantasía se expandía ilimitadamente.

Nuestro primer encuentro fue por pura casualidad. O una broma del destino.

– ¿Me podría indicar dónde está la Embajada de España? – pregunté, sin esforzarme lo más mínimo en intentar hacerlo en italiano, a una mujer vestida toda de negro y con el pelo recogido en un moño tirante, que resaltaba la perfección de sus rasgos. Me crucé con ella en la vía dei Due Macelli. Me habían indicado que la Embajada se encontraba por allí.

– ¿La Embajada de España en la República Italiana o ante la Santa Sede? – y al escucharla responder en castellano me desconcerté.

– Pues, la de la República Italiana – dudé al contestar

– Entonces acompáñeme. Tenemos que ir a la Piazza Borghese – y con su mirada me provocó une escalofrío que aún se repite en las noches en que recibo alguno de sus mensajes de voz.

Mientras recorríamos los 700 metros de distancia que separaban ambas plazas a lo largo de la vía Condotti, nos presentamos. Más bien, ella se presentó y yo la admiré.

– Y usted, señor Klint, ¿a qué se dedica? – susurró. Y como Dickens en David Cooperfield, le narré que nací y crecí, me hice cirujano, me manché las manos de sangre…. pero no supe lo que era la vida hasta encontrarla a ella.

– Dr. Klint es usted un zalamero. ¡No hace ni diez minutos que nos conocemos! Seguro que con su aspecto austriaco y sus palabras envenenadas, habrá miles de señoras Klint por el mundo pensando «¿Seré yo señor, seré yo?» y dispuestas a seguirle hasta el infinito y más allá, como repite mi hijo mayor cuando termina de ver Toy Story.

Al verla caminar por la estrecha acera de Condotti, mientras me regañaba por mi atrevimiento, me preguntaba a mi mismo cómo Alexandra della Rovere podía mantener el equilibrio con unos zapatos de tacón de alfiler. Pronto me di cuenta de que no los apoyaba. Casi flotaba, de puntillas. La falda, muy estrecha, le impedía dar pasos largos.

También me pregunté, mientras se despedía de mi, cómo podría seguir viéndola. O cómo no verla nunca más y no volverme loco.

Pasó el tiempo rápido, entre visitas a escondidas, llamadas sin rastro, VPNs que derivaban mi señal de internet para que nadie pudiera rastrear desde donde le mandaba mis mensajes, y mucho deseo contenido, al menos por mi parte. Pasó el tiempo hasta llegar a hoy. Y no me he vuelto loco, porque me contuve como nunca hubiera hecho una diva de cualquier ópera de Giacomo Puccini. Lo primero. Y porque no nos dejamos de ver ya nunca, desde ese primer encuentro.

Alexandra se convirtió en mi guía por el mundo de la diplomacia en Roma y en el Vaticano, y en mi fuente de información, sensible e insensible, que resultaba imprescindible para simplificar mi plan de acoso y derribo al gobierno italiano. Esa tarea que tanto me excitó terminó siendo la pesadilla que me tenía ahora sujeto por cuerdas invisibles, como una marioneta, manejada por el Il Cavaliere y los suyos.

Mientras estaba en esa situación, retenido, prefería evitar sus recuerdos, cualquier mínimo detalle que me hiciera echarla de menos. Porque lo intenté obstinadamente, le fui sincero. No cabía duda, por ella lo hubiera dejado todo. Le di la oportunidad de retirarme, sólo tenía que hacer una señal. Y no quiso. Ella cargará con la culpa de todo el sufrimiento que se desató. Durante el resto de sus días. Porque reconozco que fui yo quien la convirtió en la medida de todas las cosas. Pero a partir de ese momento, no dejé de preguntarme si alguna vez había sido amado.

De repente, me di cuenta de que estaba bloqueado, metido en un círculo que sólo empeoraba con cada nuevo pensamiento. Me dije a mi mismo «No pienses en ella. Cuenta.. uno, dos, tres, cuatro… Elimina los recuerdos» Lo hacía desde pequeño, y eso me daba un toque frío y calculador. Pero o los borraba o sería muy improbable que saliera de ésta. Era momento de pensar y luchar por la supervivencia, porque los otros tres, Pietro, Chiara y Michaella, no parecían tan perturbados por el asunto como a mi me parecía que debieran.

El mundo nunca es suficiente

Ella tiene una vida perfecta, pero a veces el mundo no es suficiente. Ni siquiera para ella.

Cuando se levanta por las mañanas piensa que sólo es un día más. Toma su café y sale a vivir la vida.

En su casa, con su marido, con sus hijos. Lindos. Rebosantes de energía. Que corren, saltan, gritan, cantan, juegan.

Y su profesión, llena de responsabilidades, de reuniones y de compromisos.

Los retos son diarios, pero se ahoga en el sitio en el que está.

En su presente.

En la certidumbre de la lógica.

Los que la rodean la matan de cotidianidad. De más de lo mismo. Paz y amor, hermanos.

El mundo no es suficiente para ella, aunque es el sitio perfecto para empezar una nueva vida.

Y un nuevo amor.

Después de mucho buscar, encontró alguien que la lleva por el mundo.

Sin salir de casa.

Sus ojos son los de ella.

Comparten las palabras y los sonidos que salen por su boca.

Piensan juntos, actúan juntos.

Incluso sufren juntos.

«No tiene sentido vivir si no te sientes vivo»

Némesis

El tiempo que pasamos en Nueva Orleans nos desquició a las dos. Trabajar bajo tanta presión, controlando a miles de personas como si sus vidas no valiesen nada, decidiendo cuando entraban o salían despedidos sin misericordia, fue causando pequeñas heridas internas, que confluyeron más en mi interior que en el de Rut. A ella le dolían, y tomaba su tiempo y las medidas adecuadas para curarlas. Luego intentaba ayudarme a mi. Pero yo no experimentaba dolor, por la maldita anodinia; sí sentía que con cada despido masivo me arrancaban grandes pedazos de carne, como si fuera la presa de un depredador insaciable. Mi cuota de sufrimiento era proyectada en «el bobo», humillándole a su gusto, o en decenas de hombres como él, de los que frecuentaban los clubs. No era difícil prever que en algún momento todo saltaría en pedazos.

Mi jefe me había reclutado en Londres, tras un ejercicio de selección que más pareció una rueda de reconocimiento del IRA. No me extrañaría que de ahí vinieran sus capacidades. Las mías las probó hasta que no quedó duda de que mi formación no se podía comparar con nada. La mujer perfecta, tomando decisiones sin sentir remordimientos. Entonces fue cuando me propuso irme a la sede de la petrolera en Louisiana, porque quería que alguien de la máxima capacidad y confianza supervisará sobre el terreno toda la política de personal de las plantas del Golfo de México.

No confiaban en los «locals». Los británicos tienen una larga tradición de no confiar en los «locals». En muchas ocasiones, incluso sembraron la duda y el odio interno para controlarlos.

Y fríamente me lo comunicó, con su acento posh de Eaton, cuando me entregó un billete para Estados Unidos. Y añadió algo más.

– Puedes elegir a una persona de confianza para que te acompañe y te ayude. Es todo lo que te concedemos.

Elegí a Rut, la compañera fiel, mi compañera de estudios de psicología avanzada. No sabíamos, al empezar el viaje, que viviríamos intensamente, una junto a la otra, durante años; ni que yo descubriría una parte oculta de mi, que permanecía aletargada hasta entonces; ni que yo conocería al bobo, cuyo cadáver encontrarían en el Mississippi, junto a un centro comercial; ni que yo heredaría la fortuna del bobo, un chico aburrido de familia rica de la Costa Este.

Tampoco yo sabía que un día, después de aquel concierto de Alejandro Fernández, desaparecería sin explicaciones, dejando de estar disponible. Me temí lo peor, sin tener ninguna pista.

Y ahora, a través de ese teléfono móvil, era mi némesis.