Delirio post-guardia

Debía rondar los 90 años. Le había operado durante una guardia, la semana anterior, por una perforación del colon. Un cáncer. Ya se sabe, la rutina. Ahora cogía mi mano con fuerza y, aunque raramente tengo tiempo como para pararme a charlar con mis pacientes entre quirófano y quirófano, como estamos en agosto me podía dedicar a escucharle. Le devolví el apretón de manos. Era mi forma de decirle que sí, que me quedaba con él, evitando el pequeño inconveniente de gritárselo. Estaba totalmente sordo y casi ni hablaba. Pero ese gesto mío, el de devolverle el apretón de manos, fue como la señal de salida.

Di la vuelta a la silla, me volví a sentar y, apoyando los brazos sobre el respaldo, esperé a que su memoria fluyera:

– Hola, soy Michel Houellebecq
– ¡Nooooo! – exclamé

Me quedé perplejo. Por cinismo, quizás. Pero sobre todo por lo inaudito de la afirmación. La modernidad había llegado a nuestro hospital. ¡Qué digo a nuestro hospital! A nuestra propia planta y en forma de un ancianito en sus últimas horas delirando sobre su personalidad y trayendo en su delirio lo último de lo último en “intelectualidad”. No podía haber elegido mejor y más controvertido personaje, pensé.

– Pues sí, soy Houellebecq, querido Bret – imaginé que me tomaba por mi coetáneo Easton Ellis – y antes de abandonaros me gustaría contarte la verdad. Mi obra, toda mi obra, es una farsa. En realidad, ha sido escrita por un “negro”
– ¡Nooooo! – volví a exclamar
– Sííí. Y escucha bien, su nombre es….- y me susurró al oído.
– ¿Bisbal? ¿De verdad que es Bisbal?
– No seas cínico. Tú no habrías sido capaz de fabular sobre ese lamentable yuppie materialista de American Psycho. Todos sabemos que te la escribió Ana Rosa Quintana cuando estaba en la COPE en Nueva York. Sólo ella podía haberse atrevido a idear una trama tan vulgar…

No pude parar su discurso.

– Pero todo lo que escribió Bisbal se me ocurrió a mí antes, aunque él lo transcribiera…

Sólo soy un gigoló

¡Caballero, o jode usted con formalidad o me levanto! – me dijo la mujer que se sostenía a cuatro patas sobre la cama revuelta, con el pelo alborotado, las mejillas sonrojadas y la falda remangada en la cintura.

El impertérrito marido, de mirada oscura, permanecía sentado en la esquina del dormitorio, desde donde tenía la mejor perspectiva posible de mi acción.

La queja se debía a que soy multifunción pues, a la vez que empujo y retiro mi instrumento de trabajo del interior de mis clientas, aprovecho para repasar mis composiciones en la PDA.

Sí, soy gígolo, o puto, de profesión, pero la poesía es mi devoción.
Me prostituyo porque tengo que vivir.
Y no veo más honroso vender mi mano de obra en un McDonalds o mi masa muscular como reponedor del Carrefour.
No piensa así el resto de la sociedad.
Es el problema de que el sexo esté tan sobrevalorado.
Hipocresía lo llamo yo.

Doy servicio a quien me lo pide y lo paga.
Y mi chulo es mi maestro.
El me enseña cuanto sé.

Es un poeta afamado, un dandy, un hedonista amante del cine.
Pero no crean, no me chulea con el dinero.
Lo hace con el amor.
Puro amor.
No hay contacto físico entre nosotros.

Mi maestro detesta la carnalidad.
Pero yo le amo profundamente.
Y él se aprovecha de esa energía para crear.
Bueno, y para robarme los poemas que escribo durante los coitos con mi clientela, para luego publicar sus libros de gran éxito de crítica y publico.

Confesaré que, como siga a este ritmo de producción, voy a terminar por necesitar soporte químico y un administrador para que me gestione mis enormes ingresos.
Con perdón.