Chiara

Me puse a rebuscar en la memoria. Quizá entre los recuerdos podría encontrar detalles que me sirvieran para rellenar los espacios en blanco. ¿Era Pietro real o sólo fachada? Por lo que me había dicho esa misma noche, Michaella le había puesto sobre mi pista; sin embargo, no nos habíamos encontrado por su mediación. Ni ella ni su nombre aparecieron en la primera conversación. Fue mucho más simple.

Pietro acudió a una de mis clases como profesor visitante en la Facultad de Medicina de Tor Vergata y se me aproximó al finalizar para contarme el caso de su «caro amico», que estaba siendo visto en el Policlínico Universitario. Me dijo que conocía mi prestigio internacional en el tratamiento de tumores pancreáticos y que se había atrevido consultarme sin que el enfermo tuviera la menor idea. La vida de ese hombre era muy importante para los que le querían, para su familia, y todo debía mantenerse en secreto.

– No me mires así, Gustavo. ¡Vamos a brindar! Invitan Vicenzo y Francesca – Pietro alzó levemente la voz; luego levantó la copa de Chianti

– ¿Con Chianti? Eso es de mal gusto – dijo Francesca

Vincenzo se dirigió a la camarera y le ordenó que trajera cuatro botellas de Armand de Brignac Brut Gold y 9 copas. Ella ni se inmutó. No dijo ni una palabra. Se fue a una estantería situada detrás de la barra y trajo las botellas; luego, en tres viajes, las copas. Deduje que beberíamos todos a la mayor gloria de Pietro. O de Vicenzo y Francesca. De cualquier forma, no pude dejar de seguirla con la mirada. Me hipnotizaba su manera de moverse.

– ¿Ti piace? – me preguntó Pietro.

– ¿Cómo?

– Que si te gusta la camarera. Que si la deseas – me increpó

– Es muy guapa – repliqué

– Se llama Chiara y ahí donde la ves, tan orgullosa y altiva, no valdría nada sin mi. La saqué de los bajos fondos de Milán. Una delincuente drogadicta a la que pagué los estudios de matemáticas y enseñé todo lo que merece saberse sobre el mundo. Y ahora se cree muy lista, más lista que yo.

– Hijo de puta – me pareció oírla susurrar. No creo que Pietro lo escuchase. Hubiera esperado otra reacción si lo hubiera hecho.

Hablemos en voz baja

Vicenzo hizo un gesto con su mano derecha en el aire. Le miré desconcertado. No entendía que significaba aquello. Debí ser el único, porque inmediata y simultáneamente, la camarera que nos había atendido se aproximó a la puerta para cerrarla desde dentro y las dos parejas dejaron de hablar entre ellos, se levantaron de su mesa y se sentaron en la nuestra.

– Noi parliamo en bassa voce – me advirtió.

Il Professore, Giorgio Napolitano, Il Cavaliere, Michaella en Tor Vergata, los senadores, Pietro, Francesca, Vicenzo, la camarera, las dos parejas y un «speak softly». Hubiera sido muy cándido si hubiera precisado más detalles para entender, sin más, con quien estaba cenando en la Osteria Margutta. Ni Pietro era sólo un miembro del equipo de Romano Prodi, ni yo había entendido quién y para qué me había contratado. Creí que era algo rutinario, sólo un trabajo político. Mero transfugismo. Pero no. Aquello iba a resultar mucho más.

– Hablemos de negocios – continuó Pietro, como si no hubiera pasado nada. Su voz retumbó en mis oídos y sus ojos me parecieron más brillantes que nunca.

– ¿Qué negocios? – respondí inocentemente, casi como una defensa, para ganar tiempo, porque la situación me había sobrepasado. Nunca había imaginado como sería una reunión de la «familia» pero, indudablemente, me encontraba en el centro de una.

– No juegues conmigo, Gustavo. Te admiro mucho – me repitió – No juegues conmigo – y sentí, de nuevo en mi frente, el beso que me dio en la Piazza Navona y la firme presión de sus manos sobre mis temporales.

Pietro y Vicenzo, casi a la vez, se hurgaron en los bolsillos interiores de las chaquetas, sacaron dos armas cortas y las colocaron encima de la mesa. Yo temblé igual que un crío aterrorizado y sin control. El cuerpo no me respondía, el cerebro tampoco. No conseguía retirar la mirada de aquellos dos revólveres relucientes.

Nunca había corrido tanto peligro como en esta ocasión, encerrado y sin escapatoria a la vista. En estas circunstancias, la fuerza no era una opción. Estaba claramente en desventaja. Sólo cabía entrar al juego, un juego que no fuera de suma cero: ellos ganan, yo pierdo. Habría que encontrar la manera de que todos ganáramos. Pero ¿qué?

«Zron», la camarera rubia, aproximó una silla a Pietro y se sentó junto a él. Le mostró un teléfono y, aparentemente, Pietro leyó un mensaje, para luego asentir. Ella se levantó, se alejó de nosotros y marcó un número. No podía escucharla, pero parecía dar órdenes a quien estuviera al otro lado de la línea.

Pensándolo detenidamente, no sé que podría haber hecho diferente, por mucho que hubiera percibido que se conocían de antes. No era indicativo de nada peligroso. Pietro podía ser un cliente habitual. No era motivo suficiente para no aceptar la invitación y marcharme.

– No Pietro. Hablo en serio. Necesito entender qué andáis buscando de mi.

Continuará…