En el vestuario

No se sorprenderá nadie si les cuento que nado. Es una buena manera de mantenerme en forma.

Sí, diariamente hago ejercicio desplazándome durante más de una hora en un fluido tibio, porque es una piscina de invierno, compuesto por H2O, cloro, urea y creatinina. Se han dado casos en los que va añadido algún medicamento, incluso psicotropos. Ya se sabe que el calorcito en el periné tiene efectos diuréticos potentes.

Suelo recorrer unos 2.000 metros por sesión, de 25 en 25. Metros. De una pared a otra, siguiendo una línea negra. Llego, toco, doy la vuelta y miro a la pared de enfrente. Y empiezo de nuevo, brazada a brazada.

Les mentiría si les dijera que me cuesta, porque no es así. De hecho, es volver a mi infancia. Un amigo dice que es como meterse en el útero materno. Pero es que el está muy enmadrado. Lo mío tiene que ver con que, entre los 5 y los 18 años, me dediqué a nadar y competir. En verano entrenaba en las piscinas que el extinto Banesto tenía en Pinar del Rey, no te lo perdono Mario Conde, y en invierno en la Conce, polideportivo del Barrio de la Concepción.

¿Mis pruebas preferidas? 100 y 200 libre, 200 estilos y 100 y 200 mariposa. Aunque en mis comienzos lo que solía entrenar eran los 100 braza. De espalda no me gustaba nadar. No sé por qué, quizá por no perder de vista la pared. Nunca sabe uno con quién se va a chocar uno al llegar, en los entrenamientos.

Pero mi gran problema no es nadar, ni el cansancio, ni pasar mucho tiempo en la pileta. Mi problema es la presbicia en el vestuario, algo a lo que no prestaba atención en la adolescencia. Como decía Berto, los vestuarios de las piscinas son humilladeros. Especialmente para los nadadores. Los que bajan del gimnasio vienen vasodilatados. Y aprovechan para pasearse despendolados. Pero los que salimos del agua venimos vasoconstreñidos y con los cremásteres como cuerdas de guitarra. A los de 50 nos da todo igual. What you see is what you get. Pero a los que no llegan a los 30 les ves haciendo piruetas para intentar cambiarse el bañador sin que se note que se les ha quedado pequeña. Adoptan posturas imposibles y penosas. Pero seguro que no les importa.

Bueno, esto tampoco tiene que ver con mi problema. Mi problema es que las taquillas se cierran con un candado con tres ruedecitas que contienen unos números. Cuando se alinean los números en un determinado orden se abre el candado. Cuando se descolocan, se bloquea. Y es por esto, precisamente, y por mi presbicia que, al volver de la ducha, repetidamente, no acierto a revertir el código de apertura. Mi vista cansada y el diminuto tamaño y contraste de los números me impide hacerlo.

Pruebo con todo lo que puedo. Primero con el tacto. Después con el agujero estenopeico que construyo con mis dedos arrugados. Cuando no me queda más remedio tengo que pedir ayuda, lo que no resulta nada cómodo en el vestuario de una piscina. Gente con ojos rojos, piel arrugada, y bañadores de lycra.

A veces me dan ganas de gritar ¿Quién es miope? Porque sé que para ellos es fácil entender lo de ver de cerca. Y además, con la excusa de su vista corta, tengo la oportunidad de explicarles el problema sin tener que decirles «ábreme el candado, por favor».

Háblame de la «mili»

Los hombres españoles de una cierta edad, cuando nos juntamos, hablamos de los días que pasamos prestando el Servicio Militar (la mili) en algún lugar del territorio nacional. Debe ser por algo. La experiencia no nos abandona nunca.

Yo me incorporé relativamente tarde. Acababa de terminar la carrera de medicina y ni me preparé el MIR; en Enero de 1989 entraba como primer remplazo del Regimiento de Artilleria de Campaña Nº 11 (RACA 11) en el acuartelamiento de Vicálvaro.

¿Recuerdan? La Vicalvarada. En 1854, las tropas del general Leopoldo O’Donnell, si el de la Calle O’Donnell, se levantaron contra el gobierno en Vicálvaro. La insurrección trajo el «bienio progresista» durante el reinado de Isabel II. Ahora el recinto es la Universidad Rey Juan Carlos, previo traslado, en la primavera de 1989, del acuartelamiento a otra ubicación en Fuencarral. Justo frente a los estudios de Telecinco. Ahora el RACA 11 está en Burgos.

Para una persona como yo, tan resistente a la disciplina, ir voluntario no había sido una opción. Ir a la milicia universitaria tampoco. Lo hice porque no me quedó más remedio. Y ahí empezó mi brillante carrera «chusquera».

Sin verlo venir, de una manera meteórica, me convertí en Cabo y luego en Cabo Primero, conductor de TOA (transporte oruga acorazado), calculador de la mesa de tiro de los ATP 203-M110 (eso sí que era un cañón y no lo de Nacho Vidal, ni asociándose con Rocco Siffredi), médico del Grupo II, fui mencionado en la Orden del Día por Santa Bárbara por algo que pasó durante unas maniobras en Zaragoza y que no les voy a relatar, pero, sobre todo, fui miembro del escuadrón de tiro.

Mi acceso a este grupo de élite es digno de cualquier película española de la época. O de algún director italiano.

Mientras hacía la instrucción, en el mes de Febrero de 1989, nos llevaron a una base en la sierra madrileña, muy cerca de Colmenar Viejo. Teníamos que pasar todo el día allí realizando unos ejercicios de instrucción y tiro. Yo iba todo compungido, como siempre esos días. Lo que estaba haciendo iba contra mis naturales instintos. Pero no quedaba otro remedio. Totalmente vestido de verde, cargaba con una mochila a la espalda, un casco de Kevlar y un CETME. El cielo era gris, plomizo, y llovía. Bastante. Así que todos íbamos cubiertos por un chubasquero, también verde. Ya saben que en estos sitios, «one size fits all». Daba igual lo que midieras, la prenda era igual para todos.

Soy de corta estatura. Bajito es la manera cariñosa de llamarlo. Así que el chubasquero me arrastraba por el suelo, sin poder evitarlo. No había posibilidad de remangármelo. Esto entorpecía algo mis movimientos. Especialmente cuando nos hicieron subir a una pequeña colina.

De repente, empezaron las órdenes.

– Tenéis que bajar corriendo esta colina. Cuando lleguéis abajo, os tiráis al suelo.

-¡Sí, señor! – respondimos todos al sargento.

– ¿Veis los puestos de tiro?

– ¡Sí, señor!

– Pues desde ahí tenéis que apuntar y disparar a las dianas que tenéis enfrente.

Y así ocurrió. Fueron dando la salida en grupos de cinco. Uno tras otro, los reclutas bajaban a la carrera, se tiraban al suelo, apuntaban al blanco y disparaban. Después de cada grupo, un cabo primero se acercaba y verificaba la puntería de los reclutas. Hasta que le tocó a mi grupo.

– Reclutas, ¡Adelante! – fue la señal de salida.

Empezamos a correr sin control. Cuesta abajo, con el suelo resbaladizo y el chubasquero hasta los pies, fue cuestión de tiempo que me lo pisara, tropezara y fuera a caer, afortunadamente de bruces, en el puesto de tiro, en posición idónea para disparar, lo que hice sin solución de continuidad. Había tenido la mala fortuna de que se me desplazara el casco hacia adelante, con lo que mi visión de la diana había quedado completamente bloqueada, y en la caída había pasado la forma de disparo de mi fusil a ráfaga.

Sonó como si todos los Navy Seal se hubieran confabulado para vaciar sus cargadores contra mi diana. Su color blanco central se fundió a negro, sin que yo hubiera tenido la más mínima voluntad de hacerlo.

Sus miradas me asustaron. «Me levantan consejo de guerra» pensé. Al menos, me quitarían los permisos y encerrarían en el cuartel. Pero no. Para mi sorpresa, me dieron la enhorabuena y me anunciaron que entraba a formar parte del grupo de tiradores de élite del Regimiento. Había agrupado todos los impactos en el centro de la diana.

Y así todo. Siempre termino haciendo lo que no quiero…