La medicina nunca fue natural

La historia de la especie humana no es natural. Es artificial. Cada revolución que nos ha transformado se ha construido sobre lo artificial. El fuego, la escritura, la imprenta, la electricidad, la informática. Cada paso nos ha alejado de la naturaleza y nos ha acercado a lo sintético.

La medicina no es una excepción. Es el ejemplo más evidente. Nació como relato mágico, se convirtió en disciplina científica y hoy es un sistema técnico-industrial. Siempre artificial. Siempre contra la biología desnuda.

Los seres humanos enfermamos porque estamos diseñados para que así sea. Nuestros genes acumulan errores. Nuestros órganos y sistemas fallan. Nuestras células se descontrolan, desgastadas por el uso. Se llama envejecimiento. Termodinámicamente, los organismos no son máquinas optimizadas, sino estructuras que disipan energía de manera local para sostenerse temporalmente contra la entropía. Pero un organismo joven es termodinámicamente mejor que uno viejo. Ambos, joven y viejo, cumplen la misma función termodinámica: tomar energía del entorno y disiparla, aumentando la entropía global. La diferencia está en el grado de orden interno. El joven mantiene un nivel bajo de entropía interna a costa de un gasto energético alto. El viejo ya no puede sostener esa lucha y el desorden gana terreno.

Pero nuestro cerebro, individual y colectivo, como consecuencia de su desarrollo mantiene como fin primordial sobrevivir. A cualquier precio. Por ello nos inventamos la medicina, que opera para retrasar lo inevitable. Y lo hace con herramientas que no existen en la naturaleza: fármacos sintéticos, vacunas, resonancias, robots, algoritmos.

Cada avance médico es una sustitución de lo natural por lo artificial. El hueso fracturado se fija con titanio. El riñón dañado se reemplaza por un trasplante o una máquina. El corazón débil recibe un marcapasos. La mente descompuesta se equilibra con moléculas diseñadas en un laboratorio.

El paciente no busca naturaleza. Busca supervivencia. Y la supervivencia exige artificio. Sin máquinas, sin fármacos, sin quirófanos, la esperanza de vida volvería a lo que fue durante milenios: treinta o cuarenta años.

La medicina moderna no solo prolonga la vida. La redefine. Mantiene cuerpos conectados a sistemas de soporte. Sostiene órganos que no funcionan. Permite que existan personas que, en otro tiempo, no habrían sobrevivido. La vida se convierte en producto de un ensamblaje técnico.

No es un accidente histórico. Es el destino evolutivo de nuestra especie. La transición de lo natural a lo sintético. La medicina no es más que un laboratorio de esa transformación. Hoy hablamos de inteligencia artificial, de edición genética, de biología sintética. Todo encaja en el mismo patrón: reemplazar lo natural por lo diseñado.

El médico ya no es un observador de la naturaleza. Es un ingeniero del cuerpo. Gestiona datos, interpreta imágenes, ajusta algoritmos. Su autoridad no nace de la experiencia personal, sino del acceso a sistemas artificiales. El paciente lo sabe y lo acepta. Confía en la máquina que calcula con precisión, aunque no tenga rostro ni emociones.

La paradoja es clara. Pedimos humanización, pero preferimos la neutralidad de las máquinas. Reclamamos empatía, pero buscamos eficacia. Denunciamos la frialdad de los profesionales, pero confiamos en la lógica de un programa.

Lo artificial no es lo contrario de lo humano. Es lo humano en evolución. La medicina lo muestra sin disfraces. Somos una especie que no se conforma con la biología que recibió. Somos una especie que fabrica su propia biología.

La conclusión es incómoda. No existe una medicina natural. Nunca existió. Siempre fue artificio. Y cuanto más avanzamos, más nos alejamos de la naturaleza. El futuro no será humano frente a lo artificial. El futuro será humano hecho artificial.

La medicina nos lo recuerda cada día.

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