—¿No creéis que es irónico?—rompe el silencio Feynman, mientras sus dedos van dibujando patrones abstractos en el aire—. Inventamos herramientas para conocer el mundo, pero cada respuesta sólo genera más incertidumbre.
—Richard, quizás la incertidumbre no sea una limitación, sino nuestra principal ventaja. ¿Qué seríamos sin preguntas que perseguir? – dice Von Neumann.
Stanislaw Ulam asiente despacio, sus ojos fijos en una idea invisible que flota frente a él:
—La verdadera paradoja es que, mientras más profundizamos, menos seguros estamos de dónde situar los límites. ¿Es la inteligencia humana la única forma posible de entender la realidad?
Tres hombres demasiado inteligentes, De izquierda a derecha John von Neumann, Richard Feynman y Stanislaw Ulman – Los Alamos National Laboratory
—O quizás no exista una sola realidad, Stan. ¿Y si nuestro entendimiento es una de infinitas interpretaciones? Puede que el universo mismo no tenga la menor intención de aclararnos las cosas – dice Feynman repitiendo a la vez su monólogo interno «Amo a mi esposa. Mi esposa está muerta. Amo a mi esposa. Mi esposa está muerta».
—Pero aun así insistimos en hacer preguntas – dice Janos Lajos – Construimos máquinas, teorías, ecuaciones. Intentamos describir la complejidad con herramientas simples, y al hacerlo, corremos el riesgo de reducirla demasiado. ¿No será ese nuestro error?
—Tal vez—interviene Ulam, con voz suave pero precisa—. Pero lo contrario sería rendirse ante el caos, y eso no parece propio de nuestra especie.
—Justamente—replica Von Neumann, arqueando levemente una ceja—. Nuestra fuerza y nuestra debilidad radican en lo mismo: la ambición de comprender lo incomprensible. Construimos bombas que pueden destruir mundos, pero también ideas que pueden transformarlos.
Sin abandonar su pena, Feynman suspira teatralmente, sacudiendo la cabeza:
—Entonces el verdadero problema no es científico ni matemático, sino ético. ¿Qué responsabilidad tenemos frente a lo que creamos?
La pregunta cuelga en el aire. Nadie responde de inmediato. Finalmente Ulam, llevando con parsimonia el cigarrillo que tiene entre los dedos de la mano izquierda a su boca, comenta casi en susurro:
—Quizá nuestro desafío sea aprender a equilibrar el poder con la sabiduría. Porque de nada sirve la inteligencia si carece de conciencia.
Von Neumann se levanta, ajustándose el traje con elegancia matemática:
—En eso, amigos, reside nuestra verdadera tarea. No en resolver todos los enigmas, sino en asegurar que las preguntas que dejamos al futuro sean dignas de ser planteadas.
La idea de que pensar y volar son dos procesos independientes del soporte invita a explorar cómo estas actividades, aparentemente tan distintas, comparten una característica esencial: su capacidad de manifestarse en diferentes sistemas, ya sean biológicos o artificiales. A continuación, reflexionaremos sobre esta idea, destacando las similitudes entre ambos procesos y considerando la distinción clave entre pensar e inteligencia.
Pensar puede entenderse como el acto de procesar información, generar ideas, razonar o tomar decisiones. En los seres humanos, este proceso tiene lugar en el cerebro, un órgano biológico que ha evolucionado para cumplir estas funciones. Sin embargo, no está limitado a este soporte. La inteligencia artificial (IA), por ejemplo, ha mostrado que sistemas basados en algoritmos y computadoras pueden realizar tareas que asociamos con el pensamiento: analizar datos, resolver problemas o incluso «aprender» patrones. Aunque una IA no posea conciencia o emociones, su capacidad para ejecutar estas operaciones demuestra que el pensamiento, como proceso funcional, no depende exclusivamente de un cerebro humano, sino que puede replicarse en otros soportes siempre que se cumplan las condiciones necesarias para procesar información.
De manera similar, volar es un proceso que no está atado a un único tipo de entidad o mecanismo. En la naturaleza, los pájaros vuelan gracias a sus alas, estructuras biológicas perfeccionadas por la evolución. Sin embargo, los aviones, creados por el ingenio humano, también vuelan utilizando principios aerodinámicos y motores, sin necesidad de copiar el aleteo de las aves. Incluso dentro del reino animal, vemos variaciones: los insectos y los murciélagos vuelan con métodos distintos, adaptados a sus propias características físicas. Esto evidencia que el vuelo, como capacidad, puede lograrse a través de diferentes soportes —biológicos o artificiales— siempre que se cumplan las condiciones para superar la gravedad y desplazarse por el aire.
Similitudes entre pensar y volar
La independencia del soporte en ambos casos radica en que lo esencial no es el medio físico en sí, sino el resultado o la función que se logra. Para pensar, se requiere un sistema capaz de manejar información y producir respuestas coherentes; para volar, se necesita superar las fuerzas físicas que atan a un objeto al suelo. Esta flexibilidad sugiere que tanto el pensamiento como el vuelo son procesos definidos por sus objetivos y no por los materiales o estructuras específicas que los hacen posibles. Un cerebro humano y una computadora pueden «pensar» de maneras distintas, pero ambos logran procesar información. Un pájaro y un avión vuelan de formas diferentes, pero ambos surcan el cielo.
Pensar vs. Inteligencia: Una distinción necesaria
Es fundamental aclarar que, aunque relacionados, pensar e inteligencia no son lo mismo. Pensar es el proceso activo de manipular información mentalmente, ya sea para reflexionar, imaginar o resolver algo. La inteligencia, en cambio, implica una cualidad o capacidad: la habilidad de usar ese pensamiento de manera efectiva, adaptarse a nuevas situaciones y aplicar el conocimiento con éxito. Por ejemplo, alguien puede pensar intensamente sobre un problema sin llegar a una solución (mostrando pensamiento, pero no necesariamente inteligencia en ese contexto). De manera similar, una IA puede procesar datos rápidamente (pensar), pero si no logra aprender o adaptarse, su inteligencia queda limitada. Así, el soporte puede permitir el pensamiento, pero la inteligencia depende de cómo se emplea ese proceso.
La independencia del soporte en estos procesos nos lleva a reflexionar sobre las posibilidades futuras. Si el pensamiento puede manifestarse en máquinas, ¿podrían estas llegar a «pensar» como humanos, o hay algo único en nuestra experiencia que trasciende el soporte? Del mismo modo, aunque un avión vuela, no lo hace con la agilidad natural de un pájaro, lo que sugiere que el soporte, aunque no determine la posibilidad del proceso, sí influye en cómo se manifiesta. Esto plantea cuestiones filosóficas y éticas: ¿qué significa ser «pensante» o «inteligente» en un mundo donde los soportes son cada vez más diversos?
Pensar y volar son procesos que trascienden los soportes en los que se desarrollan, ya que pueden ocurrir en sistemas biológicos como humanos o pájaros, o en sistemas artificiales como computadoras y aviones. Esta independencia resalta la naturaleza funcional de ambos: lo que importa es el resultado —procesar información o desplazarse por el aire—, no el medio específico que lo hace posible. Sin embargo, distinguir entre pensar como proceso e inteligencia como capacidad nos ayuda a comprender que, aunque el soporte habilite estas funciones, la calidad y el impacto de su ejecución dependen de cómo se lleven a cabo. Esta reflexión no solo celebra la versatilidad de la naturaleza y la tecnología, sino que también nos invita a imaginar un futuro donde los límites entre lo biológico y lo artificial sean aún más difusos.
Desde el quirófano hasta la calle, desde el latido de un monitor hasta el rumor de la sangre en las sienes, todo es ruido. Un murmullo sin pausa, una vibración que lo cubre todo. Durante años intenté aislarlo, encontrar detrás de él algo puro, esencial. Pero estaba equivocado.
El ruido no oculta la verdad. Lo es.
Cada conversación superpuesta en la sala de espera, cada respiración contenida antes de una mala noticia, cada lamento ahogado entre las paredes del hospital. Ahí está todo. La certeza de la vida no se encuentra en el vacío ni en la pausa. Está en la fricción, en la interferencia, en el choque de ondas que llamamos existencia.
El conflicto es el gatillo que dispara nuestro interés por aprender. Cuando nos topamos con un problema complejo, nuestro cerebro se enciende. Empieza a buscar conexiones, conceptos previos, experiencias pasadas. Esa “lucha productiva” no es un castigo: es el eje de un aprendizaje profundo y duradero. Pero no siempre. No para todos. La comodidad es una droga.
Y hay que tener en cuenta la metacognición. Al resolver un reto, aprendemos a pensar sobre cómo pensamos. Descubrimos vacíos en nuestro conocimiento y desarrollamos estrategias. Memorizamos menos, pero aprendemos más.
Sin embargo, dejar a un aprendiz en la oscuridad total puede ser contraproducente. Especialmente para quien no responde bien a los retos, el apoyo docente es esencial. No hay que entregar la solución en bandeja, pero tampoco hay que exigir que floten en la duda. Proponer ejercicios iniciales, ofrecer pistas y, cuando sea oportuno, mostrar ejemplos trabajados en detalle, es clave.
Como siempre, hay que buscar el equilibrio. Aunque cualquier balance debe ser personalizado. Nunca es para todos igual, ni lo mismo. Tenemos que presentar un problema y dejar que nuestros cerebros aprendan a disecarlo. Ofrecer guías cuando se atoren, pero no antes. Al final, se trata de reforzar nuestras redes neuronales con casos similares para consolidar la comprensión.
La exploración y el descubrimiento fabrican hábitos de pensamiento. Fomentan la creatividad y la capacidad de adaptación. Y, sobre todo, nos entrenan para enfrentar la incertidumbre con solvencia.
Estamos en un punto crítico en el que el potencial de la inteligencia artificial (IA) parece ilimitado, pero también lo son los riesgos que conlleva. Shahar Avin, investigador en el Centro para el Estudio del Riesgo Existencial, y Gadi Evron, experto en ciberseguridad, nos invitaron a reflexionar sobre este momento histórico en el reciente forum sobre Embodied AI organizado por la Fundación Bankinter dentro de su programa de Future Trends Forum. Entre la promesa de un futuro brillante y la sombra de un posible desastre, la pregunta es inevitable: ¿cómo asegurarnos de que la IA se convierta en una herramienta para el progreso y no en el catalizador de nuestra propia destrucción?
Para Avin, los riesgos existenciales son aquellos que amenazan con borrar a la humanidad o limitar de forma irreversible nuestro potencial. La IA, con su capacidad para transformar cada aspecto de nuestras vidas, también encierra un peligro latente. Desde sistemas que actúan fuera de nuestro control hasta el uso malicioso de la tecnología, las posibilidades de daño no pueden ser ignoradas.
Evron, desde su experiencia en la ciberseguridad, nos alerta sobre las vulnerabilidades inherentes en cualquier tecnología. En el caso de la IA, estas vulnerabilidades pueden escalar a niveles catastróficos si no se abordan desde su diseño. «La IA es solo tan segura como las medidas que implementamos para protegerla», señala con precisión.
El dilema de la innovación y la seguridad
Uno de los mayores desafíos que plantea la IA es el equilibrio entre el avance tecnológico y la precaución necesaria. ¿Cómo podemos aprovechar el poder de la IA sin correr riesgos innecesarios? Avin y Evron coinciden en que la clave está en actuar con previsión.
Avin aboga por un enfoque basado en pruebas rigurosas y evaluación continua. Desde el Instituto de Seguridad de la IA en el Reino Unido, trabaja para identificar los riesgos antes de que se materialicen. Según él, «la verdadera innovación no está en crear sin freno, sino en asegurarnos de que lo creado sea seguro y beneficie a todos».
Por su parte, Evron enfatiza la importancia del diseño seguro desde el principio. Utiliza una metáfora sencilla pero poderosa: «Construir un sistema de IA sin pensar en su seguridad es como levantar un rascacielos sobre cimientos de arena. El colapso es inevitable».
La responsabilidad colectiva
Pero este no es un desafío que puedan afrontar solos los expertos o los legisladores. Avin subraya la necesidad de un enfoque interdisciplinario que combine tecnología, ética, sociología y política. Solo con una diversidad de perspectivas podemos crear sistemas de IA que reflejen las complejidades de la humanidad.
Evron complementa esta visión, argumentando que las alianzas entre tecnólogos, gobiernos y expertos en seguridad son esenciales. «No se trata de qué puede hacer cada sector por separado, sino de cómo podemos colaborar para protegernos colectivamente», afirma.
El desenlace depende de nosotros
La narrativa de la inteligencia artificial aún está por escribirse, pero una cosa está clara: la forma en que gestionemos sus riesgos y posibilidades definirá el curso de la historia. Como humanidad, tenemos el poder de convertir la IA en un motor de progreso que nos impulse hacia un futuro mejor o en una herramienta que exacerbe desigualdades y genere caos.
La reflexión no puede esperar. ¿Estamos preparados para hacer las preguntas difíciles? ¿Para tomar decisiones con la mirada puesta en el largo plazo? Como bien dice Avin, “el progreso sin preparación no es progreso, es un riesgo disfrazado”.
El agua estaba quieta, muy limpia. Cristalina. Se veía perfectamente el suelo en las escaleritas con peldaños rugosos de color azul, que daban a la parte de las calles señalizadas con las líneas negras . De las que luego se me clavarían en el cerebro. Quería ser el primero en meterme en el agua. Esas obsesiones mías tan habituales ya aparecían desde temprana edad. Si quiero algo, lo quiero ya.
Era un día entre semana, martes, porque mi hermano nació un martes, y las instalaciones estaban medio vacías a las 11;00 am. Yo salí corriendo del vestuario, dejando a mi padre detrás, iba preparado con mi bañador, puesto desde casa, metido en el flotador, sujetándolo alrededor de mi cintura con las dos manos a cada costado. Todo estaba en silencio. No había nadie a mi alrededor. O al menos no me había fijado. Cuando tienes cuatro años y vas a hacer algo que te apasiona, meterte solo al agua, el mundo se reduce a dos o tres metros alrededor. ¿Socorrista? Venga, que estamos en el Madrid de los 60.
Bajé al primer peldaño de la escalera, decidido a tirarme al agua. De cabeza, como había visto a mi padre hacer. Porque mi padre nadaba muy bien, que no lo he dicho. Y lo hice como él. De cabeza.. Sin pensármelo. Nada de taparme la nariz. Eso no lo hacen los mayores que saben nadar.
Entré bien en el agua. Fría, eso sí. Pero entré bien. No voy a exagerar. Pero igual de bien que entré yo en el agua salió mi flotador por los pies. Un pequeño de cuatro años pierde el flotador en una zona de la piscina donde la profundidad era de 1.20 metros.
A ahogarse.
No sabía flotar. Todavía. Subía. Abría la boca para respirar. Bocanada. De agua. Bajaba., Me impulsaba en el suelo. Pataleaba, intentando subir a coger aire. La superficie estaba e encima. Pegada. Quería llegar. Abría la boca, pero nada, otra vez lo único que entraba por mi boca y nariz era agua. Cada vez me angustiaba más. Seguía chapoteando, sacando la cabeza para respirar, pero ¿éxito? Ninguno. Los que van a morir te saludan.
El tiempo que puede estar así, arriba y abajo, no lo sé. Imagino que no mucho. Pero se me hizo una eternidad. Morirse ahogado sin saber nadar es algo angustioso, me temo. Y ahí me hallaba yo, a lo mío, por ansioso, ahogándome, hasta que noté una mano que me agarró de un brazo.
¡Desamparados!
Esa cría de seis años me arrastró hacia las escaleras. Me dejé llevar hasta que alcance un escalón donde hacer pie y me levanté. Tenía los ojos abiertos con los globos oculares fuera de las órbitas, mientras boqueaba cual pez fuera del agua. Desamparado.
Gritando, salí corriendo a la búsqueda de mi padre.
Papá, papá, me he ahogao. Papá, me he ahogao – no paraba de gritar como un poseso.
Y así es. Cuando te has «ahogao» con cuatro años, has cumplido. Cuando te has quedado sin aire, bajo el agua, solo, con cuatro años, lo demás no es importante. Si te has «ahogao» con cuatro años, ya no te puedes ahogar más. Nada de lo que viniera después me quitaría la respiración. Al menos no me haría sentir así. Ya me había «ahogao». No te puede pasar dos veces.
Y desde ese día, cada vez que la veía, a ella, a Desamparados, en la piscina, dentro o fuera del agua, me brillaban los ojos. Y se me llenaban de agua. Otra vez. Me encantaba pasar tiempo con ella. Era mayor. Me daba seguridad. Hasta que un día, dejé de verla. No sé dónde fue.
Por mi parte, aprendí a nadar. Ante las dificultades, antifragilidad. Di que sí, Taleb. Con cinco años ya estaba en el equipo de natación. La braza parecía mi destino.
¿Por qué elegí la natación? No por antifrágil. Lo de antifrágil no se conocía en aquella época. Taleb, en los 70, también era un crío y no imaginaba cisnes negros, no sabía lo que era skin in the game y, ni mucho menos, la antifragilidad. Eso son soplapoileces profundamente superficiales comparado con cómo se las jugaban en los 70 en un barrio de trabajadores de Madrid, hoy convertido en un hub global de datos, me refiero al barrio, pero entonces con mucho campesino emigrado a la ciudad, que había criado una segunda generación de drogadictos y delincuentes. Aquí sobrevivías. Como Tony Manero. Soñando con cruzar el puente de Verrazano camino de Manhattan.
Muchos no llegaron. Unos cuantos se tiraron por el puente montados a caballo. Como mi compañero de pupitre. En la siguiente oleada, sin sospecharlo, camino de Venus en un barco, se les llenaron las venas de virus. En fin, que los que no se habían tirado cayeron.
Habiendo tantos deportes disponibles, uno escapa de las cuadrigas y se hace nadador. Un deporte introvertido, aburrido, incómodo, húmedo, para divergentes. Ya adelanto que el fútbol imposible. No me veía yo con otros 21 jovencitos en pantalón corto corriendo detrás de una pelota. Cuando tocaba el reparto de jugadores en el cole, me tocaba de portero. Tiraban a dar. Y yo no he venido a la vida a sufrir, así que me retiraba. Era muy básico, ni lo probé. Intenté el hockey. Sobre patines, de ruedas. Con sus bolitas y sus rodamientos. Porque tenía las ASLO altas. Me pedían unos análisis y tenía 333. Eso marca por la cifra, que es la mitad de la bestia. El innombrable. Lucifer. El anticristo. Digo yo. Aunque no abandoné la fe hasta más tarde. Al hacer la comunión, o un poquito antes. Creer no es un verbo que se lleve bien conmigo. Por no creer, no creía ni en mi mismo.
¡Joder con las ASLO y las fiebres reumáticas! Y el bencetazil. Un millón doscientas mil unidades. En los glúteos. Semanalmente. ¡Qué dolor! No se me borra la cara del practicante, calvo, con sonrisa sádica. Ahora sería enfermero. Golpe, golpe y pinchazo. Y esa cristalización que bloqueaba la pierna y que nunca desaparecerá de mi memoria.
No se me daba mal el hockey. Porque patinaba bien. Pero no, tampoco me veía dando golpes a una pelotita. En cuanto puede y se me pasó lo de las ASLO, volví al agua. En medio de esa travesía conocí a Gustavo Klint en el Hospital de La Princesa , la cirugía, otra pasión. Fue el nacimiento de una amistad inquebrantable con mi alter ego. Cirujano también.
Además de a mis padres y a mi abuela, le debo la vida y mi afición al agua a las mujeres. O a una mujer. No me voy a dedicar a ensalzar a mis ancestros. Mi agradecimiento a ellos no se puede contar con palabras. Pero, en general, salvo que hayáis sido concebidos en un Mundo Feliz, de Aldous Huxley – ¡cómo me impresionó aquella seríe! -, todo humano tiene unos. Padres. Buenos, malos, regulares. Como toque. Por eso lo de esas exhibiciones pornográficas de amor a las madres me incomoda. Porque es bueno recordar cuando uno se viene arriba que todo sapiens, como yo, como el presidente de los Estados Unidos, del Gobierno de España o de su comunidad de vecinos, tiene una. Madre. Alta, baja, delgada, gorda. Adorable o insoportable. Despegada o helicóptero. Hasta que la pierde. Pero cada uno la suya. La mejor. La única. A veces quieren tanto que adoptan. O se deshacen de sus hijos por quién sabe qué. E igualmente, para bajarnos un poco al suelo, todos venimos de un orgasmo. Trump, Biden, Kamala, Pedro o Penélope. Uno mínimo. Menos frecuentemente de su madre. Más del padre. El orgasmo. Que también todos tenemos uno. Padre.
De lo del orgasmo me hice cargo pasado el tiempo, leyendo el Cosmopolitan. O el Superpop. No recuerdo, Me enteré de que algunos, con suerte, vienen de dos. Y con mucha mucha suerte, de dos simultáneos. El placer es caprichoso pero imprescindible para que te cruces, trabajes, hables, incluso intercambies material genético con otros miembros de la especie. No entiendo por qué esos mismos se ponen tan estupendos con «Todo sobre mi madre». Todos, sin excepción, somos reproducción, con variación y selección. Cis, trans, lo que quieras.
Pero voy a volver a mi afición y a mi vida. Y al agua. A lo que íbamos. Mi vida y mi afición por nadar, por este orden, se la debo a una mujer. Desamparados. Mi primer gran amor. Mi salvadora. Era casi un bebé. Yo no sabía nada. De nadar tampoco. Por eso me pasó lo que les voy a contar.
Tenía cuatro años. Ni más ni menos. Yo. Ella seis. Lo recuerdo sin duda alguna porque fue el mismo día que mi hermano vino al mundo. Así que mi renacimiento a la vida no es por la madre que me parió, en ese momento ocupada trayendo al mundo a mi hermano. Tampoco a mi padre, que el pobre me perdió de vista por unos instantes con el flotador naranja de goma rugosa alrededor de mi cintura.
Ya hacía mucho calor en verano. En el agosto de finales de los 60 no había oleadas. Hacía calor. Del calor de país en desarrollo, de viejos sentados a la puerta de las casas con un silla y un botijo. En los barrios de Madrid. De señoras de negro, con abanico. Porque el luto seguía existiendo. Rigurosamente negro. Cotilleando. «Qué mira que es malo ese niño». Calor de país por industrializar, sacando gente del campo para traerla a las ciudades con los planes de desarrollo de López Rodó y la tecnocracia del Opus. Que a Franco el Opus le servía porque le servía. Gente con ganas de prosperar, «para que nuestros hijos no pasen lo que hemos pasado nosotros», cuánto daño ha hecho eso. Más cornadas que el hambre ha dado esa frase. Para luego dedicar tiempo a la barra de los bares, echando de menos el pueblo, entre carajillo y pluriempleo. Un calor de televisor sin color. En taxis SEAT 1500 con raya roja que cruzaba el negro. En verano. Con las ventanillas abiertas de para en par. O de tranvía por la calle Arturo Soria, que al autobús de la línea 70 todavía le quedaba por llegar. Y un olor a gallinejas y entresijos cuando pasabas por aquel bar en el bulevar, según se llegaba al cruce con López de Hoyos – no confundir con López Rodó -. Sin saber si bajar de aquel vagón azul y blanco a comer o a vomitar. Un calor sin aire acondicionado. Un calor sin expectativa de que no lo hiciera. Sólo esperando sobrevivir. Por eso, a mi, de pequeño, me llevaban a la piscina desde primera hora, a las instalaciones deportivas de un famoso banco que ya no existe. Una de las ventajas para los empleados de un banco español; y para sus familiares.
Por esas cosas de la coincidencia, la mujer de mi vida, la que me la salvó, tenía por nombre Desamparados. ¡Justicia poética!
La natación no es un deporte. Es un experimento social. O mejor dicho, antisocial. De antifragilidad bajo tortura. Primero, por la manera de entrenar el cuerpo y la mente. De ida y vuelta, Hora tras hora. Día tras día. Luego por la competición. En un medio en el que los humanos somos extraños. Discapacitados. Sin ver, oir, ni hablar. Salvo con uno mismo. Aprendes a reconocer a quien te rodea por el sonido que generan sus cuerpos al chocar con el agua. Así sabes quién son. Cómo están. Incluso qué quieren. Todo lo que se aprende en el agua se mantiene. Para toda la vida. Pero eso sólo lo he comprendido retrospectivamente.
Si se quiere llegar a algo, a competir me refiero, se comienza pronto, a los cinco, seis o siete años. En los inviernos, te meten en un edificio que es una gran caja que huele a lejía. Cuando lo vuelvo a oler me pican los ojos. Es un reflejo condicionado. Fuera hace frío y está oscuro. Anochece pronto. Además, los cristales del recinto están empañados. A veces se condensan gotas. Me recuerdan a lágrimas, Y al dolor de los hombros.
En los años 70 no había actividades extraescolares. Las parejas se preocupaban de sus hijos más que de sus perros, pero no se pasaban el día llevándoles a clase de piano, pintura creativa o estimulación cognitiva para superdotados. A los hijos, no a los perros. Al menos no en mi barrio. Ahora suelen llevar a los perros también.
En mi barrio, sólo unos pocos padres llevaban a sus hijos a hacer deporte. No era por la formación del cuerpo y el alma. Era para evitar que delinquieran. Mi barrio no era ideal. Más bien muy peligroso. Más para los crios. Mi compañero de pupitre en la educación primaria ya había muerto de una sobredosis antes de los dieciocho años. Le sigo recordando tal cual era. Una tristeza. Pero para que no crean que de ese barrio sólo salíamos delincuentes o muertos, aclaro que del mismo lugar también salió un astronauta. ¡Ah! Y el dueño de mi colegio montó una universidad privada de mucho éxito. En. fin, ninguno de mis compañeros de colegio, con un desarrollo emocional llamémosle normal, para la época, prefería meterse en una piscina que dar patadas a un balón, jugar a las canicas con los amigos o meterse en unos recreativos para perfeccionar su técnica con el futbolín y pincharse algo. Salvo Oscar.
A la misma hora. Entrada en el recinto deportivo y desfile al vestuario. Todos con grandes bolsas. Los del Canoe en los 70 llevaban la inscripción «Macho ibérico». Los veía en los campeonatos de Castilla. Yo tenía una mochila cilíndrica azul marino de Speedo. Las dos superficies de los extremos estaban adornadas con multitud de banderas de los Estados Unidos. También tenía un bañador Speedo con la misma bandera. Me gustaba coleccionar bañadores. Tener el último bañador visto en una competición internacional era mi mayor afición. Pero eran caros. Así que los pedía como regalo por las buenas notas. Sacaba buenas notas aunque decían que era muy vago. Eso se lo deben decir a todos, por cierto. Que si me esforzara más podría rendir mejor. También los pedía por mi cumpleaños. Diría que todos los nadadores tienen un cierto grado de exhibicionismo, en notable contraste con la introversión generalizada que imprime este deporte. Por lo de la discapacidad, me refiero.
Tras los habituales comentarios de los miembros del equipo, en el caso del masculino, en el cambio de indumentaria, se guarda la ropa, se pone uno la toalla al hombro y se adentra en el recinto de la piscina. Tras dejar la bolsa en una esquina, hay que ponerse un gorro que bloquea el paso de sonido. Oídos sordos para empezar. Luego, ajuste de unas gafas que se encajan en las órbitas. El ambiente es húmedo y pegajoso por el vapor. Los cuerpos medio desnudos caminan como autómatas hacia el borde de la cubeta. Los entrenadores disponen una pizarra con la rutina de entreno: calentamiento 400, brazos 600, piernas 500. Series… Según sea tu especialidad, entrenas fuerza, resistencia o velocidad.
Luego, rodeado de esos otros cuerpos en remojo, haces 25 metros de ida. Y otros 25 de vuelta, sin parar, una y otra vez. No escuchas. No ves. No hablas. Sólo buscas referencias. Miras la linea negra del suelo. Esa línea negra se te marca. En el cerebro. Más que la goma de las gafas, del bañador o del gorro. A veces golpeas tu mano contra alguien que viene en sentido opuesto. O te frena la patada de quien tienes delante. Brazada, tras brazada, tras brazada, volteas, brazada, otra brazada, una más y volteas.
Esto mismo pasa en verano. Primero por la mañana. Luego por la tarde. La ventaja es que estás al aire libre. La piscina es más larga. Cincuenta metros. Hay luz desde que empiezas hasta que acabas. Se te ocurre jugar al mus entre entreno y entreno. Pero sigues teniendo la línea negra metida en el cerebro.