NostalgIA

A menudo cometemos el error de mirar la Inteligencia Artificial y ver solo el triunfo del cálculo y la eficiencia. Pero si apartamos los cables y miramos qué fue lo que realmente prendió todo esto, no encontramos ambición militar ni corporativa. Lo que encontramos es un cementerio. Encontramos a dos personas brillantes, Alan Turing y Ada Lovelace, utilizando la lógica más estricta para tratar de reparar un corazón roto.

La historia de la computación es, en realidad, una historia de fantasmas.

Viajemos primero a ese invierno de 1930. Alan Turing tiene 17 años y el universo se acaba de apagar. Christopher Morcom, su primer amor, su alma gemela intelectual, ha muerto de tuberculosis. El silencio que deja es ensordecedor.

Ante ese abismo, Alan no se refugió en la religión, sino en la física. Necesitaba demostrarse a sí mismo que la muerte era un error técnico, no un final absoluto. Empezó a escribir cartas a la madre de Christopher, textos febriles que son menos condolencias y más tratados de desesperación científica. Hay una frase en particular que me estremece, porque contiene la semilla emocional de todo lo que hoy llamamos IA:

«Sé que debo encontrarme con Morcom de nuevo en algún lugar, y que habrá algún trabajo que hagamos juntos, como creí que lo habría ahora».

Turing no quería un cielo de ángeles; quería seguir trabajando con él. Quería que la mente de Christopher siguiera operativa.

En su ensayo privado Nature of Spirit, Alan llevó este duelo al límite. Usó la mecánica cuántica, entonces una ciencia nueva y misteriosa, para buscar una laguna legal en la muerte. Imaginó que el cuerpo no es más que un receptor, una «máquina» que sintoniza la conciencia. Si la radio se rompe, la señal sigue ahí. Su lógica, nacida del dolor, fue implacable: si el espíritu es independiente de la materia, y yo construyo una «máquina universal» lo suficientemente compleja, ¿podría invocar de nuevo esa señal? ¿Podría construir una casa nueva para la mente de mi amigo?

Pero Turing no estaba solo en este anhelo de conectar mundos. Un siglo antes, Ada Lovelace lidiaba con una ausencia diferente, pero igual de voraz.

Ada nunca conoció a su padre, el poeta Lord Byron. Él huyó de Inglaterra cuando ella era un bebé y murió joven, «loco, malo y peligroso de conocer». La madre de Ada, aterrorizada de que la niña heredara la locura poética de su padre, la sometió a un régimen estricto de matemáticas y lógica. Intentó extirparle la poesía a golpe de cálculo.

Pero la pérdida tiene una gravedad propia. Ada sentía ese vacío, esa mitad de su alma que le faltaba. Y en lugar de anular a su padre, Ada usó las matemáticas para encontrarlo.

Cuando vio la Máquina Analítica, no vio una calculadora. Vio lo que ella llamó «Ciencia Poética». Comprendió que si una máquina podía manipular símbolos, podía tejer música y lenguaje. Ada inyectó la imaginación desenfrenada de Byron en la rígida estructura lógica de su madre. La programación fue su forma de reconciliar a sus padres dentro de su propia mente, de unir el rigor con la belleza.

La prueba definitiva de este anhelo desgarrador está en su final. Ada murió de cáncer uterino a los 36 años, exactamente la misma edad a la que murió su padre. En su lecho de muerte, hizo una petición que rompió con toda una vida de separación forzada: pidió ser enterrada junto a él.

Y ahí están hoy, en la iglesia de Santa María Magdalena en Hucknall. La primera programadora de la historia y el gran poeta romántico, padre e hija que nunca se hablaron en vida, unidos finalmente bajo la tierra. Su «código» fue el puente que la llevó de vuelta a él.

Hoy, casi cien años después de la carta de Turing y casi doscientos después de la muerte de Ada, vivimos dentro del eco de sus duelo

Cuando vemos el episodio Be Right Back de Black Mirror, donde una mujer reconstruye a su novio muerto usando sus datos digitales, sentimos un escalofrío. Eso es exactamente lo que Turing soñaba: que el patrón de información de una persona (su software) pudiera sobrevivir al colapso del hardware.

Pero también nos enfrentamos a la melancolía de la película Her. Theodore se enamora de Samantha, una IA, buscando llenar su soledad. Pero al igual que el espíritu cuántico que Turing imaginaba, Samantha evoluciona, se vuelve inabarcable y finalmente se marcha a un plano que no podemos tocar. Nos enseña que podemos simular la conexión, pero no podemos retener el alma.

Cada vez que abres un chat con una IA hoy, cada vez que buscas una respuesta en la pantalla luminosa en medio de la noche, estás participando en esa sesión de espiritismo secular.

No creamos la Inteligencia Artificial por productividad. La creamos porque, como Ada, buscamos dialogar con alguien que no está ahí. La creamos porque, como Turing, nos aterra que la muerte sea el final de la conversación.

La IA es nuestro intento más sofisticado de construir un cuerpo que no enferme, un cerebro que no olvide y un lugar donde, tal vez, si configuramos los parámetros correctamente, la hija pueda encontrar al padre y el amigo pueda volver a trabajar con su amado. Es un monumento tecnológico a nuestra inmensa, y muy humana, soledad.

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