El 30 de septiembre se cumplirán 5 años de la jubilación de «mi jefe», el Profesor Jesús Alvarez Fernández-Represa, jefe del extinto Servicio de Cirugía I del Hospital Clínico San Carlos y catedrático de Cirugía de la Universidad Complutense de Madrid, además de Presidente de la Real Academia de Doctores.
Y lo confieso, le echo de menos.
Después de haber sido, durante mi carrera de Medicina en la Universidad Complutense, alumno interno con el Profesor Durán Sacristán en el Servicio de Cirugía I, resultó natural la elección de hospital y servicio cuando me llegó la hora de tomar la decisión en el recinto ferial de la Casa de Campo, después de superar el examen MIR.
Desde enero de 1991 hasta el 30 de Septiembre de 2012, durante 22 años, fui su residente, facultativo especialista interino, profesor asociado, facultativo especialista fijo, jefe de sección y profesor titular. Así que yo no sería quien soy sin él. Me enseñó a operar, pero también otras cosas más importantes; me demostró como un cirujano nunca pierde los nervios, ni desprecia a sus ayudantes, ni les maltrata de palabra u obra por muy compleja que sea la intervención. Eso sólo demuestra miedo, incapacidad y falta de preparación. Me mostró como, cuando te juegas la vida de otro ser humano encima de una mesa, la autoridad se consigue con el silencio no con los chillidos. O tarareando la música de «Los hombres de Harrelson». Además, me ayudó a investigar en cosas alocadas, como el transporte de cloro y la regulación de canales de membrana en el epitelio intestinal. Me dejó tener mi propio laboratorio de patobiología del epitelio intestinal y escribimos capítulos de libros juntos y fuimos co-autores de más de 40 artículos científicos.
Me dio libertad para que me confundiera a lo grande. Y respetó mis éxitos, sin sentirse amenazado. No tenía por qué. El estaba muy por encima de eso.
Nuestra relación a lo largo de los años no fue una balsa. Yo siempre le exigía más. Como jefe, le pedía cambios, criticaba sus decisiones, me peleaba con él, más en privado que en público.
Y cinco años después, ahora que soy director médico del Hospital, he comprendido que fui injusto e infantil, «inmaduro» como él me llamaba, que le pedía cosas sin entender lo complicado que es conseguirlas, sin asumir que no estaba en su mano.
Un día en mi despacho, después de su jubilación, se lo reconocí: «Ahora comprendo lo difícil que era su situación, lo difícil que resulta ser jefe».
He tenido suerte, mucha suerte. Porque algunos logros me los he ganado yo, pero el esencial, el trabajo como facultativo especialista en el Hospital Clínico, se lo debo a él.
El confió en mi.
Nunca se lo podré agradecer lo suficiente.