Hay un texto circulando por las redes sobre lo que significa ser médico. Como toda buena leyenda urbana lo atribuyen al «dios» griego de la medicina, Esculapio, hijo de Apolo y Coronis.
El pobre Esculapio debería revolverse por ser sometido a dos castigos. El primero, morir por un rayo lanzado por Zeus, que no estaba nada contento con sus labores de cirujano para restaurar la vida de los muertos. El segundo, atribuirle unas palabras a su hijo que nunca escribió.
Sin embargo, conviene releerlo porque algunas de las cosas que dice el texto siguen estando vigentes, a pesar de la evolución de la profesión médica.
”¿Quieres ser médico, hijo mío? Aspiración es ésta de un alma generosa, de un espíritu ávido de ciencia. ¿Deseas que los hombres te tengan por un Dios que alivia sus males y ahuyenta de ellos el espanto? Has pensado bien en lo que ha de ser tu vida? Tendrás que renunciar a la vida privada; mientras la mayoría de los ciudadanos pueden, terminada su tarea, aislarse de los importunos, tu puerta quedará siempre abierta a todos; a toda hora del día o de la noche vendrán a turbar tu descanso, tus placeres, tu meditación; ya no tendrás horas que dedicar a la familia, a la amistad o al estudio; ya no te pertenecerás. Los pobres, acostumbrados a padecer, no te llamarán sino en caso de urgencia; pero los ricos te tratarán como a esclavo encargado de remediar sus excesos. Habrás de mostrar interés por los detalles más vulgares de su existencia, decidir si han de comer ternera o cordero, si han de andar de tal o cual modo cuando se pasean. No podrás ir al teatro, ausentarte de la ciudad, ni estar enfermo; tendrás que estar siempre listo para acudir tan pronto como te llame tu amo.
Eras severo en la elección de tus amigos; buscabas la sociedad de los hombres de talento, de artistas, de almas delicadas; en adelante, no podrás desechar a los fastidiosos, a los escasos de inteligencia, a los despreciables. El malhechor tendrá tanto derecho a tu asistencia como el hombre honrado: prolongarás vidas nefastas, y el secreto de tu profesión te prohibirá impedir crímenes de los que serás testigo.
Tienes fe en tu trabajo para conquistarte una reputación: ten presente que te juzgarán, no por tu ciencia, sino por las casualidades del destino, por el corte de tu capa, por la apariencia de tu casa, por el número de tus criados, por la atención que dediques a las charlas y a los gustos de tu clientela. Los habrá que desconfiarán de ti si no usas barba, otros si no vienes de Asia; otros, si crees en los dioses; otros, si no crees en ellos. Te gusta la sencillez: habrás de tomar la actitud de un augur. Eres activo, sabes lo que vale el tiempo: no habrás de manifestar fastidio ni impaciencia; tendrás que soportar relatos que arranquen del principio de los tiempos para explicarte un cólico; ociosos te consultarán por el solo placer de charlar. Serás el vertedero de sus disgustos, de sus nimias vanidades. Sientes pasión por la verdad, ya no podrás decirla. Tendrás que ocultar a algunos la gravedad de su mal; a otros, su insignificancia, pues les molestaría. Habrás de ocultar secretos que posees, consentir en parecer burlado, ignorante, cómplice. Aunque la Medicina es una ciencia oscura, a quien los esfuerzos de sus fieles van iluminando de siglo en siglo, no te será permitido dudar nunca, so pena de perder todo crédito. Si no afirmas que conoces la naturaleza de la enfermedad, que posees un remedio infalible para curarla, el vulgo irá a charlatanes que venden la mentira que necesita. No cuentes con agradecimientos: cuando el enfermo sana, la curación es debida a su robustez; si muere, tú eres el que lo ha matado. Mientras está en peligro te trata como un dios, te suplica, te promete, te colma de halagos; no bien está en convalecencia, ya le estorbas, y cuando se trata de pagar los cuidados que le has prodigado, se enfada y te denigra. Te compadezco si sientes afán por la belleza: verás lo más feo y repugnante que hay en la especie humana, todos tus sentidos serán maltratados. Habrás de pegar tu oído contra el sudor de pechos sucios, respirar el olor de míseras viviendas, los perfumes harto subidos de las cortesanas, palpar tumores, curar llagas verdes de pus, fijar tu mirada y tu olfato en inmundicias, meter el dedo en muchos sitios. Cuantas veces, un día hermoso, lleno de sol y perfumado, o bien al salir del teatro, de una pieza de Sófocles, te llamarán para un hombre, que molestado por dolores de vientre, pondrá ante tus ojos un bacín nauseabundo; diciéndote satisfecho: “Gracias a que he tenido la precaución de no tirarlo”. Recuerda, entonces, que habrá de parecer que te interesa mucho aquella deyección.
Hasta la belleza misma de las mujeres, consuelo del hombre, se desvanecerá para ti. Las verás por la mañana desgreñadas, desencajadas, desprovistas de sus bellos colores y olvidando sobre los muebles parte de sus atractivos. Cesarán de ser diosas para convertirse en pobres seres afligidos de miserias sin gracia. Sentirás por ellas más compasión que deseos. Tu vida transcurrirá como a la sombra de la muerte, entre el dolor de los cuerpos y de las almas, entre los duelos y la hipocresía que calcula a la cabecera de los agonizantes: la raza humana es un Prometeo desgarrado por los buitres. Te verás solo en tus tristezas, solo en tus estudios, solo en medio del egoísmo humano. Ni siquiera encontrarás apoyo entre los médicos, que se hacen sorda guerra por interés o por orgullo.
Únicamente la conciencia de aliviar males podrá sostenerte en tus fatigas. Piensa mientras estás a tiempo; pero si, indiferente a la fortuna, a los placeres de la juventud; si sabiendo que te verás solo entre las fieras humanas, tienes un alma bastante estoica para satisfacerse con el deber cumplido sin ilusiones; si te juzgas bien pagado con la dicha de una madre, con una cara que sonríe porque ya no padece, o con la paz de un moribundo a quien le ocultas la llegada de su muerte: si ansías conocer, penetrar todo lo trágico de su destino, entonces sí… ¡Hazte médico, hijo mío!”.