Tenía unas rutinas completamente embutidas en su software mental.
Y esa mañana de su debút televisivo no iban a cambiar.
Aunque se fuera a convertir en el presentador postmoderno de la «gran comunicadora».
Sus rutinas eran adictivas.
Y masturbatorias.
Necesitaba repetir y repetirlas, una tras otra, para sentir placer.
Había pasado horas y horas viendo televisión.
Para aprender.
Todos los días tenía que comer una manzana por el hierro y un platano (la fruta) por el potasio.
Y también una naranja, para la vitamina C.
Y una taza de té verde sin azúcar para prevenir la diabetes.
Se tomaba un mínimo de dos litros de agua distribuidos en sorbitos a lo largo de 24 horas.
(Sí. Y mearlos, que le llevaba el doble del tiempo que consumía tomándoselos).
Siguiendo los consejos de los dietistas que aparecían en las páginas de salud, se metía diariamente un yogurín para tener “L.Cassei Defensis”, que nadie sabe qué coño es, pero parece que si no ingieres un millón y medio de esos putos bichitos al día entras a ver a la gente como borrosa.
También cada día una aspirina, para prevenir los infartos.
Y el dolor de cabeza.
Además, un vaso de vino tinto, para lo mismo.
Y otro de blanco, para el sistema nervioso.
Y uno de cerveza, aunque ya ni recordaba para qué era.
Nunca había probado a tomárselo todo junto, aunque estaba seguro de si lo hacía le sobrevendría un derrame cerebral ahí mismo.
Por supuesto que todos los días tomaba grandes cantidades de fibra.
Mucha, muchísima fibra. Kiwis, plantaben, emuliken, cenat…
En una ocasión, haciendo fuerza sentado en la taza del baño, ejerció tal presión sobre sus cavidades que se le ingurgitaron las venas del cuello como si fuera un cantaor de flamenco y los ojos se le saltaron de las cuencas.
Al relajarse, tuvo la sensación de haber cagado un suéter de Oscar de la Renta.
Era su propia impresión 3D intestinal.
Estaba totalmente concienciado de que había que hacer entre cuatro y seis comidas diarias, livianas, sin olvidarse de masticar cien veces cada bocado.
Haciendo el cálculo, sólo en comer consumía unas cinco horitas.
¡Ah! y lavarse los dientes después. Después de cada comida se lavaba los dientes, o sea, después del yogurín los dientes, después de la manzana los dientes, después del plátano (la fruta) los dientes… y así hasta desgastárselos.
Y pasarse hilo dental, masajeador de encías, traguitos de Listerine…
El sueño reparador era otra de sus rutinas.
Siempre ocho horas.
Y ahora también trabajar otras ocho en la televisión, con esa gran periodista amante del color negro en sus libros.
Más las cinco que emplaba en comer, veintiuna.
Le iban a quedar tres para su libre disponibilidad.
Según las estadísticas, vemos tres horas diarias de televisión.
Bueno, él ya no podría.
Estaría dentro de ella.
Todos los días caminaba por lo menos media hora (Dato por experiencia: a los 15 minutos se daba la vuelta, si no la media hora se le hacía una).
Y luego cultivar las amistades, porque son como una planta: hay que regarlas a diario.
Y cuando te vas de vacaciones también.
Además, y más ahora, debía estar bien informado, por lo que leía por lo menos dos diarios, para contrastar la información.
No se olvidaba de lo importante que era tener sexo con la frecuencia adecuada, pero sin caer en la rutina.
Había que ser innovador, creativo, renovar la seducción.
Eso lleva su tiempo. ¡Y de sexo tántrico, ni hablar! (Al respecto, recordar que después de cada comida hay que cepillarse los dientes).
Visto lo visto, y que a quien realmente deseaba era a su yo interior, la masturbación (el amor propio) era lo más coste-eficiente.
Además, como vivía solo, siempre ahorraba tiempo para barrer, lavar la ropa, los platos.
En total, sus rutinas le llevaban 29 horas diarias.