Metáfora

Los adornos navideños estallan contra el suelo y se rompen en pedazos. El punto de fuga queda bloqueado y, mientras, capturo mi reflejo.

¿Es una metáfora?

El smartphone en la cena de Nochebuena

Esta noche, cuando os dispongáis a cenar, ¿dónde vais a poner el teléfono, a la derecha o a la izquierda?

El smartphone es un artilugio que ha cambiado nuestras vidas. Más aún en estas fiestas. No hay cuñado que no se resista a contestar los mensajes que le envían por whatsapp.

Y siempre puedes dedicarte a mirar Twitter mientras cenas

Hiperconectado en Navidad

No es hasta que llegan estas fechas de alegría real y fingida, como los orgasmos, cuando te das cuenta de lo conectado que estás. Mucho. Muy conectado. Hiperconectado.

Lo empiezas a sentir cuando te llega el primer mensaje. Uyuyuy… Esto se va a disparar. Sin control. Sin filtro.

Por Facebook. Por Twitter. Por LinkedIn. Por correo electrónico y por WhatsApp. Por Line e incluso por SMS. ¡Qué locura!, por SMS también. Y sientes el vértigo de no poder contestar. No puedes atender tanta auto-demanda. Porque eres tú quien quiere responder, pero no tienes dedos y dispositivos suficientes para, cual Nacho Cano del teclado, contestar a tantos contactos que te desean Feliz Navidad.

Un improbable cuento de Navidad

SANTA CLAUS EN URGENCIAS (Versión 2014)

“Tienes dos punkies y un viejo borracho para suturar” – me soltó sin pausa y sin emoción, por teléfono, una enfermera de Trauma.

A las cinco de la mañana, cuando tienes que levantarte para bajar al “quirofanito” de Urgencias a coser a unos borrachos que no son capaces de mantenerse en pie y que te suelen decir “Tio, ¡qué no me quede marca, que si no te enteras!”, se te retuercen hasta los centros, que cantaba la Piquer. O una versión de la Jurado. Más aun si es el día de Navidad, en el que todos los pasillos están oscuros y las habitaciones vacías.

Al llegar a Urgencias, un joven auxiliar me indicó que dentro de la sala de curas, tumbado en una camilla, había un viejo borracho que sólo relataba historias inconexas, cosas incoherentes. Como tenía más enfermos pidiendo a gritos una cuña en el pasillo, el auxiliar me preguntó discretamente si me las podía apañar solo. “Sin duda” – le respondí. No iba a ser yo quien se interpusiera entre un sanitario y la calidad. Aún menos en fechas en las que no hay personal suficiente. Si los pacientes llegaran a quejarse de que no se habían preocupado por ellos con la “suficiente proximidad”, se montaría una comisión para ver cómo trabajar más y mejor y se ordenaría la cumplimentación de un cuestionario de evaluación de la calidad de su puesto de trabajo. Eso sí, en horario laboral.

“Soy el Dr. Klint” – le dije al entrañable e indefenso viejecillo, que extendió su mano para estrechar la mía. Este acto tan poco común entre médicos y pacientes en Urgencias, el de presentarse, incluso a las cinco de la madrugada, nos había sido recordado recientemente en un curso de formación continuada sobre manejo de situaciones clínicas conflictivas impartido por un bioquímico reciclado a consultor. Casi como el Príncipe Charles.

En la hoja de filiación se leía: “Encontrado sobre la acera junto al ala de Pediatría. Dice ser Santa. Obeso. Consciente, desorientado temporal y espacialmente. Signos de embriaguez leve (inyección conjuntival, nariz eritematosa, chapetas malares). Herida inciso-contusa en región frontal izquierda. Abdomen blando, globuloso, no doloroso a la palpación. Resto sin alteraciones”.

– ¡Con que es usted Santa! – exclamé inquisitivamente, al darme cuenta de que de la camilla colgaba una bolsa de plástico llena de ropa roja y blanca.

– Sí, lo soy. Pero no me ha pasado nada importante, es que me he caído del trineo al intentar entrar por una ventana. El viejo Rudolph andaba despistado. Cosas de la edad. Ya sabe.

– ¿Seguro que no me está tomando el pelo? ¿Qué es lo que ha bebido?- le repliqué mientras me hacía con unas gasas y povidona yodada para desinfectarle la piel. Y continué: – Si fuera usted Santa no estaría solo aquí en Urgencias. Para los VIP hay otro protocolo de acogida.

– ¿Te acuerdas de aquel caballo blanco con ruedas que apareció en el salón de tu casa cuando tenías 5 años? Me espiabas desde detrás de la puerta – contraatacó. – Esta vez te concederé tantos deseos para todos los que pasan por aquí como puntos de sutura me des en la frente.

Cerré la boca y no le dije nada más. Continué con la desinfección, preparé el campo quirúrgico y después de inyectar un generoso volumen de lidocaina al 2% en cada labio de la herida, la desbridé y suturé con un monofilamento no reabsorbible de 3-0.

Al verle desaparecer por los pasillos de Urgencias, en la camilla empujada por un celador, le grité: “Deseo más tiempo para estar con los pacientes, menos burocracia, mayor profesionalidad, más seguridad y, sobre todo, que desaparezcan los mezquinos del sistema”.

Seguro que no me oía, pero aun así terminé diciendo: “Adiós, Santa”.

– Doctor, ¿No somos un poco mayorcitos como para creer en Santa Claus? -me dijo el auxiliar mientras levantaba la ceja derecha en un gesto que denotaba sus sospechas sobre mi estado de salud mental.

– En absoluto. Si no hubiera gente ingenua, este sistema no se mantendría en pie