El hedor a formol y a anhelo fallido impregnaban a Klint como una hedionda segunda piel. Rodeado de oscuridad, la lámpara cenital proyectaba un círculo de luz obsceno sobre la masa helada e inerte que yacía sobre la mesa del quirófano. Lo que tenía frente a sus ojos no era un paciente, no esta vez. Era un ángel, o al menos lo que Gustavo imaginaba que sería la anatomía celestial sometida a la cuchilla implacable de la realidad.
Las alas, desgarradas y cubiertas de un polvo grisáceo, que Klint asoció al residuo del olvido, se desplomaban sobre el suelo ajedrezado. El bisturí, incisivo hasta el extremo de lo irreal, temblaba en la mano del diestro cirujano. ¿Incidir y disecar la gracia divina? ¿Suturar el misterio? La lógica se difuminaba en los bordes de la escena, como las plumas lo hacían de las extremidades aladas.
Un sonido gutural, a medio camino entre el lamento y el trueno, escapó del pico oculto del ángel. O tal vez fue la propia cordura de Klint la que se quebraba, incapaz de soportar la tensión entre lo divino y lo profano. Seguro que la belleza se la llevó toda el portador de la luz.
Con un movimiento rápido, casi automático, Klint hundió la hoja en el pecho del ser celestial. No encontró sangre, ni órganos, solo un vacío luminoso que le devolvió la mirada con la intensidad de mil soles fríos. Y en ese vacío, Klint creyó ver la respuesta a todas sus preguntas, reflejada en un lenguaje que no era capaz de comprender, pero que lo explicaba todo. Sin símbolos ni sonidos. Todo era inmanente.
La luz se apagó de golpe, sumiendo el quirófano en una oscuridad absoluta. Cuando volvió la electricidad, el ángel había desaparecido. Sólo quedaba el eco de un aleteo fantasmal y, en la mano de Klint, el bisturí aún vibrante con el pulso de lo imposible.