Memorias de un médico perdido en Kyoto

Me escribe Klint desde Kyoto. Ha ido para asistir a un importante congreso. Durante su tiempo libre se ha dedicado a vagabundear por la ciudad, en especial por Gion.

Klint se ha sentido un extraño. El, que es un hombre de mundo, un austriaco nacido en La Mancha, un individuo sin patria, que ha vivido en palacios y en infiernos en 5 continentes. Me escribe para contarme que en Kyoto no se hallaba, pero a la vez ha conocido el AMOR.

“Querido Julio, el otro día me perdí mientras caminaba por Gion. No conseguía orientarme con el mapa desplegable que me había guardado en el bolsillo antes de salir del hotel. Por primera vez en mi vida me sentí un total extraño. No era capaz de encontrar ninguna referencia.

Miraba al cielo buscando las estrellas, con la intención de recurrir a mis conocimientos de astronomía para encontrar el camino de vuelta, cuando de repente apareció la diminuta figura de una maiko, que se cruzó por delante de mí, con pasos cortos pero veloces, calle abajo. Pensé que preguntarle por la dirección a tomar sería ponerla en el aprieto de usar su deficiente inglés con un “alien” blanco, alto y tan “ario” como yo. Pero después de meditar durante no más de 10 segundos, probé fortuna. La saludé en japonés y le hice la pregunta en el mismo idioma y luego en inglés. Lo creas o no, ella midió sus respiraciones, midió el tiempo y…de sus labios fuertemente maquillados brotaron las indicaciones.

Querido amigo, esas dos o tres frases fueron el sonido más armonioso y lleno de gracia que he oido nunca. Su voz sonó en perfecto equilibrio, con ritmo, tono y volumen inmaculados. Tenía ante mí la perfección. Sentía que no necesitaba nada más aunque todo me fuera extraño.

¡Ay mi querido Julio! ¡cómo me gustaría enamorarme de alguien así!

En ese momento recordé Memoirs of a Geisha y la advertencia a una discípula de que no se convertiría en una verdadera geisha hasta que no consiguiera que un hombre perdiera la cabeza con una única mirada…

PD: Te envío una fotografía del templo Kyomizu, para que te mueras de envidia y te arrepientas de no haberte querido venir conmigo”

El frágil amor entre la música y la cirugía

Siendo yo, el Dr. Klint, de origen austriaco, no puedo ser ajeno a la belleza de la capital del Imperio Austro-Húngaro: Viena.

Y en esa belleza, durante el siglo XIX, crecieron los genios de la música y de la medicina. Dos de ellos fueron especialmente brillantes en sus respectivos campos, la cirugía y la música, Billroth y Brahms. Y el amor y la amistad fue con ellos durante treinta años.

Cuentan que Billroth, el magnífico cirujano, y Brahms, el genial compositor, se encontraron por primera vez en Noviembre de 1865 en el Zurich Music Hall. Brahms tocó una de sus composiciones y Billroth se sintió tan impresionado que organizó una fiesta privada al día siguiente, con una orquesta, para poder disfrutar de nuevo del músico. Billroth tenía 36 años, Brahms, 32.

Billroth se convirtió en un experto en el piano, el violín y la viola. Según aumentaba el peso de la clínica sobre él, buscaba alivio y lo encontraba en su amistad con Brahms. Sus discusiones, correspondencia y veladas musicales aliviaban las presiones profesionales y le ayudaban a conseguir el triunfo.

Pero después de una intensa amistad, exclusiva y excluyente de aquellos que no fueran “aristócratas artísticos”, en 1887 empezó el deterioro de la relación.

Creció el resentimiento entre ambos en la misma medida que la afición de Brahms por el vino. Este no perdonó las duras palabras del cirujano, comparándole con otros poco educados músicos germanos. Siguieron escribiéndose, pero sin la intensidad de antaño.

Billroth murió en enero de 1894 y Brahms dijo de él: “Billroth tenía todas las cualidades, grandes y pequeñas, para asegurarse la popularidad. Me gustaría que hubiérais sido testigos de lo que significa ser amado en Viena. Pocos muestran su corazón tan abiertamente. Nadie muestra su amor tan abiertamente como aquí”.

La ictericia fue haciéndose más evidente en Brahms, por su galopante disfunción hepática. Murió el 3 de Abril de 1897, justo después de beberse un vaso de vino, como Goethe y Beethoven.

La transformación necesaria

«Fe sanitaria: dícese de la creencia incondicional en que los resultados obtenidos en ensayos clínicos aleatorizados sobre una intervención sanitaria son exactamente equivalentes a los que se obtienen con la misma intervención en el mundo real»

Un sistema que quiere afrontar nuevos retos tiene que cambiar. No puede ofrecer otros resultados que no sean los ya que ofrece si no cambia el modelo, la tecnología y la sociedad.

Los sistemas sanitarios no se diseñaron. Se construyeron a partir del ejercicio de la medicina, una profesión liberal, en la que el servicio prestado por el profesional era el valor y en el que la lucha por retrasar el momento de la muerte era el objetivo.

En las sociedades occidentales hemos conseguido retrasar significativamente la muerte, un resultado bastante fácil de medir. Basta con contar años. Sin embargo, otro de los resultados clave, la discapacidad, no conseguimos medirlo con precisión.

Seguimos sin definir el destino al que queremos llegar. Y corremos como pollo sin cabeza. Además, no medimos los resultados, lo que hace imposible comparar los resultados esperados (según la Medicina Basada en la Evidencia) con los resultados en el mundo real. No sabemos donde fallamos, donde nos equivocamos, porque no hemos definido lo que queremos conseguir.

Por todo ello, la transformación es algo más que necesaria. Es imprescindible.