Rojos relativos

– Pietro, un gobierno de centroizquierda en Italia no podía resistir mucho. Son rojos relativos – le dije nada más colgar el teléfono.

El me sonrió. Le sonaba a Tiziano, Rosso Relativo.

– Eso decían en la Cámara, pero Prodi había soportado bien la situación hasta el otro día. Por eso le llamamos, doctor Klint. Nos habían informado de que usted era la persona ideal para mover todas las cuerdas a la vez y conseguir un resultado satisfactorio para nuestros intereses. Su trabajo en la Comisión es ya leyenda en todos los círculos de poder de la Unión – Hablaba como Julio César, en primera persona del plural. Sin duda, para él su vida sólo tenía sentido si seguía unida a la de su protector, Il Profesore.

– ¿Quién me recomendó? – le pregunté sin poder contener el impulso egosintónico.

– Michaella

– ¿Michaella? ¿La directora del Observatorio Europeo en Tor Vergata? Me sorprende porque nunca ha ocultado su desprecio hacía mi, desde la primera vez que nos encontramos.

Mientras me iba dando información sobre Michaella, llegamos a la esquina de Vía Allibert con Marguta. Giramos a la izquierda y continuamos caminando sin cruzarnos con nadie. Al igual que las otras calles, esta estaba desierta y eran poco más de las diez de la noche.

Teníamos que caminar unos cincuenta metros hasta llegar a la Ostería Margutta, a la izquierda, en el número 81. La puerta de madera era de un contundente azul añil, entreverada con pequeños cristales rectangulares que permitían ver, prácticamente, cualquier rincón del local. El color de la puerta contrastaba con el amarillo albero de la fachada, en la que algún amante con el alma desgarrada había dejado inscritos dos nombres tachados y una fecha.

A través de los pequeños cristales rectangulares, vimos a dos parejas charlando animadamente, otra parecía conversar en la intimidad, y una camarera caminaba rápidamente entre las mesas cubiertas por manteles blancos, con platos de azul añil, también. Ambos estuvimos de acuerdo en que las formas de aquella mujer eran difícilmente distinguibles de las de una famosa actriz sudafricana, «Zron».

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– ¡Impresionante! – exclamó Pietro mientras yo me dedicaba a revisar la carta expuesta en un atril exterior.

-¿Perdón?

– La camarera. Me refiero a la camarera, «dottore». Ha pasado bajo una de esas lámparas de vidrio esmerilado y me ha parecido impresionante

Sonreí y abrí la puerta. Pietro se aventuró y lo primero que hizo fue aproximarse a la camarera y sonreír levemente. Rebosante de la seguridad que le proporcionaba su belleza, le preguntó si tenía sitio para acomodarnos. Ella dijo que sí. El apretó los labios, forzó la protrusión de sus pómulos y sus ojos se rasgaron e inclinaron oblicuamente. Como un diablo. Después, se giró hacia mi y dijo: «Doctor Klint, entre usted»

No podía haberme traído a mejor sitio para continuar charlando, sin temor a las interferencias de cualquier grupo de ruidosos romanos.

– Chianti – respondí cuando ella me preguntó que deseábamos beber. Asintió y desapareció detrás de la barra. Las parejas continuaban con su animadas o íntimas conversaciones.

– Gustavo, no me voy a conformar con lo que me ha dicho. Quiero saberlo todo; todos y cada uno los detalles. Tengo una gran curiosidad y creo que si los comparte conmigo podré aprender de usted.

– No hice nada especial – le contesté.

– ¿Cómo consiguió acceder a ellos?

– Es muy simple, Pietro. Los senadores a los que tenía que aproximarme son hombres.

– Cierto, pero no le entiendo. ¿Qué quiere decir? – me replicó, levantando ambos hombros simultáneamente para expresar sorpresa.

– Si quiere acceder plenamente a la mente de un hombre, otro hombre, cualquier hombre, sólo hay que hacer una cosa. Pietro, escúcheme bien, una sola y única cosa.

– ¿Sí, dottore? ¿De Il Cavaliere también? ¿Cuál es?

Continuará…

Tor Vergata

– Te invito a cenar. ¡Quiero que me cuentes más! – exclamó entusiasmado, con los ojos brillando, como un niño con un juguete nuevo entre sus manos

– Será un placer, porque no me espera nadie y es triste cenar sólo en Roma – mentí; y según lo hacía, me di cuenta de que mis palabras podían estar resultándole ofensivas, aunque era cierto que prefería cenar con él.

– ¿Dónde prefieres ir?

– La terraza de mi hotel tiene unas vistas irresistibles, desde el Wedding Cake hasta San Pedro.

– ¿Te sientes seguro en el Grand Hotel de la Minerve, yendo juntos? – me preguntó extrañado.

– Tienes razón. ¿Dónde sugieres? – repliqué convencido, porque él era romano y no era improbable que conociese más sitios que yo.

– Vamos a la Ostería Margutta. Está en una calle discreta, a la derecha de la escalinata de la Piazza di Spagna.

Asentí y, sin decir más, buscamos la salida de la Piazza Navona, asegurándonos de que nadie nos seguía. Descartado tomar un taxi, caminamos por la Vía Anogate en dirección a la Vía Giuseppe Zanardelli, que nos condujo hasta el Lungotevere Marzio. El Tiber, de noche, me impone respeto, sin saber por qué. Cuando llegamos al Ponte Cavour nos metimos hacia la derecha y enseguida embocamos la Vía Ripetta.

Mientras recorríamos las calles, Pietro no paraba de preguntarme por detalles sobre el comportamiento de los senadores en las entrevistas, sus gustos, deseos y debilidades. Insistía, incansablemente, en que le explicara cuál era mi técnica, cómo me las apañaba para conducir las conversaciones hasta el punto en el que ellos asumían mis ideas como propias.

Después de llegar al Mausoleo di Augusto, giramos a la derecha a la Piazza Augusto Imperatore, cruzamos la Vía del Corso y continuamos por la Vía de la Vittoria. Al alcanzar la Vía del Babuino, sonó un teléfono. Los dos nos miramos y buscamos en los bolsillos de las chaquetas. No era el mío.

Pietro se puso a hablar a una velocidad que me impedía entenderle. Seguro que era a quien conocía bien, a juzgar por algunas palabras sueltas que yo podía identificar con mi limitado dominio del italiano. Mis visitas a Tor Vergata, la Universidad de Roma II, me habían servido para mejorarlo, pero no lo suficientemente como para sentirme cómodo cuando el asunto iba más allá de la jerga médica.

Hablar tanto, revelar tantos detalles, podía ser contraproducente, incluso peligroso para mi. Al fin y al cabo, Pietro estaba directamente conectado con Il Profesore. En esos ambientes seguían la máxima del «Never ask me about my business», pero en este momento, con Pietro, estaba disfrutando con la situación.

Contarle mis historias a otro hombre, aparentemente acostumbrado a recorrer los pasillos del poder, y disfrutar de su indisimulado interés, me otorgaba importancia y me ayudaba a sobreponerme al vértigo que diariamente me hace sentir como un simio discretamente más evolucionado, pero sin propósito, que en menos de cincuenta años habrá sido olvidado por todos los que habiten la tierra que pisé.

Continuará…

Klint y la navaja de Ockham

En la Piazza Navona había obras, como es normal en Roma. Y entre los materiales, de manera discreta, me había citado con un miembro del círculo íntimo de Il Profesore.

– Pensé que te habías asustado y no vendrías – me susurró con un suave acento romano, a la vez que me arrastró por la chaqueta para apartarme de un foco que, con una luz de tono marfil, iluminaba el lugar.

No era conveniente que nos vieran juntos.

– Perdona el retraso. Me retuvo un asunto personal. Nada importante – me disculpé.

– Voglio trasmettere la gratitudine de Il Profesore. Lui non la fa più – me respondió. Inmediatamente, me aprisionó la cara entre sus grandes manos y me dio un beso en la frente.

Me quedé sin palabras ante tal muestra de agradecimiento. No sólo por la familiaridad, aunque no era la primera vez que nos veíamos, sino por su belleza. Esta vez, a media luz, me pareció todavía más guapo que en los encuentros previos, mientras urdíamos el plan. Reconozco que, en esta ocasión, sentí una cierta envidia, que me impidió responder apropiadamente a su gesto.

El iba totalmente vestido de negro, de Armani con toda seguridad. Yo de Zegna. Era enorme, más grande que yo, casi dos metros de músculo y hueso. Tan acostumbrado estoy a fijarme en lo feo, en lo morboso y enfermizo del cuerpo humano, que admirarle de cerca me reconcilió con la naturaleza. Pero sólo brevemente.

La reunión en el Senado y la caída de Romano habían causado mucho daño en las filas del gobierno, y especialmente entre los miembros de los partidos que formaban la Unión. Así lo había planeado e intentado ejecutar en mis entrevistas a los senadores durante sus revisiones médicas rutinarias en la consulta de un famoso hospital. En esas consultas había identificado a aquellos susceptibles de aceptar, primero, y asumir, después, la idea de la traición a Prodi, ignorando que el efecto sería una pérdida inmediata de poder para su propio grupo. Había infectado a los susceptibles.

Un caso que atrajo especialmente la atención de mi etrusco interlocutor fue el de Tommaso Barbato, senador de Populari UDEUR. Al terminar la votación, se fue directo hacia Nuccio Cusumano, su compañero de partido, insultándole y escupiéndole por haber respaldado con su voto a Prodi.

Lo que todos ellos desconocían era que Il Profesore había estado reunido con Giorgio Napolitano la noche anterior. Los dos parecían muy contentos ante el futuro desastre.

Aquel hombre que me miraba con admiración, tan bello pero inocente, no había tenido en cuenta que todos los seres humanos, llegado el momento – cualquier momento- somos unos hijos de puta.

Y como esa era la explicación más sencilla, también era la más probable para dar sentido a lo que había acontecido en el Senado.

Gracias Guillermo de Ockham.

Continuará…

Nota del autor: Basado en hechos reales, aunque la coincidencia entre lo descrito y lo sucedido puede ser mera coincidencia.

Mentiras, más mentiras y malditas mentiras

Ultimamente, en este mundo con gran interés por la tecnología y la sanidad, nos sorprenden grandes gestos, declaraciones, y tomas de posición que, aparentemente, son valientes, sinceros, transformadores… Pero no. Al final, si se rasca un poco, uno se da cuenta de que son mentiras, mentiras y malditas mentiras.

Ese es el caso, por ejemplo, de Theranos. Esta compañía creada por una «drop-out» de Stanford, Elizabeth Holmes, pasó de la innovación de cuello de cisne a miles de millones de dólares. Y de ahí, a cero.

Todo porque lo que decía su fundadora parecía verdad. Pero en realidad era mentira.

Empecemos por la parte bonita, cuando Theranos era «the next big thing»:

Elizabeth Holmes era la nueva Steve Jobs. Pero lo que no sabía es que la sanidad no es el mundo digital de consumo. Es un poco más complicado. Mucho más complicado. Y lo peor: Elizabeth engañó, mintió, se otorgó unas cualidades que no tenía. Y ahora su valor es CERO.

El mundo para Klint es insuficiente

Me di la vuelta y continué por una pequeña calle, a la izquierda de la Piazza della Rotonda, con dirección a la Piazza Navona, regocijándome, como un puerco en el fango, con el recuerdo del tremendo éxito que mi intermediación tuvo en el Partido Democristiano. Sólo hablé con las personas adecuadas y les ayudé a entender que ellos estaban llamados a definir una nueva ruta hacia el destino que querían perseguir.

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No necesité meterme en demasiados cerebros para una misión tan sencilla. Fueron cuatro viajes a Roma desde Madrid para asegurarme el control de unos pocos desertores. Casi como un hígado graso se deshace ante la palpación descuidada durante la liberación de los ligamentos que lo fijan en su posición en el hipocondrio derecho, el gobierno de centroizquierda de Romano Prodi se desmoronó.

En «la vida privada de Gustavo Klint», sembrar el pánico es un ejercicio sencillo en el que nunca participa un gran ejercito. Yo me encargo. Lo mismo que cuando hay que cambiar una decisión política, o inclinar un gran contrato o una concesión en determina dirección. O en la contraria. Tampoco me resulta difícil destrozar una amistad o un matrimonio. O una empresa, que para el caso es lo mismo. Sólo tengo que seducir a quien está dispuesto a dejarse convencer para unirse a una nueva idea o causa, ya sea un acto criminal, una experiencia sexual o un cambio de ideología. O de voto.

Todo grupo humano tiene su justa dosis de desequilibrados, amargados y traidores. Insatisfechos en general, que no saben que la felicidad es el diferencial entre las expectativas y la realidad. Esos que no saben ni bajar las primeras ni mejorar la segunda. Pero yo, con mirarles y tocarles, se distinguirlos y acceder a ellos. La cualidad que me hace destacar entre los que compiten en el mismo servicio es mi garantía de un trabajo perfecto; y sin riesgo de ser descubierto, para quien lo paga.

Soy hijo único, de una familia austriaca de la élite académica, lo que me diferencia de Prodi que, aunque también pertenecía a una familia universitaria, es el octavo de nueve hermanos. Es más, cuando yo nací, Romano ya estaba dando clase en el Instituto Lombardo de Estudios Económicos y Sociales en Milán.

Sinceramente, no es lo mismo educar a un niño que a nueve. En este caso, la atención hay que repartirla entre todos ellos. En el mío, yo era el dueño y señor de todo mi mundo conocido. Esta circunstancia, sin duda, condicionó el desarrollo de mi personalidad.

Desde que recuerdo, nunca me fue necesario expresar deseos. Los que me rodeaban se adelantaban a mi. Me bastaba con pensar lo que quería y, casi de manera mágica, se hacía realidad. Mis padres no eran culpables, no me malcriaron comprándome cosas que yo no quisiera para recompensarme si no me gustaba la comida o no podía dormir. Ni siquiera estaba en su voluntad sobornarme para que obtuviera las mejores notas en mis estudios. Fui yo el que aprendió, casi desde la cuna, a transferirles mis pensamientos para que ellos los sintieran como propios…

Continuará…

La vida secreta de Gustavo Klint

– Te envidio porque me tienes – fue todo lo que dije. Y me marché. No sabía el motivo por el que había pronunciado esa frase. Aparentemente, no tenía ningún sentido en ese momento en el que desfilaba hacia la puerta del Gran Hotel de la Minerve.

Pero me salió así. Seguramente, sólo pretendía mantenerme en su cabeza. Si quería conocer «La vida secreta de Gustavo Klint» tendría que hacer algo más que preguntar. Demasiado barato. Una promesa por cumplir no me parecía una tasa suficiente alta.

Gotta me hoping you’ll page me me right now, your kiss.
Gotta me hoping you save me right now.

Me sentía tranquilo mientras me dirigía por la Via della Minerva hasta la Piazza della Rotonda. Allí me detuve unos minutos para contemplar el Panteón, tan antiguo y tan sólido a la vez. Me vino a la memoria el recuerdo de aquella otra fría noche del mes anterior, el 22 de Enero de 2008, en la que me topé con Romano Prodi y Giorgio Napolitano. Casualmente. Me sirvió para confirmar que mi plan avanzaba.

Ambos, el Primer Ministro y el Presidente de la República italiana, conspiraban junto al Panteón, rodeados por varios agentes de su servicio de seguridad. Al día siguiente se votaría la moción de confianza en el Senado.

Mi misión había muy simple en aquella ocasión. Me tenía que asegurar que el día 23 de Enero el Primer Ministro de Italia, Romano Prodi, presentara su dimisión al Presidente, tras haber perdido la votación. Serían 156 frente a 161 votos. Y una abstención.

Yo mismo me encargué de susurrarle la justificación a Clemente Mastella: «Muere lentamente quien se transforma en esclavo del hábito, repitiendo todos los días los mismos trayectos, quien no cambia de marca, no arriesga vestir un color nuevo y no le habla a quien no conoce«.

Continuará…

Nota del autor: Basado en hechos reales. Algunas de las expresiones se pronunciaron realmente por los mencionados.

No me llames Dolores, llámame… Meralgia

La historia de mi vida comienza con mi bautizo; o mejor, en el bautizo que no se celebró.

No me entiendan mal, mi nacimiento fue muy importante para mis padres, por no decir para mi misma, aunque de esto no fui consciente hasta que no sobrepasé la adolescencia, como le ocurre a cualquier otra persona. Pero no fue distinto al de otras niñas en la España de los años setenta.

Lo que resultó diferente fue el intento fallido de mi incorporación a la comunidad católica. Y todo porque me llamo Meralgia. Ya, sé que no es un nombre común, ni mucho menos cristiano, pero mis padres se enamoraron del sonido antes de concebirme y se juraron que a su primer hijo le llamarían así.

Como quiera que un espermatozoide con el cromosoma X, de mi padre, fecundó un óvulo, de mi madre, se cumplió la promesa, para disgusto del sacerdote que intentaba darme la bienvenida derramando agua sobre mi cabecita.

Fue así como mi nombre dio lugar al primer incidente notable de mi existencia, unas semanas después de coronar en la sala de partos. El cura se negó a darme el bautizo. No iba a marcar a la pequeña niña con el nombre de Meralgia. No en su parroquia. Y mis padres se negaron a que me nombraran María.

Ni siquiera Meralgia María.

Dios es amor, pero no lo fue en mi caso. Y todo por llamarme Meralgia en vez de Dolores.

Continuación (6/12/2016) Continuar leyendo «No me llames Dolores, llámame… Meralgia»