– Te invito a cenar. ¡Quiero que me cuentes más! – exclamó entusiasmado, con los ojos brillando, como un niño con un juguete nuevo entre sus manos
– Será un placer, porque no me espera nadie y es triste cenar sólo en Roma – mentí; y según lo hacía, me di cuenta de que mis palabras podían estar resultándole ofensivas, aunque era cierto que prefería cenar con él.
– ¿Dónde prefieres ir?
– La terraza de mi hotel tiene unas vistas irresistibles, desde el Wedding Cake hasta San Pedro.
– ¿Te sientes seguro en el Grand Hotel de la Minerve, yendo juntos? – me preguntó extrañado.
– Tienes razón. ¿Dónde sugieres? – repliqué convencido, porque él era romano y no era improbable que conociese más sitios que yo.
– Vamos a la Ostería Margutta. Está en una calle discreta, a la derecha de la escalinata de la Piazza di Spagna.
Asentí y, sin decir más, buscamos la salida de la Piazza Navona, asegurándonos de que nadie nos seguía. Descartado tomar un taxi, caminamos por la Vía Anogate en dirección a la Vía Giuseppe Zanardelli, que nos condujo hasta el Lungotevere Marzio. El Tiber, de noche, me impone respeto, sin saber por qué. Cuando llegamos al Ponte Cavour nos metimos hacia la derecha y enseguida embocamos la Vía Ripetta.
Mientras recorríamos las calles, Pietro no paraba de preguntarme por detalles sobre el comportamiento de los senadores en las entrevistas, sus gustos, deseos y debilidades. Insistía, incansablemente, en que le explicara cuál era mi técnica, cómo me las apañaba para conducir las conversaciones hasta el punto en el que ellos asumían mis ideas como propias.
Después de llegar al Mausoleo di Augusto, giramos a la derecha a la Piazza Augusto Imperatore, cruzamos la Vía del Corso y continuamos por la Vía de la Vittoria. Al alcanzar la Vía del Babuino, sonó un teléfono. Los dos nos miramos y buscamos en los bolsillos de las chaquetas. No era el mío.
Pietro se puso a hablar a una velocidad que me impedía entenderle. Seguro que era a quien conocía bien, a juzgar por algunas palabras sueltas que yo podía identificar con mi limitado dominio del italiano. Mis visitas a Tor Vergata, la Universidad de Roma II, me habían servido para mejorarlo, pero no lo suficientemente como para sentirme cómodo cuando el asunto iba más allá de la jerga médica.
Hablar tanto, revelar tantos detalles, podía ser contraproducente, incluso peligroso para mi. Al fin y al cabo, Pietro estaba directamente conectado con Il Profesore. En esos ambientes seguían la máxima del «Never ask me about my business», pero en este momento, con Pietro, estaba disfrutando con la situación.
Contarle mis historias a otro hombre, aparentemente acostumbrado a recorrer los pasillos del poder, y disfrutar de su indisimulado interés, me otorgaba importancia y me ayudaba a sobreponerme al vértigo que diariamente me hace sentir como un simio discretamente más evolucionado, pero sin propósito, que en menos de cincuenta años habrá sido olvidado por todos los que habiten la tierra que pisé.
Continuará…