Invisible

Aparqué el coche en el garaje y subí a la carrera. El ascensor estaba ocupado y yo tenía prisa por llegar a casa, encender el ordenador y empezar a buscar pistas. O explicaciones que me tranquilizaran.

No me encontré a nadie por la escalera, afortunadamente, porque su estrechez hace que no se pueda evitar mirar a la otra persona y saludarla. Me desagrada. Mucho. Soy socialmente una inadaptada pero, para mi tranquilidad, mis vecinos son pocos y raramente se dejan ver por el edificio de lofts en el barrio de Justicia de Madrid. Hay un pintor maduro y hippy, con muchas amantes jóvenes. Lo intuyo por las música, los grititos y los golpes recurrentes, pero breves, del mobiliario contra la pared que compartimos. Además, hay un poeta cinéfilo, de los que escriben críticas en revistas marginales y toman cafés en Fuencarral. O en Hortaleza. Y dos matrimonios jóvenes, de esos profesionales de éxito, con pinta de bohemios pero que conducen un Aston Martin. O un Jaguar.

Encendí el Mac, me aseguré de que la VPN estaba conectada y comencé a navegar de manera invisible. Una paradoja para una mujer que temía que sus fotos desnuda inundaran la red. De nuevo, sonó el teléfono con otro nuevo mensaje.

– ¿Me estás buscando? Ve a www.reddit.com y revisa las entradas con tu nombre.

Lo hice, incomprensiblemente, pero lo hice. Estaba segura de que mis movimientos no iban a ser seguidos. La IP de mi ordenador estaba oculta detrás de algún servidor localizado en cualquiera de 19 países y al que se conectaba aleatoriamente. Además, mis datos estaban siendo cifrados con una clave de 256 bits. Pero era poco probable que eso detuviera los ataques.

Primero pensé que no merecía la pena. Pero no aguantaba más. Sin pensarlo, tecleé «¿Quién eres?» y después de dudar durante unos breves instantes apreté «Enviar».

No recibí contestación inmediata. Tiré el teléfono encima de la cama y continué la búsqueda en reddit. Si me había enviado allí, es porque encontraría algo, alguna pista. Para mi sorpresa, había dos páginas que listaban entradas que incluían la palabra «meralgia».

De repente, sentí la urgencia de mirar si había respondido. Cogí el iPhone con manos temblorosas. Abrí Whatsapp. Nada. No había globito rojo en el icono de la aplicación. Decidí no insistir. Esperaría

Al revisar de nuevo Reddit, me encontré con una entrada con seis comentarios que me llamó la atención, «Nobody should have to go through the amount of pain I have been through»

Volví a coger el terminal para comprobar los mensajes de Whatsapp. Mi respiración se aceleró. Esta vez si. Tenía un mensaje. Lo abrí. Era un vídeo. La imagen estaba borrosa, tenía que descargarlo.

Derecho al olvido

Pese a que en ese instante deseaba desesperadamente, y con todas las fuerzas que podía juntar, deshacer mis acciones, era en vano. Inútil. Una frustrante obsesión.

No se puede desandar el camino, aunque se intente. La realidad es tozuda. Nuestra vida siempre va hacia adelante. Cuando quieres volver y «desandas» los pasos que diste, el sitio al que llegas es distinto al de partida. Aunque parezcan lo mismo, aunque se llamen igual. Es mentira. Ha pasado el tiempo, han ocurrido cosas. Da igual que Tony Braxton pidiera que la «desrompieran» el corazón.

Eso mismo pasaba ahora con las fotografías que había compartido o mandado por todo tipo de conexiones digitales. Al hacerlo y confiar en otros, había perdido su control y ahora podían estar siendo usadas para satisfacer a cualquiera, en cualquier sitio, en cualquier momento. Sólo eran tres de muchas, pero mis imágenes, por obscenas y grotescas que pareciesen, más allá del placer que hubiera sentido al ser tomadas, no podían ser retiradas. Ni por mi ni por nadie.

El derecho al olvido sólo existe cuando una tiene acceso a los recuerdos de los demás. De todos los demás. Para editarlos, modificarlos o borrarlos. No resulta difícil con una persona. Incluso con dos, o tres. Pero en este mundo digital es imposible. No hay manera de que yo apriete un botón y destruya cualquier traza de mi, de toda mi vida, en miles de servidores o terminales. O en millones. Casi de manera infantil, había estado segura de que a mi no me pasaría.

Lamentablemente, las palabras en los mensajes funcionan igual. Cuando se escriben en un texto y se lanza, se convierten en armas que entran directamente en el centro del cerebro que controla las emociones de quien lo lee. No poseemos un cortafuegos que las frene, o al menos desvíe. Entran sin filtrar y nos condicionan. A veces nos dañan, otras nos dan placer. También miedo.

«Te tengo. Ahora es mi turno» decía el último.

Y parece mentira que yo, Meralgia, una mujer tan familiarizada con el dolor como para tenerlo por nombre, no hubiera sido capaz de entender que mi pequeño delito no lo era, y que la trampa tendría consecuencias. Y que el dolor lleva a la ira, la ira lleva al odio…

Mis fotos, desnuda, en una fiesta en un local de Bourbon Street. En Nueva Orleans. No debí compartirlas. No debí confiar en aquel bobo. No es su culpa. Es la mía. Yo había dejado la puerta abierta para que me convirtieran en un deseo ubicuo. A la vez, mi miedo al juicio de los demás era la más potente herramienta de chantaje.

Mensajes

Temblaba, sobrecogida por el temor, por la ignorancia de cómo, quién o por qué estaban esas fotos mías en un iPhone que había encontrado en un probador de una tienda cualquiera. Mi pequeño delito.

No podía ser aleatorio. No era casualidad. ¿Alguien próximo? ¿Alguien que me conocía muy bien? ¿El fotógrafo? Era la ansiedad, el exceso de futuro dentro de mi. Y quizá la depresión por la abundancia de pasado. Quién fuera sabía que me quedaría con el iPhone, que no resistiría la tentación y lo manipularía buscando algo «secreto».

Pero el hombre que tomó esas fotos mías no podía ser. Era demasiado simple, carente de la imaginación suficiente para tenderme una trampa así. Ni siquiera tenía motivos. Jugué con él. Le tomé y le dejé como un peluche, flácido. No le imaginaba queriendo hacerme daño.

Unas pocas personas con las que había chocado en la vida si que estaban sobradamente equipadas con la motivación, la inteligencia y la determinación para devolverme el dolor que les causé. «No te olvidarás de mi, Meralgia». Y era verdad, porque nunca olvido. Ni perdono. Pero también podía ser alguien desconocido, que quisiera simplemente jugar conmigo. O chantajearme.

Estaba concentrada obsesivamente en esos pensamientos cuando noté una vibración. Era un nuevo aviso de mensaje, un marcador rojo en el icono de whatsapp.

En el mundo actual, no recibir mensajes significa que has muerto para los demás. Pero que te lleguen cuando no los quieres, puede aterrorizar.

Entré en pánico. Empecé a morderme los dedos, alrededor de las uñas, una costumbre olvidada de mi infancia, cuando me los desollaba al despertarme entre pesadillas.

– Has visto las fotos? – temblé un poco más

Sin dudarlo, contesté mintiendo, como hacemos todos, siempre.

– Qué fotos?

– No me engañas, las has visto.

Con mis dedos rápidos, volví a abrir la aplicación del iPhone y las borré. Al hacerlas desaparecer creí convertir en verdad mi falsa afirmación anterior. Si no están, no las pude ver. Es un tipo de razonamiento muy común. Lo usamos con frecuencia.

– No conseguirás nada borrándolas – era un nuevo mensaje