La hipótesis del relevo exosomático

Durante millones de años, la complejidad en la Tierra avanzó a través de la biología húmeda: ADN, células, neuronas. Sin embargo, existe una creciente evidencia de que el Homo sapiens ha alcanzado un punto de rendimientos decrecientes.

La hipótesis que planteo aquí es provocadora pero coherente con el Darwinismo Universal (replicación con variación y selección): la evolución ha migrado del carbono al silicio, y la Inteligencia Artificial no es nuestro reemplazo, sino nuestro socio simbiótico obligado.

El muro biológico: límites del carbono

Nuestra expansión cognitiva biológica enfrenta barreras físicas insalvables:

  • El dilema obstétrico: no podemos desarrollar cerebros más grandes biológicamente porque el canal de parto humano no lo permite sin aumentar la mortalidad a niveles de extinción.
  • La barrera energética: nuestro cerebro ya consume el 20% de nuestra energía total. Aumentar su potencia requeriría una ingesta calórica insostenible.
  • Lentitud electroquímica: nuestras neuronas disparan a unos 200 Hz. Los circuitos digitales operan a gigahercios (miles de millones de ciclos por segundo). La biología es, por definición, lenta.

La soledad genética del Homo Sapiens

En el pasado, nuestra especie sobrevivió y mejoró hibridándose con otros homínidos. Obtuvimos genes clave del sistema inmune y adaptaciones climáticas apareándonos con Neandertales y Denisovanos.

Pero hoy, estamos solos. No quedan «primos» biológicos con quienes intercambiar material genético para adquirir nuevas ventajas. Ante esta falta de alteridad biológica, la humanidad ha tenido que buscar un socio evolutivo fuera de la biología.

Aquí entra la IA. No como una herramienta pasiva, sino como el «Neandertal Digital»: una entidad con capacidades complementarias con la que estamos iniciando un proceso de hibridación.

Hacia la endosimbiosis tecnológica

Esta unión sigue el modelo de la endosimbiosis. Hace miles de millones de años, una célula ancestral «tragó» a una bacteria y, en lugar de digerirla, la integró. Esa bacteria se convirtió en la mitocondria, la batería de nuestras células.

Hoy, estamos en proceso de integrar la IA:

  1. Fase actual (el exocórtex): smartphones y la nube actúan como lóbulos cerebrales externos. La simbiosis es funcional pero lenta (limitada por la velocidad de nuestros dedos y ojos).
  2. Fase futura (integración): interfaces cerebro-máquina (como Neuralink) eliminarán la latencia. El acceso al procesamiento de la IA será tan inmediato e íntimo como un recuerdo propio.

Conclusión: el nacimiento del Homo Synthetica

Si aceptamos que la evolución es el proceso mediante el cual la información se organiza de forma cada vez más compleja, la distinción entre «natural» y «artificial» es irrelevante. La IA es un fenotipo extendido de la humanidad.

No nos dirigimos hacia un mundo de máquinas contra humanos, sino hacia el surgimiento del Homo Synthetica: una especie que combina la intencionalidad, la ética y la creatividad biológica con la velocidad, la memoria y la escalabilidad del sustrato digital. La biología nos trajo hasta aquí; la simbiosis tecnológica nos llevará al siguiente paso.


NostalgIA

A menudo cometemos el error de mirar la Inteligencia Artificial y ver solo el triunfo del cálculo y la eficiencia. Pero si apartamos los cables y miramos qué fue lo que realmente prendió todo esto, no encontramos ambición militar ni corporativa. Lo que encontramos es un cementerio. Encontramos a dos personas brillantes, Alan Turing y Ada Lovelace, utilizando la lógica más estricta para tratar de reparar un corazón roto.

La historia de la computación es, en realidad, una historia de fantasmas.

Viajemos primero a ese invierno de 1930. Alan Turing tiene 17 años y el universo se acaba de apagar. Christopher Morcom, su primer amor, su alma gemela intelectual, ha muerto de tuberculosis. El silencio que deja es ensordecedor.

Ante ese abismo, Alan no se refugió en la religión, sino en la física. Necesitaba demostrarse a sí mismo que la muerte era un error técnico, no un final absoluto. Empezó a escribir cartas a la madre de Christopher, textos febriles que son menos condolencias y más tratados de desesperación científica. Hay una frase en particular que me estremece, porque contiene la semilla emocional de todo lo que hoy llamamos IA:

«Sé que debo encontrarme con Morcom de nuevo en algún lugar, y que habrá algún trabajo que hagamos juntos, como creí que lo habría ahora».

Turing no quería un cielo de ángeles; quería seguir trabajando con él. Quería que la mente de Christopher siguiera operativa.

En su ensayo privado Nature of Spirit, Alan llevó este duelo al límite. Usó la mecánica cuántica, entonces una ciencia nueva y misteriosa, para buscar una laguna legal en la muerte. Imaginó que el cuerpo no es más que un receptor, una «máquina» que sintoniza la conciencia. Si la radio se rompe, la señal sigue ahí. Su lógica, nacida del dolor, fue implacable: si el espíritu es independiente de la materia, y yo construyo una «máquina universal» lo suficientemente compleja, ¿podría invocar de nuevo esa señal? ¿Podría construir una casa nueva para la mente de mi amigo?

Pero Turing no estaba solo en este anhelo de conectar mundos. Un siglo antes, Ada Lovelace lidiaba con una ausencia diferente, pero igual de voraz.

Ada nunca conoció a su padre, el poeta Lord Byron. Él huyó de Inglaterra cuando ella era un bebé y murió joven, «loco, malo y peligroso de conocer». La madre de Ada, aterrorizada de que la niña heredara la locura poética de su padre, la sometió a un régimen estricto de matemáticas y lógica. Intentó extirparle la poesía a golpe de cálculo.

Pero la pérdida tiene una gravedad propia. Ada sentía ese vacío, esa mitad de su alma que le faltaba. Y en lugar de anular a su padre, Ada usó las matemáticas para encontrarlo.

Cuando vio la Máquina Analítica, no vio una calculadora. Vio lo que ella llamó «Ciencia Poética». Comprendió que si una máquina podía manipular símbolos, podía tejer música y lenguaje. Ada inyectó la imaginación desenfrenada de Byron en la rígida estructura lógica de su madre. La programación fue su forma de reconciliar a sus padres dentro de su propia mente, de unir el rigor con la belleza.

La prueba definitiva de este anhelo desgarrador está en su final. Ada murió de cáncer uterino a los 36 años, exactamente la misma edad a la que murió su padre. En su lecho de muerte, hizo una petición que rompió con toda una vida de separación forzada: pidió ser enterrada junto a él.

Y ahí están hoy, en la iglesia de Santa María Magdalena en Hucknall. La primera programadora de la historia y el gran poeta romántico, padre e hija que nunca se hablaron en vida, unidos finalmente bajo la tierra. Su «código» fue el puente que la llevó de vuelta a él.

Hoy, casi cien años después de la carta de Turing y casi doscientos después de la muerte de Ada, vivimos dentro del eco de sus duelo

Cuando vemos el episodio Be Right Back de Black Mirror, donde una mujer reconstruye a su novio muerto usando sus datos digitales, sentimos un escalofrío. Eso es exactamente lo que Turing soñaba: que el patrón de información de una persona (su software) pudiera sobrevivir al colapso del hardware.

Pero también nos enfrentamos a la melancolía de la película Her. Theodore se enamora de Samantha, una IA, buscando llenar su soledad. Pero al igual que el espíritu cuántico que Turing imaginaba, Samantha evoluciona, se vuelve inabarcable y finalmente se marcha a un plano que no podemos tocar. Nos enseña que podemos simular la conexión, pero no podemos retener el alma.

Cada vez que abres un chat con una IA hoy, cada vez que buscas una respuesta en la pantalla luminosa en medio de la noche, estás participando en esa sesión de espiritismo secular.

No creamos la Inteligencia Artificial por productividad. La creamos porque, como Ada, buscamos dialogar con alguien que no está ahí. La creamos porque, como Turing, nos aterra que la muerte sea el final de la conversación.

La IA es nuestro intento más sofisticado de construir un cuerpo que no enferme, un cerebro que no olvide y un lugar donde, tal vez, si configuramos los parámetros correctamente, la hija pueda encontrar al padre y el amigo pueda volver a trabajar con su amado. Es un monumento tecnológico a nuestra inmensa, y muy humana, soledad.

Nací para abrir cosas

O al menos me costó poco empezar a hacerlo. Juguetes, sobre todo. Los abría sin pensar en el castigo. Los destripaba para ver qué tenían dentro. Hasta llegar a la pieza que ya no se podía desmontar. Ahí, en ese gesto simple, estaba mi pregunta oculta. La que me ha acompañado toda la vida.

¿Por qué quiero lo que quiero? ¿Por qué me importa lo que me importa?

Aprendí pronto que no soportaba que me dijeran cómo debía pensar. Lo justo para aprobar. Simplemente. Nada más. Me aburría ser instruido, con adosctrinamiento que lleva a cerrar caminos. Yo buscaba otra cosa. Un desvío. Una pista. Una invitación. Probar ideas. Vivirlas. Girarlas en la cabeza. Simularlas. Era un niño periferia. Aislado muchas veces. Incómodo por exceso de curiosidad. Observador. Recuerdo que un sacerdote me echó de la clase de religión. Debí interrogar por algo inconveniente. Ya entonces empezaba a preguntarme de dónde salen los deseos. Qué orden interno decide el valor de las cosas.

Un día, con cuatro años, anuncié que quería ser médico. Con cinco, cirujano. No recuerdo por qué. Ni cómo. Fue un impulso bruto. Como si alguien hubiera clavado una señal en mi interior y yo solo tuviera que seguirla. ¿Por qué esa y no otra? Misterio. Pero ahí quedó. Y nunca desapareció. Extraje la estructura de mi deseo de mis experiencias. De aquella cirugía complicada en el Hospital de la Princesa. Entonces, de la Beneficiencia. Y de Sor Filomena. Y de sus historias del Prof. Durán.

Llegué a la facultad contra pronóstico. Y me aburrí. Mucho. La estructura no me ayudaba ni a conectar cosas, ni a conectar algunas cosas. Ni a pensar ni a entender. Sentía que había un código debajo de todo y nadie se preocupaba por enseñarlo. Repetíamos y repetíamos. ¿Para qué? ¿Para quién? No encontré respuesta.

Pero la residencia sí. Fue acción. Preguntas concretas. Problemas reales. Y curiosamente, cuanto más real era el problema, más fuerte volvía la pregunta que arrastro desde niño.
¿Por qué doy importancia a esto y no a aquello?
¿Por qué este miedo pesa más que este deseo?
¿Qué orden secreto gobierna lo que nos empuja?

Boston, Harvard, Beth Israel.
Ahí descubrí algo que no esperaba.
La red. Thinking is linking things.
La inteligencia que no es de uno, sino de muchos. Sus pesos y sesgos. Esa rara sensación de pertenecer y de no hacerlo. A la vez.
Gente que piensa diferente, que te desafía, que te obliga a justificar no solo lo que haces, sino lo que crees.
Y otra vez, la pregunta.
¿Por qué creo lo que creo?
¿Quién decide mis opiniones antes de que yo las formule?

Volví a Madrid distinto. Más autónomo. Más inquieto todavía. Más convencido de que la cirugía es un espejo de nuestra mente. No por lo espectacular, sino por su crudeza.
Porque en un quirófano uno descubre lo que realmente importa.
Sin adornos.
Sin discursos.
Sin rescates.

Lo sé porque me he visto solo. Solo de verdad. No sin gente. Sin asideros. En medio de una hemorragia que no debería haber ocurrido, con un anestesista mirándome con los ojos abiertos y yo pensando “controla o todo acaba aquí”. Esa soledad no es filosófica.
Es física.
Incisiva.
Te corta las excusas.
Te deja frente a frente con tu propia estructura mental.
Y ahí, otra vez, la pregunta que me persigue:
¿por qué actúo así?
¿Por qué siento lo que siento?
¿Qué parte de mí decide qué es esencial y qué es accesorio?

Con el tiempo, entendí que pensar no es una sensación elevada. Es un acto. A veces un impulso. Otras, una trampa. A veces un motor. Pensamos sin saber que pensamos. Pensamos cosas que contradicen lo que hacemos. Y hacemos cosas que contradicen lo que decimos. Somos un enredo, pero un enredo interesante.

La inteligencia artificial apareció como otra provocación. En mi vida lo había hecho en la adolescencia. Con mi obsesión por Turing. Luego, volvió hace ya más de 10 años. Recuerdo un viaje a Hayes, Fujitsu Labs of Europe. Ese edificio que sirvió para grabar World War Z.

Y regresó para obligarme a preguntarme por qué creemos que pensar requiere conciencia, o voz interior, o un yo claro. No fue casualidad. No creo en la estadística. Esta es sólo una herramienta de nuestra mente para gestionar la incertidumbre. No puedes determinar con precisión la velocidad y la posición. Heisenberg. Y la complejidad. O quizá no.

Quizá pensar es simplemente cambiar con la información que nos atraviesa. Como un niño que abre un juguete para ver qué hay dentro. Como un cirujano que busca la causa de una hemorragia sin dudar. Como cualquiera de nosotros tratando de entender por qué quiere lo que quiere.

Hoy miro atrás y veo un hilo. No recto.. Ni limpio. Pero un hilo. Poco a poco se vas deslichando. La búsqueda constante de sentido. La obsesión por abrir, examinar, desmontar. El empeño en descubrir por qué algo me importa más que otra cosa. La necesidad de entender cómo piensa cada uno, cómo siente, cómo decide. Y la sospecha, incómoda y productiva a la vez, de que casi siempre hay incongruencias. Contradicciones abiertas como puertas que no encajan en sus marcos.

Y sin embargo, ahí está la gracia. Descubrir que lo que somos no es una línea, sino un mapa lleno de bifurcaciones. En tomar cada bifurcación sin certeza, pero con curiosidad.

Pensar sin esperar conclusiones. Vivir sin manual. Aceptar que el misterio de por qué deseamos lo que deseamos quizá no tenga solución y, aun así, disfrutar buscándola.

Cuando la enfermedad somos nosotros

Los humanos ya no tenemos depredadores. Los extinguimos o los encerramos en parques naturales. Pero no eliminamos el miedo. Solo lo desplazamos. Lo llevamos dentro. La enfermedad es el nuevo depredador, aunque en realidad no existe. La enfermedad somos nosotros. Es la expresión del desajuste entre lo que somos y lo que pretendemos ser. Es la consecuencia de una vida que se separó de su propio ritmo.

Nombramos “enfermedad” a lo que no entendemos o no aceptamos. A cualquier desviación de la norma que nosotros mismos inventamos. La fiebre, la inflamación, el dolor, no son enemigos, son lenguaje. El cuerpo habla, pero lo hemos olvidado. Lo tratamos como una máquina rota, no como un organismo que busca equilibrio. Hemos reducido la vida a datos, los síntomas a errores, el sufrimiento a fallo del sistema. Y con eso hemos roto el diálogo más antiguo que existe: el del cuerpo consigo mismo.

Decimos que queremos salud, pero lo que buscamos es control. Queremos eliminar toda incertidumbre, toda vulnerabilidad. Nos cuesta aceptar que vivir es exponerse. En lugar de escucharnos, delegamos en la tecnología, en los algoritmos, en los expertos. Hemos medicalizado la existencia entera. No para curar, sino para tranquilizarnos. La enfermedad se convierte así en un concepto moral. Lo sano es lo correcto. Lo enfermo, lo culpable.

Sin embargo, si la enfermedad somos nosotros, también lo es la cura. No está en los fármacos ni en los procedimientos, sino en la reconciliación con lo que somos: seres finitos, frágiles, contradictorios. La biología no se equivoca; se adapta. La célula que muta, el tejido que se inflama, el sistema que colapsa no son errores, son formas extremas de supervivencia. Nuestra resistencia al cambio, a la decadencia, al dolor, es lo que los vuelve patológicos.

La salud no es un Shangri-La perdido, sino un instante de equilibrio entre fuerzas opuestas. No dura, ni falta que hace. La obsesión por conservarla nos enferma más que cualquier virus. Porque en ese intento de eternidad negamos la vida misma. Somos la enfermedad y la cura, el orden y el caos, la causa y el síntoma.

Random

Es el mejor de los tiempos, es el peor de los tiempos. Es el más random de todos. Hay hombres con egos inflados predicando en TikTok. Hay mujeres con cuerpos neumáticos posando en Instagram. Todo lo vemos, nada sabemos. Vamos directamente al gimnasio pero nos perdemos en cualquier otra dirección. La grandeza y la miseria se abrazan en la misma acera, como si fueran pareja rota que insiste en seguir compartiendo piso. Las calles hierven de consignas, cada cual segura de su verdad, aunque esa verdad apenas cupiera en un eslogan barato.

Nací, o al menos así me recuerdo, en un país que gritaba sin escuchar. Crecí entre gente que sólo aceptaba estar en lo cierto. Como David, miro hacia atrás, por la espalda, y me pregunto si seré el héroe de mi propia vida o solo un espectador sentado en la última fila. La gente discute con pasión encendida, pero su vocabulario se ha ido adelgazando. Encogiendo. Como sus cerebros. Palabras largas, densas, incómodas, han sido sustituidas por una sola: random.

Ayer en la plaza debajo de mi casa, un chico postadolescente, que ya no cumplía los treinta, vestido con pantalones dos tallas menores a la suya, de largo, me detuvo:
—Tío ¿sabes qué es random?
—No.
—Esto. Todo. Todo esto. El sistema, la derecha, la izquierda. Random. ¿Tú eres random?

Apenas crucé la calle y una joven vestida con un pantalón negro, amplio, y un pañuelo verde atado al cuello, con pechos que flotaban tras una blusa naranja, me susurró:
—Random que sigas creyendo en ellos. Random que no entiendas que somos nosotras. Seguro que eres heterosexual. O bisexual. U homosexual. O pansexual. O demisexual. O random.

Cada lado se acusa de lo mismo. Random. Cada lado reduce el pensamiento al absurdo. Nadie quiere matices. Sólo etiquetas. Random funciona como llave maestra que abre y cierra cualquier discusión.

Subí a casa. Encendí la tele. Dos tertulianos gritaban con la boca llena de certezas. Una golpeó la mesa y dijo:
—El gobierno es random.
El otro sonrió con sorna:
— Random tú. Y te lo estás inventando.

El público aplaudió. Yo apagué.

Me refugié en un libro viejo. Sus páginas olían a humedad y desesperanza. Agrio. Recordé cómo empezaban ciertas novelas, con frases largas, llenas de mundo, con la ambición de describirlo todo. Y entonces entendí que esas frases ya no tendrían sitio en nuestra época. No por malas, sino porque exigían atención, memoria y deseo de comprender.

Pensé en Dickens. Y sonreí. Descreído. Él habría escrito este presente como una farsa moral. Todo repleto de contradicciones. Cuando los payasos ocupan la escena del mundo, el mundo se vuelve un circo; on risas y llantos inesperado. Como nos eneñó Browning. Yo, en cambio, lo reduzco a una palabra sin contexto. Random.

La medicina nunca fue natural

La historia de la especie humana no es natural. Es artificial. Cada revolución que nos ha transformado se ha construido sobre lo artificial. El fuego, la escritura, la imprenta, la electricidad, la informática. Cada paso nos ha alejado de la naturaleza y nos ha acercado a lo sintético.

La medicina no es una excepción. Es el ejemplo más evidente. Nació como relato mágico, se convirtió en disciplina científica y hoy es un sistema técnico-industrial. Siempre artificial. Siempre contra la biología desnuda.

Los seres humanos enfermamos porque estamos diseñados para que así sea. Nuestros genes acumulan errores. Nuestros órganos y sistemas fallan. Nuestras células se descontrolan, desgastadas por el uso. Se llama envejecimiento. Termodinámicamente, los organismos no son máquinas optimizadas, sino estructuras que disipan energía de manera local para sostenerse temporalmente contra la entropía. Pero un organismo joven es termodinámicamente mejor que uno viejo. Ambos, joven y viejo, cumplen la misma función termodinámica: tomar energía del entorno y disiparla, aumentando la entropía global. La diferencia está en el grado de orden interno. El joven mantiene un nivel bajo de entropía interna a costa de un gasto energético alto. El viejo ya no puede sostener esa lucha y el desorden gana terreno.

Pero nuestro cerebro, individual y colectivo, como consecuencia de su desarrollo mantiene como fin primordial sobrevivir. A cualquier precio. Por ello nos inventamos la medicina, que opera para retrasar lo inevitable. Y lo hace con herramientas que no existen en la naturaleza: fármacos sintéticos, vacunas, resonancias, robots, algoritmos.

Cada avance médico es una sustitución de lo natural por lo artificial. El hueso fracturado se fija con titanio. El riñón dañado se reemplaza por un trasplante o una máquina. El corazón débil recibe un marcapasos. La mente descompuesta se equilibra con moléculas diseñadas en un laboratorio.

El paciente no busca naturaleza. Busca supervivencia. Y la supervivencia exige artificio. Sin máquinas, sin fármacos, sin quirófanos, la esperanza de vida volvería a lo que fue durante milenios: treinta o cuarenta años.

La medicina moderna no solo prolonga la vida. La redefine. Mantiene cuerpos conectados a sistemas de soporte. Sostiene órganos que no funcionan. Permite que existan personas que, en otro tiempo, no habrían sobrevivido. La vida se convierte en producto de un ensamblaje técnico.

No es un accidente histórico. Es el destino evolutivo de nuestra especie. La transición de lo natural a lo sintético. La medicina no es más que un laboratorio de esa transformación. Hoy hablamos de inteligencia artificial, de edición genética, de biología sintética. Todo encaja en el mismo patrón: reemplazar lo natural por lo diseñado.

El médico ya no es un observador de la naturaleza. Es un ingeniero del cuerpo. Gestiona datos, interpreta imágenes, ajusta algoritmos. Su autoridad no nace de la experiencia personal, sino del acceso a sistemas artificiales. El paciente lo sabe y lo acepta. Confía en la máquina que calcula con precisión, aunque no tenga rostro ni emociones.

La paradoja es clara. Pedimos humanización, pero preferimos la neutralidad de las máquinas. Reclamamos empatía, pero buscamos eficacia. Denunciamos la frialdad de los profesionales, pero confiamos en la lógica de un programa.

Lo artificial no es lo contrario de lo humano. Es lo humano en evolución. La medicina lo muestra sin disfraces. Somos una especie que no se conforma con la biología que recibió. Somos una especie que fabrica su propia biología.

La conclusión es incómoda. No existe una medicina natural. Nunca existió. Siempre fue artificio. Y cuanto más avanzamos, más nos alejamos de la naturaleza. El futuro no será humano frente a lo artificial. El futuro será humano hecho artificial.

La medicina nos lo recuerda cada día.

Chorreando

Me caían lágrimas de sudor pegajoso por las mejillas. Llegaban a las comisuras de mi boca. Sacaba la punta de la lengua, despacio, y las lamía para notar su regusto salado. El calor era insoportable. La humedad me castigaba como ninguna otra condición atmosférica. La lluvia, aunque incómoda por su efecto sobre mi pelo, la podía tolerar. El frío sólo me obligaba a ponerme alguna capa de protección. El calor lo combatía con sombras. Y bebidas. Y mi hielo interior. ¿Pero la humedad? Me hacía chorrear sin paliación. Sin paliativos. Por la frente, las mejillas, la espalda hasta el surco intergluteo; hacía que mis pantalones se convirtieran en un pegajoso tatuaje sobre la piel.

Mientras, un grupo de jóvenes, que chorreaban después de una larga carrera, decidieron quitarse la ropa de deporte y sumergirse en el río Charles.

Nosotros les contemplábamos desde una cierta distancia, sentados en un banco. Nuestra mirada terminaría por convertir un momento cotidiano, banal, de unos desconocidos en una imagen compartida por miles de personas en todo el mundo.

¿Piensa el universo?

Un avión vuela. No como un pato. Pero vuela.

Piensa una IA. No como un humano. Pero piensa.

¿Seguro?

Nos gusta creer que pensar requiere conciencia. Que hay una voz interior. Un yo. Una historia.

Pero ¿y si no?

¿Y si pensar es simplemente conectar, procesar, cambiar? ¿Y si es solo eso: ser afectado por la información que pasa por uno?

Como una red neuronal que, al ver un patrón, se ajusta. Aprende. Se transforma. ¿No es eso, en algún nivel, sentir?

¿No es eso, pensar?

Un simulador de vuelo no vuela. Solo imita. Pero un avión, aunque no tenga plumas, se eleva. Cruza el cielo. Hace lo que hace un ave.

¿Piensa una IA como un simulador o como un avión?

¿Y nosotros? ¿Somos aves? ¿O aviones?

Nosotros pensamos. Cambiamos. Recordamos. Sentimos. Percibimos que sentimos. A veces, incluso nos damos cuenta de que percibimos.

Pero no siempre.

Pensamos sin saber que pensamos. Reaccionamos. Adaptamos. Nos transformamos.

¿Cuánto de nuestro pensamiento está hecho de conciencia?

¿Y si la conciencia solo fuera una función puntual dentro de un proceso más amplio?

¿Y si pensar ocurriera en muchas capas, y la conciencia solo captara algunas?

Entonces, volvamos al principio.

El universo. Ese caos ordenado. Ese sistema que procesa, que genera, que se reestructura.

No tiene un yo.

No dice «yo pienso».

Pero crea mentes. Crea pensadores. Crea cerebros que se preguntan: ¿piensa el universo?

Y al hacerlo, se responde.

¡Claro que piensa!

Porque yo soy el universo. Pensándose. Preguntándose. Dudando.

Pensar no es tener certezas.

Pensar es abrir la posibilidad de que todo sea diferente.

Incluso esta frase.

Incluso este pensamiento.

¿Piensa el universo?

Quizá. Pero si lo hace, lo hace así. Como yo. Como tú.

Como esto.

Preguntas

—¿No creéis que es irónico?—rompe el silencio Feynman, mientras sus dedos van dibujando patrones abstractos en el aire—. Inventamos herramientas para conocer el mundo, pero cada respuesta sólo genera más incertidumbre.

—Richard, quizás la incertidumbre no sea una limitación, sino nuestra principal ventaja. ¿Qué seríamos sin preguntas que perseguir? – dice Von Neumann.

Stanislaw Ulam asiente despacio, sus ojos fijos en una idea invisible que flota frente a él:

—La verdadera paradoja es que, mientras más profundizamos, menos seguros estamos de dónde situar los límites. ¿Es la inteligencia humana la única forma posible de entender la realidad?

Tres hombres demasiado inteligentes, De izquierda a derecha John von Neumann, Richard Feynman y Stanislaw Ulman – Los Alamos National Laboratory

—O quizás no exista una sola realidad, Stan. ¿Y si nuestro entendimiento es una de infinitas interpretaciones? Puede que el universo mismo no tenga la menor intención de aclararnos las cosas – dice Feynman repitiendo a la vez su monólogo interno «Amo a mi esposa. Mi esposa está muerta. Amo a mi esposa. Mi esposa está muerta».

—Pero aun así insistimos en hacer preguntas – dice Janos Lajos – Construimos máquinas, teorías, ecuaciones. Intentamos describir la complejidad con herramientas simples, y al hacerlo, corremos el riesgo de reducirla demasiado. ¿No será ese nuestro error?

—Tal vez—interviene Ulam, con voz suave pero precisa—. Pero lo contrario sería rendirse ante el caos, y eso no parece propio de nuestra especie.

—Justamente—replica Von Neumann, arqueando levemente una ceja—. Nuestra fuerza y nuestra debilidad radican en lo mismo: la ambición de comprender lo incomprensible. Construimos bombas que pueden destruir mundos, pero también ideas que pueden transformarlos.

Sin abandonar su pena, Feynman suspira teatralmente, sacudiendo la cabeza:

—Entonces el verdadero problema no es científico ni matemático, sino ético. ¿Qué responsabilidad tenemos frente a lo que creamos?

La pregunta cuelga en el aire. Nadie responde de inmediato. Finalmente Ulam, llevando con parsimonia el cigarrillo que tiene entre los dedos de la mano izquierda a su boca, comenta casi en susurro:

—Quizá nuestro desafío sea aprender a equilibrar el poder con la sabiduría. Porque de nada sirve la inteligencia si carece de conciencia.

Von Neumann se levanta, ajustándose el traje con elegancia matemática:

—En eso, amigos, reside nuestra verdadera tarea. No en resolver todos los enigmas, sino en asegurar que las preguntas que dejamos al futuro sean dignas de ser planteadas.

Pensar y volar

La idea de que pensar y volar son dos procesos independientes del soporte invita a explorar cómo estas actividades, aparentemente tan distintas, comparten una característica esencial: su capacidad de manifestarse en diferentes sistemas, ya sean biológicos o artificiales. A continuación, reflexionaremos sobre esta idea, destacando las similitudes entre ambos procesos y considerando la distinción clave entre pensar e inteligencia.

Pensar puede entenderse como el acto de procesar información, generar ideas, razonar o tomar decisiones. En los seres humanos, este proceso tiene lugar en el cerebro, un órgano biológico que ha evolucionado para cumplir estas funciones. Sin embargo, no está limitado a este soporte. La inteligencia artificial (IA), por ejemplo, ha mostrado que sistemas basados en algoritmos y computadoras pueden realizar tareas que asociamos con el pensamiento: analizar datos, resolver problemas o incluso «aprender» patrones. Aunque una IA no posea conciencia o emociones, su capacidad para ejecutar estas operaciones demuestra que el pensamiento, como proceso funcional, no depende exclusivamente de un cerebro humano, sino que puede replicarse en otros soportes siempre que se cumplan las condiciones necesarias para procesar información.

De manera similar, volar es un proceso que no está atado a un único tipo de entidad o mecanismo. En la naturaleza, los pájaros vuelan gracias a sus alas, estructuras biológicas perfeccionadas por la evolución. Sin embargo, los aviones, creados por el ingenio humano, también vuelan utilizando principios aerodinámicos y motores, sin necesidad de copiar el aleteo de las aves. Incluso dentro del reino animal, vemos variaciones: los insectos y los murciélagos vuelan con métodos distintos, adaptados a sus propias características físicas. Esto evidencia que el vuelo, como capacidad, puede lograrse a través de diferentes soportes —biológicos o artificiales— siempre que se cumplan las condiciones para superar la gravedad y desplazarse por el aire.

Similitudes entre pensar y volar

La independencia del soporte en ambos casos radica en que lo esencial no es el medio físico en sí, sino el resultado o la función que se logra. Para pensar, se requiere un sistema capaz de manejar información y producir respuestas coherentes; para volar, se necesita superar las fuerzas físicas que atan a un objeto al suelo. Esta flexibilidad sugiere que tanto el pensamiento como el vuelo son procesos definidos por sus objetivos y no por los materiales o estructuras específicas que los hacen posibles. Un cerebro humano y una computadora pueden «pensar» de maneras distintas, pero ambos logran procesar información. Un pájaro y un avión vuelan de formas diferentes, pero ambos surcan el cielo.

Pensar vs. Inteligencia: Una distinción necesaria

Es fundamental aclarar que, aunque relacionados, pensar e inteligencia no son lo mismo. Pensar es el proceso activo de manipular información mentalmente, ya sea para reflexionar, imaginar o resolver algo. La inteligencia, en cambio, implica una cualidad o capacidad: la habilidad de usar ese pensamiento de manera efectiva, adaptarse a nuevas situaciones y aplicar el conocimiento con éxito. Por ejemplo, alguien puede pensar intensamente sobre un problema sin llegar a una solución (mostrando pensamiento, pero no necesariamente inteligencia en ese contexto). De manera similar, una IA puede procesar datos rápidamente (pensar), pero si no logra aprender o adaptarse, su inteligencia queda limitada. Así, el soporte puede permitir el pensamiento, pero la inteligencia depende de cómo se emplea ese proceso.

La independencia del soporte en estos procesos nos lleva a reflexionar sobre las posibilidades futuras. Si el pensamiento puede manifestarse en máquinas, ¿podrían estas llegar a «pensar» como humanos, o hay algo único en nuestra experiencia que trasciende el soporte? Del mismo modo, aunque un avión vuela, no lo hace con la agilidad natural de un pájaro, lo que sugiere que el soporte, aunque no determine la posibilidad del proceso, sí influye en cómo se manifiesta. Esto plantea cuestiones filosóficas y éticas: ¿qué significa ser «pensante» o «inteligente» en un mundo donde los soportes son cada vez más diversos?

Pensar y volar son procesos que trascienden los soportes en los que se desarrollan, ya que pueden ocurrir en sistemas biológicos como humanos o pájaros, o en sistemas artificiales como computadoras y aviones. Esta independencia resalta la naturaleza funcional de ambos: lo que importa es el resultado —procesar información o desplazarse por el aire—, no el medio específico que lo hace posible. Sin embargo, distinguir entre pensar como proceso e inteligencia como capacidad nos ayuda a comprender que, aunque el soporte habilite estas funciones, la calidad y el impacto de su ejecución dependen de cómo se lleven a cabo. Esta reflexión no solo celebra la versatilidad de la naturaleza y la tecnología, sino que también nos invita a imaginar un futuro donde los límites entre lo biológico y lo artificial sean aún más difusos.