Me caían lágrimas de sudor pegajoso por las mejillas. Llegaban a las comisuras de mi boca. Sacaba la punta de la lengua, despacio, y las lamía para notar su regusto salado. El calor era insoportable. La humedad me castigaba como ninguna otra condición atmosférica. La lluvia, aunque incómoda por su efecto sobre mi pelo, la podía tolerar. El frío sólo me obligaba a ponerme alguna capa de protección. El calor lo combatía con sombras. Y bebidas. Y mi hielo interior. ¿Pero la humedad? Me hacía chorrear sin paliación. Sin paliativos. Por la frente, las mejillas, la espalda hasta el surco intergluteo; hacía que mis pantalones se convirtieran en un pegajoso tatuaje sobre la piel.
Mientras, un grupo de jóvenes, que chorreaban después de una larga carrera, decidieron quitarse la ropa de deporte y sumergirse en el río Charles.
Nosotros les contemplábamos desde una cierta distancia, sentados en un banco. Nuestra mirada terminaría por convertir un momento cotidiano, banal, de unos desconocidos en una imagen compartida por miles de personas en todo el mundo.
