Ya no quiero ser jefe

Otra de mis tribunas publicadas en Diario Médico (Mayo 2007, 8 años): Ya no quiero ser jefe

Si este proyecto no lo lidero yo, no saldrá adelante”.

Son palabras pronunciadas por un jefe de servicio en una reunión en la que se le proponía colaborar en un proyecto multidisciplinar. Podemos estar seguros de que hará todo lo posible para que su premonición se cumpla ¿Un ejemplo de liderazgo? ¿De gestión moderna y de calidad? ¿De apuesta de futuro para la institución? En realidad, a ese tipo pasivo-agresivo de jefatura nos enfrentamos frecuentemente muchos profesionales y el resultado es un desánimo permanente que conduce a la parálisis en la búsqueda de la excelencia. Es la cultura soy el dueño del cortijo. Pero, ¿debe ser esto así? ¿hay que aceptarlo? ¿existen maneras de superarlo?-

Toda institución sanitaria tiene jefes clínicos que coordinan la actividad de sus compañeros y sirven de interfaz con los gestores, con el fin de obtener los mejores resultados para los pacientes dentro de esa lucha continua por la excelencia. Hasta la ley lo reconoce, pero no identifica ni las características ni las habilidades necesarias para el cargo. Funcionalmente, suelen dividirse de manera espontánea en tres grandes grupos: buenos, regulares y nefastos, porque ser mal jefe de servicio es nefasto para todos los que le rodean, para los pacientes, para la institución y para el propio sistema. Es en este grupo en el que suelen militar los que más repiten al gerente o político de turno: “Yo quiero ser jefe”. Desafortunadamente, querer ser jefe no es suficiente, ni siquiera necesario, para participar activamente en el éxito institucional. Vivimos en un mundo en el que el conocimiento es tan basto y pluridisciplinar que ya no funciona el flujo vertical y unidireccional de ideas. Ni de mando. Las grandes corporaciones de éxito no funcionan por mandatos unipersonales. Los jefes no son las únicas figuras que saben y saben hacer, o al menos no existe razón para que sean los que más saben. En el siglo XXI el éxito requiere capacidades personales, entrenamiento, formación y un espíritu de colaboración insaciable para compensar las carencias individuales.

Pero nadie nos entrena específicamente para ello y es la propia voluntad, la ambición y el cúmulo accidental de circunstancias lo que nos conduce a escribir (o incluso copiar) una memoria y a presentarnos ante un tribunal ad hoc para alcanzar la posición. Curiosamente, nuestro sistema jefes-eligen-jefe debe ser espectacularmente exitoso en la selección de magníficos candidatos, a la vista del escaso recambio en los puestos (el mando lo tiene todo previsto; no se equivoca nunca).

Cambios vertiginosos
Sin embargo, la práctica de la profesión va cambiando a una velocidad sin precedentes en un medio de grandes pero limitados recursos. Tal dinamismo deja en evidencia a muchos jefes de servicio. Si eso sólo les afectara a ellos personalmente sería tolerable, pero no es el caso. Así que, ¿cómo conseguir jefes de servicio para la excelencia? Resulta claro que el proceso debe cumplir cuatro fases: identificación de candidatos, selección de los más capaces, formación continuada y evaluación de resultados.

Más difícil es reconocer qué características debe poseer un buen jefe de servicio actual para considerarlo capaz. Durante las pasadas décadas se hizo un gran énfasis en las capacidades de gestión, con escaso éxito en nuestro medio, por cierto. Ahora el futuro está en el desarrollo continuo, la investigación y la innovación. Y ya se sabe, a perro viejo no se le enseñan trucos nuevos. En una profesión en constante cambio sólo tiene éxito el que se posiciona dentro de una gran red de conocimiento que le permite sacar el máximo provecho en cada situación, por lo que, siguiendo a Souba y Grigsby, creo que las diez características clave para un jefe de servicio son: experiencia administrativa; orientación al desarrollo de la institución; competencia emocional; iniciativa y resistencia; ajuste a los valores institucionales; capacidad de comunicación; habilidad para formar y liderar un equipo; orientación al resultado; facilitador del desarrollo ajeno, y disposición hacia el aprendizaje y apoyo al equipo.

Debemos acabar con la cultura del «soy dueño del cortijo«. Un jefe de servicio actual se gana el respeto de todos y tiene claro que su éxito está indisolublemente vinculado a su visión de futuro, al triunfo del equipo y a la integración institucional. Mi recomendación personal después de haber visto éxitos y fracasos es colaborar y colaborar. Y cuando no sepan cómo continuar, ni dudarlo: colaborar aún más. Por cierto, reconozco que alguna vez quise, pero ya no quiero ser jefe.

Impar

Fue el tercero en nacer.
De una cesárea de trillizos.
Y siempre fue el tercero en discordia.

Aquello le marcó para el resto de sus días.
Porque aquello no le dejaba acomodarse en el lugar del mundo que él creía merecer.
Él pensaba que era el mayor.
Que tenía que haber salido el primero.

No podía deshacerse de la idea de que cuando sus ojos vieron la luz, entre las piernas de su madre, su padre y su madre ya estaban entretenidos con los otros dos.
A él le cogió una desconocida.
Por eso no lloró.
Gruñó.

Desde entonces siempre ha sentido desplazado.
Era el que menos mamaba.
Era el que menos crecía.
Era el que menos jugaba.
Era el que menos dormía.
Era el único que no salía en las fotos.
Era al que menos querían.

Él era impar. ¡Hijos de puta!

La mujer que le puso voz a la app

Iba sentada en un tren.
Con destino a ninguna parte.
Un teléfono sonó justo detrás de su asiento.
Como esos miles y miles de teléfonos que suenan en los trenes.

Y sus propietarios los toman en la mano. Y los acarician.
Como no lo hacen con ella.
Y los tocan.
Como no se lo hacen a ella.
Con pasión. O con cariño.
Porque ya no se ve.
Porque ella misma cree que es invisible.

Esta vez el propietario del dispositivo no contestó.
El teléfono continuó sonando hasta el aburrimiento.
No debía estar interesado.
O estaba ocupado en otra tarea.
O era una llamada equivocada.
A ella le daba igual.
Por fin, paró.

-¿Quiere seguir jugando?

Esa pregunta le sobresaltó. Casi le hizo temblar.
Como si viniera del mundo de los no vivos, escuchó su voz.
Su propia voz.
Justo detrás de ella.
¿Se estaba hablando a si misma?

Pero de repente recordó.
Hace años, cuando era más joven.
Y menos invisible.
Grabó una serie de frases.
Para un juego.
Para una app.
Para una productora.
Para una compañía.

Y el propietario del teléfono, que no había contestado la llamada, respondió.

– ¡Claro! Con tal de que me sigas hablando, haré lo que sea.

Y sonrió. Ella. Porque era humana. Y era audible.

Los hombres no lloran

Se bajó del coche.
Se aflojó la corbata.
El botón del cuello ¡a la mierda!
Tenía que llamar.
Se metió en una cabina.
Nadie debía enterarse de nada.

“¿Dónde?
¿En una habitación de un hotel?
Otra nueva novia. Aja
¿Cuántas van?”

Llovía fuera.
El lloraba.
A mares.
Sin dejar que se notara.
Los hombres no lloran

“¿Que si yo me siento sólo?
Desde que te fuiste.
¿Qué me echas de menos?
Ya”

“No podemos seguir.
Intenté dejarte ir.
Y no te resististe”.

Y le salió una canción.

Los hombres no lloran.
Los hombres ven fútbol.
Beben cerveza.
Eructan.
Se quedan calvos y engordan.
Los hombres no se pueden querer.

Excepto en el Reino Unido

Grietas internas

Cuando haces guardia tienes que afrontar el suicidio. Tarde o temprano. Es habitual. Es una situación recurrente, especialmente en algunas temporadas. O eso me parecía a mi.

Dos casos recuerdo con especial nitidez. Eran dos seres humanos muy distintos en edad y situación. Una en plena adolescencia. Con sólo 16 años. El otro en la madurez. Ambos se subieron a una buena altura y decidieron saltar al vacio para solucionar sus problemas.

Tuvimos que arreglar sus cuerpos dañados, el tórax, el abdomen y sus órganos contundidos por el impacto contra el suelo. Con el esfuerzo de todo el equipo, conseguimos que los dos salieran adelante.

“¿Qué les digo yo ahora?” me pregunté mientras me quitaba los guantes y salía a hablar con las familias.

Estaban desolados, angustiados, tristes. Les conté que todo había salido bien y que, con un poco de suerte, pronto tendrían a sus hijos en casa.

Pero en estos casos, para mi es igual que los hijos sean jóvenes o mayores. Siempre intentaba no pensar, borrar de mi cabeza la idea de que esa gente, en un instante, había pasado de una vida normal a cargar para siempre con una pena infinita.

“¿En qué nos confundimos?”

Podemos arreglar esos cuerpos dañados y pretender que esas figuras que parecían en buena condición, pero que vistas de cerca contenían grandes grietas internas, vuelvan otra vez a la normalidad.

Pero la duda más grande cuando dejaba a la familia y me quedaba solo era: ¿Quién arreglará sus heridas invisibles?

Y ¿cómo curaré yo las que me produce a mí todo esto?

Soy como un animal

Una vez, para empezar una oposición, puse eso de Churchill «Exito es ir de fracaso en fracaso…» – Me cargaron (por darles pistas)

En otra oposición puse como primera diapositiva «All the world is a stage and all the men and women merely players» – Me cargaron (de nuevo)

En una tercera oposición puse «hay que destruir la universidad tal y como es» – Me volvieron a cargar. Lo entiendo

Me presenté a jefe de servicio del Hospital de Fuenlabrada. Me suspendieron… ¡La entrevista! – La gerenta no tuvo ninguna duda. Me dejo excluido del concurso. Ella ahora ya no está en esto de la sanidad.

En el ejercicio de jefe de servicio de Guadalajara, me dijeron: «eres muy joven y el proyecto es demasiado ambicioso» – Me cargaron – En Toledo lo arreglaron todo. Afortunadamente.

El pepino era el relleno

A propósito de un caso.

Puede ser cualquier caso.

Un respetable individuo con una vida convencional. Como cualquier otro ciudadano de bien.

Puede ser un ejecutivo, un ministro, de cualquier gobierno, un agente del orden, un servidor público, un juez, un camarero, un tendero, un albañil, un fontanero, un electricista. Hasta un médico.

Heterosexual.

Homosexual.

Bisexual.

Pansexual.

Un día abre el frigorífico.

Mete la mano y saca un pepino.

Lo mira atentamente. Ve su color verde, sus rugosidades, algunas estrías en la corteza. Y le fascina su perfil.

Un perfil de formas suaves pero enérgicas.

Sólido.

Determinado.

Consistente.

Vigoroso.

El pepino.

Y un día tiene que presentarse en Urgencias por estreñimiento agudo. Lleva tres días sin poder defecar.

Recuerden, puede ser un ejecutivo, un ministro, de cualquier gobierno, un agente del orden, un servidor público, un juez, un camarero, un tendero, un albañil, un fontanero, un electricista. Hasta un médico.

La historia relatada por el hombre no es exactamente igual a la realidad. Pero ¿Qué más da? Ahora tiene el pepino metido en el culo. Hasta dentro.

Sin aliño.

Sin aceite ni vinagre ni sal.

Un pepino con rugosidades, con toda su corteza, como un misil balístico.

Estratégico.

Clavado en su recto.

Un día quiso probar. Y se convirtió en un hombre relleno de pepino.

Ahora está en posición de litotomía. Con las piernas separadas.

Expuesto.

Desarmado.

Esperando a que le saquen el relleno.

La transformación sanitaria

Primero Anant Jani nos cuenta lo que significa «valor en sanidad»

A continuación, Paloma Casado, del Ministerio de Sanidad nos habla sobre los cambios que dirigen la transformación sanitaria

Susana Alvarez habla de como transformar desde la gestión

Los datos, del genoma al socialoma, son imprescindibles para la transformación

Y al final, los cambios deben llegar hasta la práctica clínica

El hombre que me tocó por dentro

El es el único hombre que me ha mirado por dentro. No me refiero a verme sin nada encima. O a mi yo «interior».

Desde que nací hasta ahora, con 36 años, ha habido un buen número de personas que me han visto sin ropa, física o emocional. O que me han tocado en maneras que creían especiales. O únicas.

Pero no.

El también ha contemplado mi cuerpo. Aparentemente como el resto. Pero no. Ha habido algo más. Me ha mirado de fuera a dentro, primero. Y luego al revés. Ese hombre ha sido el único que se ha aventurado en mi, para luego tocarme de una manera que sólo a él le permití. Como ningún otro ser humano, hombre o mujer, lo ha hecho. Porque puse mi vida en sus manos. Por eso me siento así.

Cuando le vi la primera vez y le miré a los ojos, no me pareció gran cosa. Debía estar con la cabeza perdida. O presa del miedo que produce la incertidumbre. O no me fijé en él como me fijo ahora.

Ahora me siento frente a la puerta en la consulta. En una silla de plástico, tan incómoda y fría. Pero pasa el tiempo sin darme cuenta. No me quejo. Tampoco tengo a quién. Ni me muevo para desentumecer los músculos. No quiero arriesgarme. Sólo estoy pendiente de un movimiento del manubrio. Como un depredador dispuesto a saltar sobre su pieza. Quiero verle aparecer. Tras la puerta. Aún sabiendo que ignora que estoy allí.

Y cuando lo hace, me siento desfallecer. Una y otra vez. Añoro lo que nunca tuve ni sentí. El tacto y los movimientos de sus manos en mi. Entrando, buscando, sintiendo, palpando, actuando. Sin embargo, me excita pensar que, a través de sus dedos, me metí en su cerebro.

Me produce escalofríos saber que las sensaciones que le provocó mi cuerpo están en algún rinconcito de su memoria.

Con ser eso para él, dentro de él, me conformo.

No soy una bambola

“Para ti yo soy, para ti yo soy solamente una bambola” decia mientras se miraba en el espejo sin saber qué hacer.

Estaba desnuda, con la mitad de la cabeza rapada y con la otra cubierta por una melena rizada.

“No muchacho no, no muchacho no, yo no soy una bambola”.

El pecho distrofico por la ingesta crónica de estrogenos aparecía cubierto por un abundante vello grisáceo. La máscara de pestañas tiznaba las lagrimas que le descendían por los pómulos.

“No te acuerdas cuando lloro, cuando estoy muy triste y sola. Tu, solo piensas en ti…” volvió a gritar desgarradamente a la imagen reflejada en el espejo. El hombre que veía en el cristal había intentado escapar de su cuerpo y su destino, eligiendo otra opción.

Pero la naturaleza es grotesca. Y sin piedad. Había sido una torsión excesiva para el orden. Ni siquiera así había conseguido el amor.

“No muchacho no, tu no conseguirás que yo sea una más de quien te puedas burlar”.

Quería ser feliz. Solo hubiera necesitado el amor. Pero la naturaleza se burló deformemente de él. Y él había intentado devolverle la jugada.

Fracasó.