Vino la enfermera corriendo para avisarle de que había un niño “baleado” que acababa de llegar al consultorio. “Mierda” pensó. Lo último que le faltaba, tal como estaba la consulta, era tener que atender a un pequeño desangrándose. No era un problema de inexperiencia, porque afortunadamente el hospital de DF había tenido una sobredosis de adolescentes acribillados. Es que en este pequeño consultorio con una sala de hospitalización con 3 camas, donde además tenía que llevar a cabo los procedimientos quirúrgicos con la única ayuda de una enfermera, iba a ser imposible sacarle adelante.
“Bueno, vamos a ver qué es eso”
En la sala de espera no había ninguna camilla ni ningunos padres sujetando en brazos una criatura. Sólo vio a una mujer mayor y a un chaval de unos 10 años sentados tranquilamente, como esperando su turno.
– ¿Dónde está el niño baleado?- le preguntó a la enfermera mientras se encogía de hombros.
– Ese es, doc. Es Macario – le contestó apuntando con el dedo al crío tarahumara de ojos brillantes, sentado en la sala.
Los ancestros de Macario estaban emparentados con los apaches norteamericanos y su grupo habitaba en la región suroeste de Chihuahua, donde se organizaban en pequeños núcleos familiares. A los 14 años eran ya considerados adultos y celebraban fiestas tribales, de carácter cuasi-orgiastico, donde no era inusual el gran consumo de alcohol y las borracheras patológicas.
Cuando se acercó al niño, percibió un fino temblor que se extendía por todo su cuerpo, y le llamaron la atención unos ojos aún más brillantes de lo que había notado a distancia. Se inclinó levemente hacia adelante y le preguntó:
– ¿Qué te pasa? ¿Te duele algo?
El niño tarahumara no abrió la boca, sólo fijó su mirada en la cara del médico mestizo, vestido con una chaquetilla blanca, que se dirigía a él con unas palabras que no entendía. Fue la señora sentada a su lado la que se levantó y comenzó a hablar.
– Es mi sobrino, Macario, el hijo de mi hermana. Lleva varios días enfermo, con mucha temperatura y malos sueños. Debe ser grave doctor, porque ya no quiere jugar, con lo que a él le gusta. Y ni come. Pero perdónele doctor, es que Macarito casi no sabe hablar español. LLeva toda su vida en la montaña y trabajando sin ir a la escuela.
Volvió su cabeza de nuevo hacia el niño, revisó rápidamente con la mirada el pequeño cuerpo, y aún así no consiguió ver ninguna señal de una herida de bala ni en la piel al descubierto ni en sus ropas. No había sangre, no había restos de pólvora. Nada. Le pareció muy extraño, porque repasando mentalmente las palabras de la enfermera varias veces no tenía la menor duda de haber escuchado que había “un niño baleado”. Y eso significaba lo que significaba, y no otra cosa.
– ¿Qué le pasó al pequeño? ¿Me lo puede explicar él? O usted misma señora.
– Bueno doctor, me lo llevé de su casa a la mía hace diez días. Al principio Macario estaba bien, me ayudaba a subir la madera a los carros, se encargaba de limpiar el corral donde tenemos los animales. Y jugaba mucho con otros niños. Pero desde hace cinco días no se encuentra bien y ha ido empeorando – dijo la mujer.
– ¿Y no le pasó nada antes? ¿No se hizo daño o tuvo algún accidente? La enfermera me contó que le habían disparado.
– No, doctor. Fue un accidente, nada más. Pero ocurrió antes de venir a mi casa, así que no sé, no le puedo explicar, doctor.
Como no esperaba obtener más información de la tía de Macario, cogió de la mano al niño y le hizo un gesto para que le acompañara a otro cuarto. Una vez allí, la enfermera se encargó de tumbarle en una camilla, le quitó la ropa y le cubrió con una sábana en un intento inútil por evitarle la tiritona.
Acostumbrado a las evaluaciones urgentes en DF, el médico no tardó en repasar el pequeño cuerpo e identificar un orificio proyectil en la pared torácica de la axila derecha y otro orificio, más pequeño que el anterior, en la espalda, muy próximo a la escápula derecha. Sin duda, le habían disparado por la espalda. Parecía increíble que la trayectoria no hubiera dañado nada vital. El pequeño tarahumara no había visto a quien le disparó o se iba alejando.
No había signos de infección en los orificios, ni celulitis ni exudado, pero con sólo ponerle la mano encima se notaba que el crío estaba muy febril. El termómetro de mercurio, que la enfermera le había colocado previamente en la boca, confirmó la sensación con una lectura de 39ºC.
Macario no se quejaba. No decía nada, no abría la boca, no emitía el menor sonido de queja. No tenía nada que ver con lo que se podía esperar de un niño enfermo. Ni siquiera una lágrima cuando el médico aplicó desinfectante a las heridas e intentó sondar la trayectoria aún sin un poco de anestesia local.
Después de revisar la herida, sacó el estetoscopio que llevaba en el bolsillo derecho de la bata y lo aplicó a cada hemitórax del niño. En el derecho, en el mismo lado en el que había recibido el tiro, casi no se escuchaba el soplido del aire en el vértice, y sí un roce que aumentaba de intensidad con la espiración en la base. “Un hemotórax” pensó; y sin perder tiempo abandonó el cuarto, se dirigió la sala de rayos que había en el consultorio y de allí salió con un aparato portátil de rayos X.
Le llevó veinte minutos tener la placa revelada y con ello la certeza de que aquel hemotórax, seguramente producido por la lesión de un vaso de la pared costal, se había sobreinfectado y ahora Macario tenía un empiema. Casi sin pensarlo, preparó todo el equipo, sentó al crío en el borde de la cama y, con la destreza adquirida en las salas de Urgencias, realizó una pequeña incisión cutánea sobre el borde superior de la costilla inferior en el quinto espacio intercostal, a nivel de la línea axilar posterior.
La pinza de Crile fue dislacerando las fibras musculares de los músculos intercostales. El médico sabía que aquello era muy doloroso, tanto que algunos pacientes adultos gritaban y sufrían serias crisis vasovagales. Pero Macario permanecía sentado, sin inmutarse, únicamente agitado por el temblor que le causaba la fiebre. Al perforar finalmente la pleura, un liquido cremoso de color asalmonado empezó a brotar por la herida, lo que indicó el momento de introducir un tubo de toracostomía de 20F, que el médico fijó a la piel del niño con dos puntos de seda del 2 con aguja recta.
Macario quedó ingresado en la sala. El drenaje y los antibióticos fueron haciendo su efecto y día tras día fue mejorando, con menos fiebre y más apetito. Las palabras volvieron a su boca y pasaba horas jugando con la enfermera, que durante años de trabajo en la zona había aprendido lo suficiente de la lengua tarahumara. Sólo le visitaba su tía. Nadie más de su familia pasó por allí. Pero lo más sorprendente para el médico es que Macario ni lloró ni se quejó nunca.
Cuando el niño estaba casi listo para abandonar el consultorio, el médico decidió que tenía que saber lo que le había pasado y le pidió a la enfermera que le preguntara a Macario. El niño no dudó en explicar quién le había disparado.
El médico no pudo evitar la rabia. Aunque no estaba allí para juzgar a nadie, cuando la tía vino a recoger a Macario para el alta, se encaró con ella.
– ¡Me lo debía haber dicho! ¡Tenía que haberme dicho que fueron sus padres quienes les dispararon!
– Lo siento doctor. No me atreví por miedo a que usted nos denunciara. Se emborracharon todos, su papa, su mamá, la amante de su papá y un amigo. Para divertirse sacaron un rifle del 22 que tienen en casa y le dijeron a Macario que corriera. El obedeció y echó a correr entre los árboles. Le prometo doctor que yo no sabía nada. Le disparon varias veces hasta que, de repente, Macarito cayó. Yo misma le recogí del suelo, vi que tenía una herida junto al brazito derecho, lo cogí y cargué con él hasta mi casa. Pensé que se recuperaría sólo, pero cuando empezó a tener fiebre me asusté y le traje aquí.
– ¿Por qué lo permitió?
– Yo no estaba doctor. Vivo cerca de su casa pero no me gustan sus fiestas. Sólo salí a mirar cuando empecé a escuchar los disparos y fue entonces cuando vi a Macarito correr y caer al suelo tras un disparo – Y continuó casi entre sollozos – Pero le pido por favor que no nos denuncie. Si detienen a sus padres, él y sus hermanitos pequeños no tendrán quien les cuide y será peor para ellos.
Desde la puerta de la consulta se quedó mirando como los dos, la tía y el niño, se alejaban caminando de la mano. Macario había recuperado la salud física rápidamente y andaba tieso, como si no le hubiera pasado nada. Pero el médico no podía evitar preguntarse qué sentiría el niño al encontrarse de nuevo con sus padres y cómo sería su vida después de aquello.