Se miraba en el espejo, empañado por el vapor del agua que le habia hecho arder por fuera.
Arrugas y cicatrices.
Tenía de las dos.
En el rostro y en el resto del cuerpo.
Dicen que las arrugas en el rostro son el signo de la experiencia. Pero las cicatrices tienen siempre una mejor historia detrás. Su historia.
En el mentón sufrió la primera. Contra el suelo. Su padre la cogió en brazos. Le dijo que no llorara mientras la llevaba al quirófano. Se tumbó en la mesa. Le sujetaban pero ella no se pensaba mover. Papá le había dicho que no lo hiciera. Y ella sólo confiaba en su papá. Fue sintiendo la aguja. Con cada punto. Y luego el hilo. Con cada hebra. Sin anestesia. Papá le sonrió al terminar. Ella le dió un beso.
La segunda fue en el abdomen. Y la tercera.
Tuvieron dos hijos. Como dos soles. Pensaba ella. Le deformaron el cuerpo con cada cesárea. Y le alegraron la vida. Encontró un sentido. Una entrega sin recompensa. Sus hijos. Que después traerían nietos.
La cuarta fue en el pecho. Poco después de los treinta. Primero fue un bulto. Luego un tumor. Le hicieron una biopsia. Le quitaron parte de la mama. Se le deformó la silueta. Se le cayó el pelo. Y las cejas. Pero se levantó tras cada golpe. Por ellos. Por amor.
La quinta. La más dolorosa. La que nadie veía. A los cuarenta. Una gran cicatriz que le cruzaba el corazón. El amor perdido. La traición. La soledad.
No le guardaba rencor. Nunca tuvo valor. El sí. Sólo le dejó un dolor crónico.
Las cicatrices eran la historia de su vida.
Ahora el cristal le devolvía lo que le había dado.
Arrugas y cicatrices.
Y la belleza de la serenidad.
O la pena.