Era el segundo día del mes de Agosto de 1999; un lunes para ser más preciso. El calor en el Hospital venía siendo insufrible, incluso para los que no estabamos enfermos, y la actividad se había reducido al mínimo. Todos buscabamos santuario contra el calor en el quirófano, donde el aire acondicionado es tan potente que hay quien tiene que ponerse bata para evitar las tiritonas.
Estando allí, a eso de las nueve de la mañana, recibí una llamada desde la Subdirección Médica. Era la secretaria de la Comisión de Docencia que, como hacía todos los años, quería que me hiciera cargo de cuatro estudiantes extranjeros que iban a pasar un mes entre nosotros. Evidentemente, no me asignaban a mí esta tarea por ser el profesor de mayor rango en el hospital – sólo era un profesor asociado -, sino porque era uno de los pocos que permanecían en la institución en aquellas fechas y que dominaba suficientemente el inglés como para que los estudiantes pudieran comunicarse.
Tras colgar el teléfono, salí de aquel oasis del quirófano para adentrarme en el torrido calor de los pasillos semivacios y dirigirme a la primera planta. Al entrar en el despacho de la Subdirección lo primero que me llamó la atención fue la disparidad física de los individuos que me habían sido asignados: una espectacular y sonriente mujer rubia, casi albina, de indudables rasgos nórdicos y tres chicos con cara de asustados y rasgos entre árabes y mediterráneos.
Les saludé uno por uno e, inmediatamente, me di cuenta de que ella se defendía perfectamente en inglés, de manera fluida y elocuente, mientras que ellos tenían más dificultades y solían expresarse con frases cortas o monosílabos ante mis preguntas. Ella era de Noruega. Ellos de Egipto. Yin y yang. Noche y día. Fuego y Tierra. Me lo temía, allí iban a saltar chispas.
Salimos del despacho y, cómo no, volvimos al quírófano. ¿Qué otra cosa podía hacer? Con tanto calor y siendo cirujanos con quienes pensaban hacer la rotación, lo lógico era llevarles al quirófano. Una vez dentro del área de médicos les interrogué por su experiencia con la Cirugía y dentro del área quirúrgica. La chica noruega inmediatamente me dijo que había hecho la rotación en Cirugía General ese mismo año y que su padre, con él que se veía de vez en cuando, era traumatólogo. Vamos, que estaba familiarizada con el ritual. De ellos, escasamente pude obtener un par de palabras que reflejaban más timidez que desconocimiento.
Llegado a este punto, me dispuse a entregarles un pijama de quirófano a cada uno para que se cambiaran y entraran conmigo a ver una cirugía. Uno tras otro fui poniéndoles en la mano aquella prenda que me pareció adecuada según su talla, mientras les indicaba donde estaba el cuarto de baño y la ducha para que se cambiaran.
Casi sin mediar palabra y sin que a los pobres chicos egipcios les diera tiempo a retirarse o a desviar la vista, la estudiante noruega cruzó los brazos por delante de su cuerpo, agarró el borde de su camiseta blanca y tiró hacia arriba hasta sacarla por la cabeza, dejando una bonita piel rosada a la mirada frontal de los otros tres.
A mí, que contemplaba la escena a espaldas de la chica y de frente a ellos, me pareció oir un crujido. Nunca supe si el sonido provenía de sus cerebros o de más abajo de su cintura. Pero recuerdo vivamente la descomunal apertura de las hendiduras palpebrales de los egipcios, que más parecían figuras pintadas, de esas que se ven en las galerías de las pirámides, que seres vivos.
El dos de agosto de 1999 no sólo lo ví sino que sentí como alguien estaba siendo golpeado por el Choque Cultural. Y comprendí la dificultad para la Alianza de Civilizaciones, incluso antes de que se inventara el término.