Sonó el teléfono.
– Toma, es para ti. No entiendo nada – me dijo extendiendo la mano para hacerme llegar el terminal
No tuve mucho que decir después del “Hello”, por innecesario. Una voz de mujer pronunciaba con dificultad unas frases al ritmo marcial que tienen los alemanes al hablar en otro idioma.
– ¿Quién era? ¿Qué quería?
– Ya no hace falta que saque los billetes para Stuttgart. Kurt ha muerto esta mañana.
El Prof. Dr. med. Kurt Steegmuller era el jefe del Departamento de Cirugía del Evangelisches Krankenhaus de Dusseldorf. Kurt era un gran amigo.
Estábamos a finales de 1993, en diciembre para ser preciso, cuando recibí una carta de un cirujano alemán del que nunca había oído hablar. Me llegó al Clínico. Resultaba que tras de leer uno de nuestros artículos en una revista había decidido ponerse en contacto para realizar, finalmente, lo que llevaba años planeando. En la carta se presentaba utilizando un español bastante primitivo y solicitaba mi ayuda para hacer una estancia breve, sólo un mes, en nuestro Servicio. «Por supuesto», contesté. Suelo ser breve contestando. Era un placer y un honor para nosotros. Y organizamos todo para que viniera.
Kurt aterrizó en Madrid en Marzo de 1994, un domingo por la tarde, con un frío seco del que te hace crujir hasta los huesos. Era su primera visita a España y estaba profundamente alegre. Se notaba en su entusiasmo por aprender el nombre de todo cuanto veía. Acababa de cumplir los 50; acababa de ser nombrado catedrático y jefe de cirugía. Esta visita “al país de las maravillas” era la recompensa a años de sacrificio y trabajo en la frialdad del hospital universitario de Colonia, donde había tenido que soportar como un tirano catedrático, con aspecto de robusto tirolés irredento bebedor de cerveza, bloqueaba su ascenso. Pero nada dura para siempre. Hacía ahora un año que, a pocos kilómetros de Colonia, había encontrado su triunfo. Es así. Somos simples. Todos los cirujanos sabemos que las noches de guardia sin dormir o las frustraciones del quirófano se olvidan cuando materializamos nuestra fantasía.
Aún hoy recuerdo como, mientras bebíamos en uno de esos típicos bares de la Gran Vía madrileña, me contó que llevaba un año recibiendo clases de español para prepararse para la visita. Como buen alemán había devorado toda la información posible para estar a la altura. No había que ser muy listo para saber que estaba disfrutando.
Durante un mes llegó siempre al hospital pronto, a las 8 de la mañana. Le recogía en el vestuario para que luego me acompañara a ver a los pacientes o al quirófano. Nuestras conversaciones eran una rara especie de jerga médica en castellano, inglés y algo de latín para la anatomía. Lo quería aprender todo y no mostraba desprecio por nada de lo que veía. Aún así, me sentía un poco avergonzado. No podía decirse que en los hospitales españoles fuéramos un ejemplo de organización según el estándar alemán. Sin embargo, a él no parecía molestarle; y me acostumbré. Pasamos tanto tiempo juntos que, día tras día, fuimos sintiendo eso que se llama amistad.
En Septiembre nos volvimos a ver durante el II Congreso de la European Association of Endoscopic Surgery que organizamos en Madrid. Su grupo presentó un par de comunicaciones sobre la colecistectomía laparoscópica y la colangiografía intraoperatoria. En eso estabamos en desacuerdo. El defendía su realización sistemática, yo la selectiva. De nuevo, tuvimos ocasión de charlar sobre trabajo, proyectos e intereses comunes. Esta vez, cuando llegó su momento de regresar a Alemania, me hizo prometer que al año siguiente me tocaría a mí visitarle en Dusseldorf.
Así fue. En la primavera de 1995 fue mi turno. Me recogió en el aeropuerto y me llevó a su casa. Pasamos desayunos charlando, mañanas de quirófano, tardes de visita y noches de juerga en una ciudad tan aparentemente aburrida como Dusseldorf. Paseamos por Colonia y visitamos el gótico Domo, en el que la oscuridad te hace temer que un jorobado se descuelgue entre las gárgolas en cualquier momento. Incluso llegamos a viajar a Suttgart, 4 horas al sur en tren a lo largo del Rin, con el pretexto de conocer a su mujer y a sus dos hijos. Curiosamente, seguían oficialmente casados, aunque en la práctica estaban separados desde hacía dos años. Pero había que guardar las formas por el trabajo (en el fondo los alemanes tampoco son tan diferentes). Eso no impedía que compartieran algunas actividades lúdicas en pareja.
La realidad es que íbamos a visitar un hospital donde pasar un día haciendo una de las cosas que más nos gusta a algunos cirujanos. Me refiero a operar. Había que aprender los aspectos prácticos de la intervención de Beger, o pancreatectomía cefálica con preservación duodenal. Y allí nos lavamos los dos, para ayudar a un colega en un caso de pancreatitis crónica con una masa en la cabeza del páncreas; sin la menor noción de alemán, salvo por el socorrido ich liebe dich, me las apañé para salir airoso después de 3 horas de asistir a unos de los procedimientos más complejos que se pueden realizar en cirugía abdominal.
Poco después de regresar de Düsseldorf, mi familia y yo hicimos las maletas y nos mudamos a Boston. Kurt me había deseado suerte esperando que nos volviésemos a encontrar, incluso para trabajar juntos, al regreso.
El contacto entre nosotros dos sufrió la interrupción propia de la distancia y de la ausencia de teléfonos móviles y de correos electrónicos de los que ahora disfrutamos. Durante más de medio año no supimos nada el uno del otro. Pero una mañana de Septiembre de 1996, en mi ausencia, sonó el teléfono en el apartamento 10D de la torre del Children’s Hospital en el 400 de Brookline Avenue. No esperábamos ninguna llamada. Al otro lado del teléfono una débil voz sonó en un pobre castellano: “Tengo un tumor en el cerebro. Me muero”.
Cuando regresé del trabajo en el hospital me encontré con la noticia de bruces, pero sin capacidad de reacción porque no tenía ninguna forma de contacto. Kurt ya no estaba en Düsseldorf. Sólo podía esperar a que volvieran a llamar.
A la mañana siguiente hubo una nueva llamada y en esta ocasión estaba esperando. Escuché una voz femenina hablando en inglés titubeante. Era la mujer de Kurt que me contaba como mi amigo había pasado cuatro semanas en Málaga, haciendo un curso de español. De repente, cempezó a notar algo raro. No sintió dolor, ni mareos, ni vómitos, ni lucecitas raras atravesando su campo visual. Lo que llamó la atención de Kurt fue que había olvidado nuestro idioma, todo lo que había aprendido, y que no podía pronunciar mi nombre. De vuelta a Alemania había consultado con sus colegas y en una resonancia magnética le habían diagnosticado un glioblastoma multiforme en el lóbulo temporal. Inoperable.
La noticia era dramática y necesitaban mi ayuda. Habían oído que en el Mass General había un sistema de haz de protones de la última tecnología para el tratamiento de los tumores cerebrales y querían apurar todas las opciones. Antes de colgar y pese al sufrimiento que le suponía a Kurt intentar hablar en español sin conseguirlo, cogió el teléfono para charlar. No tengo más que decir al respecto.
Mi compañero de fellowship Edward Mun, cirujano digestivo también, tenía un antiguo compañero de sus años en Yale que en aquel momento era “chief resident” de neurocirugía en el Mass. Esperamos a que nos llegaran las pruebas desde Stuttgart. Por correo urgente. Y con ellas bajo el brazo, y con nuestras credenciales de miembros de la competencia (el BIH se creó para luchar contra la supremacía WASP del MGH), nos fuimos a la Capilla Sixtina de la Cirugía Moderna. “Bad news. Dile a tu amigo que no es candidato al tratamiento con el haz de protones y que la radioterapia pueden realizársela igualmente en Alemana”. Y eso hice.
En Enero del 97 ya estaba de vuelta en España y Kurt había recibido el tratamiento con una respuesta CERO. Nada que no fuera esperable. A lo largo de semanas, a través de una de sus “amigas” de Dusseldorf y de mis llamadas a su casa de Stuttgart, fui enterándome del deterioro progresivo. Poco a poco dejó de moverse y después de hablar. Hubiera debido ir a verle para despedirme, porque incluso él lo pidió mientras pudo, pero su familia no estaba convencida de que aquello fuera lo mejor. Decían que era hacerle sufrir en vano.
Sonó el teléfono.
– Toma, es para ti. No entiendo nada – me dijo extendiendo la mano para hacerme llegar el terminal
No tuve mucho que decir después del “Hello”, por innecesario. Una voz de mujer pronunciaba con dificultad unas frases al ritmo marcial que tienen los alemanes al hablar en otro idioma.
– ¿Quién era? ¿Qué quería?
– Ya no hace falta que saque los billetes para Stuttgart. Kurt ha muerto esta mañana.
Era marzo de 1997, tres años después del comienzo.
El Prof. Dr. med. Kurt Steegmuller era el jefe del Departamento de Cirugía del Evangelisches Krankenhaus de Dusseldorf. Kurt era un gran amigo.