Me dediqué a perderte

El Dr. Klint recibió una carta.
No un correo electrónico.
Ni una mensaje de texto.
Ni un whatsapp.
Un sobre, con letras escritas a mano.
Con tinta azul.
«Mala letra» – pensó para si – «Esto tiene que venir de un colega»

No había remitente.
Sólo un «Gustavo Klint MD PhD» y el resto de las señas de su domicilio.
Se lo tomó con calma.
Se preparó un Cardhu en vaso ancho.
Con mucho hielo.
Y se sentó en el butacón para relajarse y abrir el sobre.

Se mesó el cabello, primero.
Luego se lo revolvió para después mirarse en el espejo.
Pasaban los años.
Pesaban las canas, pese a su cara de niño.
Un hombre.
Amante amado.
Un hedonista.
Alguien cuyo sofisticado gusto, medio vienés medio manchego, le había impedido compartir nada.
Que poseía un loft que podía parecer vacío.
Pero que estaba lleno porque le contenía a él.
Y tantos recuerdos del pasado.
Recuerdos de quien fue, es y seguirá siendo.
Hasta el final.

Abrió el sobre y miró en su interior.
«¡Coño!» – exclamó Klint, aunque nadie le oía.

La carta venía de Acapulco.
Dieciocho años después.
El pasado se hacía presente.
De nuevo.
Fue en 1997 la última vez que estuvo en México.
Lo recordaba vagamente.
Viajaba solo.
Había hecho noche en un hotel, próximo al aeropuerto de DF.
Dalí se llamaba el hotel.
Tuvo que esperar una conexión, aprovechando para recorrer la capital acompañado por un taxista que le habían recomendado.
Mariachis en la plaza Garibaldi.
El potrillo.
Luís Miguel en concierto.
Unos tragos rápidos en la Zona Rosa.
Un cajero automático cerca de Televisa.
Un paseo por debajo de la Virgen en una cadena mecánica.

Sin embargo, de su estancia en Acapulco había dos hechos que le impedían olvidar.
Un colega alemán había muerto ahogado en la playa del hotel.
De lujo.
Con socorristas.
No pudieron hacer nada por él.
Un congreso de cirujanos en Mexico y uno de ellos muerto.
En extrañas circunstancias.

La otra fue una sacudida mientras estaba en la cama.
No, no fue él empujando.
Fue un terremoto.
Todos a salvo entre los ricos.
Varios muertos entre los más pobres.
Como siempre.

Lo demás era un recuerdo nublado.
Se pasó los días flotando.
De mojito en mojito.
De tequila en tequila.

Hubo una noche en que cenó con un cirujano argentino, mientras veían lanzarse a los clavadistas.
Después tomaron un taxi.
Primero fueron a la ladera de la montaña, con calles de barro y casas bajas.
Luego a una enorme discoteca, de cristal, elevada en otra ladera que dominaba la playa.
Y bailaron y hablaron y bebieron.
Había muchos hombres y mujeres.
Pero no recordaba como regresaron al hotel.

Volvió a mirar la fotografía: «Gustavo Klint Jr.»

Brillaba como un diamante

Continuación de Wien, Babylon

Con el vaso en la mano, de Absolut «neat», avancé de una habitación a otra.
No había mucha luz.
Intentaba mantener el equilibro sin chocar.
Sin derramar ni una gota del líquido contenido en un vaso ancho y helado.
On the rocks.
Como mi alma.
Pero con gotitas de líquido transparente chorreando.
Como mis lágrimas.
Como mi ropa, empapada por la lluvia.

En Babylon.
Vestido, fui comprobando la carne desnuda como el mercader en la subasta.
Había mucha.
Toda expuesta.
Para consumir como amor rápido.
O con lentitud. Saboreándola
La música era fácilmente reconocible. Whitney.
El otro sonido, superpuesto, eran sólo jadeos y susurros.
Al oído.
En los oídos.
En el cerebro colectivo que gobernaba la fiesta.

De repente, me la encontré. También vestida.
Casi fue un choque frontal.
De trenes.
Ella no apartó la mirada de mis ojos.
Brillantes.
Febriles.
Como su corazón.
Pero no como mi alma.
La abracé.
Temblaba.
Ella no.
La cogí de la mano y me apartó en un rincón.

Sin miedo, se desnudó sólo para mis ojos.
Se sentó.
Separó las piernas.
Brillaba como un diamante.
En el infierno.

Wien – Babylon

Recorrí la Ringstrasse desde el Burggarten hasta Johannesgasse.
Llovía intermitentemente, pero daba igual.
Iba empapado.
El pelo me caía, liso, sobre los ojos.
Ni intentaba retirarlo.
Y las gotas terminaban resbalando por la cara.
Algo que odio.

Me metí a la izquierda, por Johannesgsse. Atravesé Hegelgasse y Schellinggasse.
No me crucé con nadie.

Viena estaba muerta.
Como todas las noches.
Los edificios con sus colores claros, pero sin vida.
Yo, totalmente de negro.
Con la piel morena.
Como todo vienés jovialmente expuesto a los rayos UVA.
Por algo me llamo Gustavo Klint.
El traje de lana en remojo.
La camisa de algodón, de cuello rígido y amplio.
Entre diseñador italiano y cirujano plástico español.

Cuando llegué a Seillerstätte, giré a la derecha.
En el número 1 estaba Babylon.
Llamé a la puerta.
Repetidamente.
Nadie contestaba.
Mientras, seguía lloviendo y yo seguía empapándome.
No soy un hombre tranquilo.
Me empezaba a impacientar.
Porque estaba seguro de que dentro había alguien.
Había gente.
Mujeres y hombres.
En Babylon.

Después de que un ojo se dejara ver detrás de una rejilla, la puerta se abrió.
¡Por fin!

La decadente atmósfera imperial estaba allí encerrada.
Sin sorprenderme, excepto por la música de Prince o de Sheena Easton.
O Whitney.
Era todo tan..kitsch.
Y ese olor, ese fuerte olor…

La barra parecía un sitio seguro para alguien como yo.
Me senté en un taburete.
Apoyé los codos y levanté un dedo.
El camarero no tardó en acercarse y preguntarme, en un alemán con acento turco, qué deseaba beber.

– Soda

De repente, noté que alguien se movía a mi lado.
Me estaba rozando.
Giré la cabeza.
Una mujer practicaba un lap dance sin ninguna pasión.
Con desgana.
De vez en cuando, dos tipos de cabeza rapada le metían billetes de diez euros debajo del conjunto que seguro que Victoria’s Secret había diseñado y vendido.

El camarero llegó con una botella y un vaso.
Le pagué, los cogí y me fui de allí, a dar una vuelta por el local.
Aquel triste espectáculo no conseguía quitarme el frío del cuerpo…

Continuará…

Klint, Gustavo Klint

El vuelo de 10:30 horas en un Airbus 340 desde Madrid a Sao Paulo me dio para conocer a mi compañera de asiento, una joven suiza que viajaba desde Ginebra.

La conversación empezó por algo normal; al irme a pasar la comida, la azafata golpeó mi copa de Rioja y todo el vino se me derramó por encima de los pantalones.

Empezaron las risas, las lamentaciones y los gestos de complicidad. Por supuesto que no dejé que me limpiara.

Poco a poco, el vino, el que ella bebía, no el que se me había caído encima del pantalón, empezó a obrar maravillas sobre su área del lenguaje en el cortex.

Se trataba de una “funcionaria” de las Naciones Unidades en viaje de trabajo. ¿En qué consistía su trabajo? me preguntaba. Desarme.

Esa mujer se dedica a convencer a los políticos de que deben abandonar la carrera armamentística y para ello se dirigía a Sao Paulo, en un viaje de día y medio, para reunirse con los representantes de países de la zona.

Tengo que reconocer que resulta extremadamente excitante compartir un largo viaje con una mujer dedicada al desarme. Pero al llegar al destino, pese a que me había dado la dirección de su hotel, no fui capaz de abandonar a mi amigo por ella.

– No es mi tipo – le dije como 007 a Vesper

– ¿Inteligente? – me preguntó sarcásticamente mi amigo.

– No, soltera – le respondí