Amor rápido

….Continuación de Reservado

Nos sentamos.
En la oscuridad del reservado.
Uno frente al otro.
Ella desnuda.
Completamente.
Con una piel luminosa.
Que seguía brillando.
Yo continuaba todavía empapado.
Pero me fui quitando la ropa.
Mientras, me miraba y me iba preguntando

– ¿Y qué haces aquí?
– De visita – casi adelantándome – No podía dormir.
– Parece que conoces el sitio.
– Nací en España. En la Mancha. Pero soy vienés. Mi familia es austriaca. Y vengo con frecuencia.

«Como Freud. O Winiwarter. O Buerger. Médico. Un médico vienés nacido en La Mancha» me recordé a mi mismo.

– ¡Qué interesante! – exclamó esa desconocida figura desnuda, de acento eslavo.

Y continuó – ¿Y cuál es el motivo de tu visita? ¿A qué dedicas?

«I was born.. I grew up» dijo Charles Dickens a través de David Cooperfield.

Quería saber la historia de mi vida.
¿Seguro?
¿De verdad quería?
Sin más.
Escuchar por escuchar.
Por conocer mis recuerdos.
Por oír como vaciaba mi memoria.
Una desconocida.
Sin otro interés.
Con nada que ganar.
Y nada que perder.

No lo pensé.
Me dispuse a descerrajarle mi vida.
A bocajarro.
La del caballero imperfecto.
Desde el principio.
Ella no parecía tener prisa.
Yo no quería amor rápido.

Echaba tanto todo de menos, que serviría para aliviar mi amargura.

Mi vida le iba a reventar en pedacitos, dentro de la cabeza y en el centro del corazón.

Continuará

Reservado

…. Continuación de Represión

Se había puesto de moda.
Entre las señoras.
Y las hijas.
Y los maridos.
Amantes.
Amados.
O no.

El cuero.
Y la seda negra.
Y las palmadas.
Aprendieron rápido los nombres.
Spanking lo llamaban.
Cuando leían.
Nombrando lo que no necesitaba nombrarse.
Organizando lo que no se organizaba.
Vocalizando.
O
Otra Historia de O.

Las pequeñas perversiones.
Como una plaga.
De gusto dudoso.
En polyester.
Para consumo.
En sesiones de tuppersex.
De búsqueda de complicidad con minúsculas sonrisas.
Como su ropa interior.
O de sexware.
Para consumo en grandes superficies.
Superficialmente profundo.
O profundamente superficial.

Y los chicos listos habían estado atentos.
Como los depredadores saben.
Todas sus presas pasarían por el mismo río.
Habría que esperar entre las estanterías.
Con un libro en la mano.
Ojeándolo.
Como leones entre cebras.
Con rayas que distraen.

Las dudas.
Las miradas esquinadas.
El leve temblor cuando cogen el libro.
Como un secreto compartido.

En eso estaba convirtiéndose también Babylon.
Y me costaba aceptarlo.

Ella se dejó llevar.
De mi mano.
Hasta un reservado.
Con algunos orificios en sus paredes
Para ojos en la oscuridad.
Pero no colmillos de vampiro.
Allí estaríamos a salvo.
De las largas manos.
Un sitio más tranquilo.
Donde ella me pudiera ayudar.
Y secarme.

– ¿Cómo te llamas? – me preguntó
– Gustavo – le respondí.
– ¿A qué te dedicas?

Continuará…

Los golpes, siempre por encima de la cintura

…Continuación de Licencia para matar

Mientras Gustavo cantaba, las señoritas seguían cruzando.
Desapareciendo.
Puerta tras puerta.

Gustavo las perseguía discretamente.
Con la mirada.
Extremadamente delgadas.
Sin caderas.
Estrechas.
Con su inherente gelidez, seguía entonando canción tras canción.
Y, simultáneamente, fijándose.

Hasta que, por fin, cayó.
No sólo quien le había abierto la puerta.
Mujeres que eran hombres.
U hombres que eran mujeres.
Hombres que eran mujeres, que eran mujeres que gustaban a hombres.

«you’ll find a god in every golden cloister
and if you’re lucky then the god’s a she»

Klint estaba anticipándose.
Qué más daba.
Algunos gustaban de la situación.
Y mucho.
Sin embargo, el mundo exterior no había madurado.
Lo suficiente.
Era 1993, en Hong Kong.
Y la orientación sexual, fuera, todavía, no era opcional.
Eso no pasaría hasta el siglo XXI.

El estaba allí por otra razón.
Otros juegos.
Jugaba más fuerte.
A una especie de ajedrez.
Un juego de inteligencia.
Y poder.
En el que los golpes se daban siempre por encima de la cintura.

Ahora bien, para que negarlo.
Le gustaba mirar este otro juego.
Comunicación.
Metiéndose en los demás.
Y controlarlo.
Pero, las reinas que se movían por allí no le excitaban.

No como a Lian Xi.
Uno de los mejores pilotos de Taiwan Airlines.
Ejemplo en la profesión.
Hombre de familia.
Pero siempre entre Europa, el Medio y el Lejano Oriente.
Y Hong Kong le ofrecía refugio.
En un trabajo rutinario, que le había desequilibrado.
Agrietado por dentro.

Se detenía allí en el camino de vuelta desde Europa.
Semanalmente.
Antes de volver a Taiwan.
Alcohol.
Mucho.
Tanto como para adormilarle.
Le ayudaba a que el tiempo volara.
Entre segmentos.
Borraba la memoria de acceso temporal.
Y obtenía otra diversión.
De la que no se encontraba fuera.
Al menos en la cantidad que Lian necesitaba.

Continuará…

Represión

…Continuación (de Brillaba como un diamante)

Sentí una enorme decepción.
Incluso en Babylon.
Se habían infiltrado.
Caperucita y el reprimido de Grey también.
La empatía afectiva tiene la culpa.

La represión es infinita.
Entre los humanos.
Y los reprimidos son un universo.
La frustración y la oscuridad de sus deseos les lleva a cometer horrendos crímenes.
Que esconden.
Los cobardes viven fingiendo.
Fingiendo bondades de las que carecen.
Y dando lecciones al resto.
O lo contrario.
Los valientes se atreven.
Las exhiben ante el mundo.
Incluso en orgías de violencia masiva.

Y más algunos…
Uno terminó creando campos de exterminio masivo.
Y justificándolo.
Otro, secuestró la inocencia y la torturó durante años.

Lo conocía bien.
Mi infancia.
Entre amigos y conocidos
En el colegio.
Los reprimidos me habían perseguido.
Y ahora.
En mala hora.
Ahora la represión era mercancía.
Para consumo masivo.
En una gran superficie.

El sonido bombardeaba las paredes.
Haciéndolas vibrar.
De repente, se levantaron varias cabezas.
Los intangibles efectos de una voz.

Got me looking so crazy right now
«Oh oh, oh oh, oh oh oh no no..»

Me acerqué de nuevo a ella.
Con la mano izquierda, me ajusté la cinturilla del pantalón.
Y extendí la otra, para ayudarle.
Ella se levantó.

Salimos del cuarto.
A media luz.
No quería seguir escuchando.
Me traía malos recuerdos.
Terribles recuerdos.
De decepción.
Y dolor.
Dolor que tenía que ahogar.
Como fuera.
Con quien quiera.
En cualquier sitio.
Menos allí.

Continuará…

Licencia para matar

…Continuación

No había sido casualidad.
Entrar en esa calle.
Caminar esa acera.
Sortear a los miles de cuerpos.
Concentrados
Por centímetro cuadrado.
Llegar hasta aquel edificio.
Encontrarse delante de «New York»
Conocer la contraseña.
Y entrar.
Al karaoke.
Y cantar.

A Klint le dijeron que le encontraría allí
Solía pasar las noches.
Cuando hacia parada técnica, en sus vuelos con un Boeing 747.
Encerrado en alguno de esos cuartos.
Con alguien de su tripulación.
Bañados en alcohol.
Y música.
Casi vivía allí.

Aterrizar en Kai Tak no era fácil.
En el primer vuelo menos.
Dejaba Taipei a las 6:30 am.
Llegaba a Hong Kong a las 7:00 am
Había que parar el Boeing 747-400 en la pista.
Estaba acostumbrado a hacerlo en la 13.
A tiempo.
Y seguro.
Sin terminar en la bahía de Hong Kong.

Intentaba entrar alineado.
Después de virar.
Eso era si no había tormenta.
Aunque de vez en cuando, el ordenador le avisaba del peligro.
Intentaba no escorarse entre edificios.
Con el viento cruzado.

Empujaba el tren de aterrizaje a 150 nudos.
Contra el suelo.
Y les daba tiempo a frenarlo.
Frenos.
Thrust reversal
Todo menos sobrepasar el final de la pista.
Que apuntaba directamente al mar.

Porque ¿qué pasaría si terminara en al agua?
Muy probablemente, a los pasajeros, nada.
El servicio de rescate de Kai Tak estaba siempre alerta.
Porque conocían el riesgo.
Había planes para trasladar el aeropuerto a otro isla
Pero mientras, si se cayera un aparato a la bahía, se perdería todo el cargamento que transportara
Y un Boeing 747-400 transporta mucha carga.

Su objetivo parecía frágil.
Un pequeño cuerpo.
Asiático.
De Taiwan.
Era un piloto entrenado en el ejercito.
Durante años y años.
En F4 norteamericanos, vendidos para proteger del peligro continental.
Hilarante.
David contra Goliath.

Klint le había visto en fotografías.
En todo tipo de posiciones y posturas.
En vídeo.
En situaciones de las que no se nombran.
Memorizó cada rasgo.
Gesto.
Ademán.
Para distinguirlo de otros 5 millones.
Que a él le parecían absolutamente iguales.
Y cuyos rostros le parecían mudos.
No le decían nada.

Pero pese a sus diferencias, tenían cosas en común.
Klint y el piloto.
Pilotar, como operar, es tener una licencia para matar.

Continuará…

Obsesionado

Continuación…

I want to feel your heart and soul inside of me
Let’s make a deal you roll, I lick
And we can go flying into ecstasy
Oh darling you and me
Light my fire
Blow my flame
Take me, take me, take me away

Y Gustavo siguió susurrando.
Obsesionado.
Haciendo las segundas voces.
Para que no le escucharan detrás de las puertas.
Hasta que la canción se apagó.

Mientras aparecía un avance de la siguiente música, pensó.
Poco.
Porque no estaba convencido.
Ni de humor.
Ni en su mejor momento.
Pero pensó.

Tenía que obtener la información que le pidieron.
Era lo que le había llevado allí.
A un karaoke.
En Kowloon.
A cubierto por una estancia.
En un departamento de cirugía.
Como un brillante académico.
Como él.
El doctor Gustavo Klint.

Le habían convencido.
Según todos, era el más adecuado.
Porque nadie iba a sospechar de un cirujano de su prestigio.
Dedicado afanosamente al trabajo.
Al estudio.
A la investigación.

Pero estaba desconcertado.
Y al cantar, sentía que le temblaba la voz.
Aunque lo había calculado todo y medido todo.
Carecía de control.
Su control.
Esa capacidad de mantenerse impasible, cuando cualquier otro humano se hubiera roto.
Nunca le había temblado nada.
Ni las manos.
Ni ninguna decisión.
Incluso las erróneas.

Ahora.
De repente.
Se encontraba desarmado.
No conseguía leer a los nativos del lejano oriente.
Sus caras le resultaban un borrón.
No podía ejercer su incomparable capacidad de copiar.
Gestos.
Expresiones.
Acentos.
Palabras.
Deseos.
Ideas.
Habitualmente, las utilizaba contra sus creadores.
Klint devolvía las palabras e ideas ajenas como arietes.
A la corteza prefrontal en los hombres.
A la amígdala en las mujeres.
Pero ahora no podía.
En Hong Kong era imposible.
Un ser proteiforme sin patrón que copiar.
Sin cultura que asimilar.
Sin sentimientos identificables que poder fingir.
Se encontraba absolutamente desarmado.
Y obsesionado.

Un hombre que él había tomado por mujer.
Mujeres que no hacían ruido al caminar.
Humanos entregados a sus perversiones en silencio.
El Dr. Klint se encontraba en la nada emocional.

Así que volvió a cantar.
Obsesivamente…. And I go back to black…

Continuará…

Karaoke

Continuación…

Al final, Gustavo encontró lo que buscaba por las calles de Kowloon.
Cualquier observador hubiera creído que estaba desorientado.
Eso parecía.
Un turista accidental.
Accidentado por el mal olor.

Era un karaoke.
Un karaoke en Hong Kong.
¿Un karaoke cualquiera?

Se fijó en los anuncios de neón.
Parpadeaban «New York».
No había duda.
Eran llamativos.
Mucho.
En rojo.
Verde.
Azul.
Amarillo.
Sería por sus prejuicios, pero tanta colorín le hacía desconfiar.
No podía cambiarlo.
Todos eran iguales.
Y allí era donde le habían citado.

Descendió unos cuantos peldaños, hasta los bajos del indistinguible edificio de paredes grises y ventanas, y sábanas colgadas, que formaba parte del panal.
Y lo hizo con miedo.
Con el corazón a 210-edad.
Caminó unos cuantos metros.
Guiado por el neón.
Hasta que se encontró ante una puerta negra.
A la altura de sus ojos había un pequeño ventanuco.
Reforzado por una barras.
No era una señal muy favorable.
Al contrario.

Llamó al timbre.

Abrieron la pequeña ventana.
Y le miraron dos ojos negros.
Rasgados.
Femeninos.
Con pestañas cargadas con pelotones de máscara negra.
Como cuentas.
«New York, New York» susurró Klint.
Sonó un ruido metálico.
Le dejaron pasar.
Con la puerta sólo entreabierta.
Para que no se escapara nada.
O no entraran.

Al principio, al mirar a través de la ventana, había creído que era una mujer.
Por los ojos.
Pero pese al maquillaje, sus rasgos y un picudo bulto en la garganta le delataban.
Era tan delgado que el vestido negro ajustado no le tocaba la piel.
¿Sería filipino?
O Jackie Chan.

Sin dirigirle palabra, con un gesto de las manos, le indicó el camino.
Y Klint se olvidó del olor.
Y del asco y del miedo juntos.
Sin esperarlo, se encontró en una plaza muy transitada.
Un gran espacio circular.
Allí se abrían unas veinte puertas translucidas.

Dejaban intuir figuras detrás de ellas.
En diferente número.
En distintas posiciones.
Y figuras vestidas de largo y de negro caminaban de puerta en puerta.
Con pasos cortos.
Y desaparecían tras de ellas.
¿Nadie quería ser visto allí?
O identificado.
Para él no hubiera habido diferencias.

Y en el centro del gran espacio, una pantalla de vídeo, un escenario y un micrófono montado sobre un trípode.
Todo en silencio.
No se escuchaba nada.
Ni siquiera los pasos.
No parecía un karaoke.

De repente, pensó que iba demasiado casual.
No le habían dado indicaciones.
Las mujeres llevaban trajes negros.
Largos.
Con tirantes que dejaban ver sus hombros.
Y sus clavículas
Y sus cuellos blancos, cubiertos de polvos de arroz, expuestos intermitentemente con los movimientos del cabello de sus medias melenas.
Lisas.
Negras.
Cortadas por el mismo estilista.
Con el mismo largo.
A lo mejor debería haberse puesto a Zegna y Ferragamo.
Pero hubiera sido un disgusto manchárselo de vómito.

Su acompañante le indicó, con gestos suaves, que debía subirse al pequeño escenario.
Le indicó el micrófono.
Klint dudó. Pero terminó cogiéndolo.
Recibió un signo de aprobación.

Y en la pantalla apareció un vídeo y comenzó a sonar la voz de Gladys…

Continuará…

Todo lo que necesito es todo

Continuación…

No pudo evitarlo.
Salió corriendo con la mano izquierda cubriéndose la boca.
Se apoyó contra la esquina de un edificio.
Sintió una contracción en el estómago.
Un deseo de salir de si.
Y entre arcadas, vómito el desayuno.

«¡Cómo odio perder el control!» – se recordó.

Más que el asco, lo que le preocupaba era haberse manchado.
Ver que no le alivió.
Sin duda.

Más pálido y algo débil, pero sin la angustia, Klint continuó su visita.
Más como un caballero británico que como un estricto vienés.
Al servicio de su graciosa majestad con todos sus ceros.
Afortunadamente, el olfato iba acostumbrándose.
No así la dificultad para respirar vapor de agua.
Tibio.
Del que empaña los cristales de la ducha.
O los cristales de los coches aparcados en los descampados.
Aunque era ese olor, casi pútrido, de una estrella de mar corrompida, el que no podía soportar.

Klint pronto se percató de que su propia palidez no era llamativa.
Nada de nada al compararse con las caras de los jóvenes que se apretaban por las calles.
Una ausencia total de sangre en el rostro.
O de vida en su expresión.
Podrían haber sido muñecos y muñecas.
Como la suya.
La que tenía en casa de niño y con la que le gustaba jugar.
Peinarla.
Acariciarla.
Pero ahora de ojos rasgados.
U operados para parecer occidentales.

Recuperado, y sin miedo a perderse, pronto se aventuró por las callejuelas laterales.
Repletas de ancianos arrugados, sentados en cajones.
En las puertas de sus tiendas.
Donde todo parecía venderse a bajo precio

«Todo lo que quiero es todo» – murmuró

No iba a dejar de probarlo.

Continuará…

Un paseo por Kowloon

Era agosto de 1993.
Todavía bajo la tutela de la capital del Imperio.
Gustavo Klint había llegado a Hong Kong vía Schipol, cansado y aturdido por el cambio horario.
Iba a pasar dos semanas de aprendizaje.
Con un reputado cirujano.
Como una minoría.
Pero con un ídolo para él.
Desde que era residente y leía sus artículos en el British Journal of Surgery.
Nadie obtenía tan grandes resultados en la cirugía esofágica.
Ni los japoneses.

Al bajar del Boeing 747 de Cathay le guiñó un ojo.
Quizás eso mismo le pasó a Ralph Fiennes.
Fue en Quantas. Años después.

En el mismo aeropuerto, lo tuvo claro.
Clarísimo.
Allí se iba a ahogar y no sólo por la humedad.
El aíre era caluroso y denso.
Excepto en los edificios.
Por los chorros de aíre acondicionado.
Allí, el sudor era gélido.
Como sus sonrisas de bienvenida.

Sin título

Aunque años más tarde los aviones dejaron de aterrizar entre edificios, el perfil intimidante de su construcción se apreciaba incluso a distancia.
Eran altos.
Alargados y juntos.
Sólidos como una colmena.
Una gran colmena de colmenas.
Con sus obreras recorriendo caminos tortuosos.
Senderos sin gloria de día y desiertos en la noche.
Abarrotados con la primera luz de la mañana.
Todas juntos embarcando para ir de Kowloon and Hong Kong.
Desembarcando de vuelta y dejando de verse al anochecer.
Pero no había reina.
O al menos no era visible para los visitantes.
O la reina era el dinero.
O el poder.

Se alojaba en el Kowloon Shangri-La.
Y desde la ventana de su habitación podía ver la bahía y la isla de Hong Kong.
Los ferrys yendo y viniendo, con sus luces penduleantes.
Durante el anochecer.
Juguetes flotantes.
También los juncos con sus fiestas privadas, con turistas mareados vomitando entre tiburones.
Y lujosos yates cargados con ricos asiáticos y británicos, acompañados o solos, de camino a Macao.
A violar la prohibición.
A jugar.

Se metió en la cama desnudo.
Las sábanas eran muy suaves.
Blancas.
Una sensación para su piel.
No resistió al cansancio que, en forma de dolor de cabeza, se apoderó de él.
Entornó los ojos.
Se rindió.

El primer día encontró la ropa más ligera en la maleta.
Era domingo.
Esperaba perderse por las calles de la península de Kowloon.
Por sus plazas y parques.
Restaurantes. Chinos. Y tiendas callejeras.
Salones de té.
O karaokes.
Y pasar desapercibido.
Sonriendo.
Entre la gente.
Acariciando el jade en el mercado.

Al principio, como estaba previsto, le costó inspirar un aire tan denso.
Pero se fue acostumbrando.
Hasta que empezó a sentir algo en el estómago.
No llevaba ni veinte minutos recorriendo las calles.
Era entre asco y vacío.
Un olor fétido para un vienés fino.
El pescado seco.
A la vista y colgando de cuerdas.
Al alcance de cualquiera.

Continuará…

Me dediqué a perderte

El Dr. Klint recibió una carta.
No un correo electrónico.
Ni una mensaje de texto.
Ni un whatsapp.
Un sobre, con letras escritas a mano.
Con tinta azul.
«Mala letra» – pensó para si – «Esto tiene que venir de un colega»

No había remitente.
Sólo un «Gustavo Klint MD PhD» y el resto de las señas de su domicilio.
Se lo tomó con calma.
Se preparó un Cardhu en vaso ancho.
Con mucho hielo.
Y se sentó en el butacón para relajarse y abrir el sobre.

Se mesó el cabello, primero.
Luego se lo revolvió para después mirarse en el espejo.
Pasaban los años.
Pesaban las canas, pese a su cara de niño.
Un hombre.
Amante amado.
Un hedonista.
Alguien cuyo sofisticado gusto, medio vienés medio manchego, le había impedido compartir nada.
Que poseía un loft que podía parecer vacío.
Pero que estaba lleno porque le contenía a él.
Y tantos recuerdos del pasado.
Recuerdos de quien fue, es y seguirá siendo.
Hasta el final.

Abrió el sobre y miró en su interior.
«¡Coño!» – exclamó Klint, aunque nadie le oía.

La carta venía de Acapulco.
Dieciocho años después.
El pasado se hacía presente.
De nuevo.
Fue en 1997 la última vez que estuvo en México.
Lo recordaba vagamente.
Viajaba solo.
Había hecho noche en un hotel, próximo al aeropuerto de DF.
Dalí se llamaba el hotel.
Tuvo que esperar una conexión, aprovechando para recorrer la capital acompañado por un taxista que le habían recomendado.
Mariachis en la plaza Garibaldi.
El potrillo.
Luís Miguel en concierto.
Unos tragos rápidos en la Zona Rosa.
Un cajero automático cerca de Televisa.
Un paseo por debajo de la Virgen en una cadena mecánica.

Sin embargo, de su estancia en Acapulco había dos hechos que le impedían olvidar.
Un colega alemán había muerto ahogado en la playa del hotel.
De lujo.
Con socorristas.
No pudieron hacer nada por él.
Un congreso de cirujanos en Mexico y uno de ellos muerto.
En extrañas circunstancias.

La otra fue una sacudida mientras estaba en la cama.
No, no fue él empujando.
Fue un terremoto.
Todos a salvo entre los ricos.
Varios muertos entre los más pobres.
Como siempre.

Lo demás era un recuerdo nublado.
Se pasó los días flotando.
De mojito en mojito.
De tequila en tequila.

Hubo una noche en que cenó con un cirujano argentino, mientras veían lanzarse a los clavadistas.
Después tomaron un taxi.
Primero fueron a la ladera de la montaña, con calles de barro y casas bajas.
Luego a una enorme discoteca, de cristal, elevada en otra ladera que dominaba la playa.
Y bailaron y hablaron y bebieron.
Había muchos hombres y mujeres.
Pero no recordaba como regresaron al hotel.

Volvió a mirar la fotografía: «Gustavo Klint Jr.»