Esta otra columna fue publicada por Diario Médico en 2009. Se trata de una reflexión sobre como la reforma sanitaria debe centrarse en la mejora de la relación médico paciente-mediante la tecnología:
Secularmente, todos los sistemas sanitarios se organizan sobre el pilar de la actividad clínica denominado relación médico-paciente, que evidentemente ha evolucionado en el pasado siglo hacia una mayor complejidad y calidad científico-técnica. Aun así, sigue tratándose de una relación bidireccional 1:1, 2:1, 3:1, incluso 10:1, que consume todo tipo de recursos intensivamente. Por tanto, resulta fácil deducir que ese acto, cada vez más demandado, es altamente costoso e ineficiente. Las razones son múltiples: la inflación entre el crecimiento en el número de pacientes y la complejidad de sus enfermedades y el aumento de la cantidad de profesionales cualificados disponibles; el aumento de salarios de los profesionales sin el equivalente incremento de su productividad; la inadecuada introducción de terapias; el envejecimiento de la población; el aumento de las enfermedades crónicas, y la mayor demanda de los ciudadanos.
Claro que no recuerdo un tiempo en que esa preciada joya, la relación médico-paciente, no estuviera en crisis. Si en algún momento no la hubo es porque no había una conciencia clara de que había que garantizarla de manera universal, no sólo por justicia individual sino por interés social. En realidad, la asistencia sanitaria es un asunto de seguridad nacional, cuyo valor crítico para la riqueza y el funcionamiento de un país sólo es reconocido públicamente cuando surge la amenaza de una pandemia como la que vivimos actualmente.
Según la OCDE, Estados Unidos gasta más del 16 por ciento de su PIB en atención sanitaria. Su modelo está en crisis y el presidente Barak Obama pone como ejemplo deseable el sistema español. Alemania supera el 10 por ciento. También está en crisis. España llega al 8 por ciento y decimos que el modelo no es sostenible. Así que ni el modelo Bismark ni el Beveridge ni el norteamericano, ni siquiera duplicar el gasto, sirven para superar ese estado crónico al que nos gusta llamar crisis. Así que les desanimo a pensar que bien mediante la contención del gasto o, justo lo contrario, incrementando la cantidad de recursos dedicados a la sanidad, vamos a llegar al sistema sanitario perfecto.
Miren a su alrededor. Somos la única especie que consume ávidamente con el fin de aumentar su calidad de vida. También lo hacemos de manera compulsiva con la sanidad, y si no la obtenemos en el tiempo y forma que deseamos, calificamos el evento de intolerable e injusto. Los servicios de urgencia crecen y crecen, tanto en países con buena atención primaria como en aquéllos que no, porque el primer nivel no está diseñado para responder a las demandas actuales del ciudadano. En realidad, la gente quiere ser escuchada, vista, explorada, diagnosticada y tratada ya. Ignorar las tendencias sociales y pensar que por indicaciones políticas o profesionales van a cambiar los comportamientos es a la vez cándido e inútil. Vivimos en la sociedad de la inmediatez, con comunicación y gratificación instantánea. Cada vez nos conformamos menos y queremos soluciones buenas e inmediatas al menor coste posible.
Calidad subjetiva
Lo cierto es que llegados a un determinado umbral de riqueza, la calidad pasa a ser un asunto subjetivo. Además, el impacto del progreso científico-técnico es marginal en los resultados de salud y transitorio en la valoración del ciudadano. Por ello no es suficiente con buscar la excelencia científico-técnica en la forma actual de la relación médico-enfermo, ni en su gestión, sino que tenemos que repensar e innovar la prestación de los servicios sanitarios con el fin de mejorar la accesibilidad y la calidad percibida.
Ahora todos se preguntarán ¿y cómo lo hacemos? En el actual intento de reforma sanitaria estadounidense la propuesta ha sido utilizar las tecnologías (fundamentalmente TIC) para aumentar la eficiencia del sistema y generar valor añadido. Y allá va el dinero para tecnología. Pero en mi opinión, ese esfuerzo Obama es insuficiente por superficial. Mi propuesta es utilizar la tecnología para transitar de una relación médico-paciente orientada a los profesionales a otra centrada en los ciudadanos. Hay que favorecer la innovación disruptiva sobre la innovación sostenida y así eliminar las rutinas que parasitan los actos médicos y convertir lo complejo en simple, no en más complejo. El fin es usar la tecnología para lo que sirve, para lo científico-técnico, y reservar más tiempo médico a aquello que los enfermos necesitan, lo que produce calidad percibida (sobre su propia salud), lo humano. Básicamente, porque los profesionales ya no tenemos otra opción para aumentar nuestra productividad (y si lo hacemos es disminuyendo la calidad del servicio), tal como expuso el neokeynnesiano William Baumol con su “enfermedad de los costes”.
Cierto que para acometer una empresa así necesitamos primordialmente liderazgo intelectual y profesional, porque no es fácil reingenerizar nuestros procedimientos clínicos, tal como se aplican ahora sobre la plataforma de la clásica relación presencial médico-paciente, y traer la tecnología para aliviarnos de la carga de ineficiencia que la impregna. Pero el liderazgo no debe ser sólo de los profesionales, porque este cambio encuentra numerosas barreras para su desarrollo: culturales (de ciudadanos y profesionales), económicas, políticas, legales y técnicas.
Combinar excelencia y sostenibilidad del sistema a largo plazo dependerá de la innovación en su esencia: la relación médico-paciente. De otra manera, inyectar dinero en gestión, investigación o tecnología sólo nos llevará a bombear nuevas burbujas.