Le miró a los ojos por encima de la mascarilla, a cubierto por el gorro de quirófano que, a modo de chapela, se calzaba en la cabeza.
El era el asesino de leyendas.
O así le llamaban, porque en su delirio autorreferencial vivía convencido de que sus destrezas quirúrgicas, como disectores moleculares en la punta de sus dedos, podían terminar con el azote del cáncer.
“La cirugía es solo una muestra infinitesimal de mi desmesurado talento”.
Ella era su instrumentista.
Literalmente.
Cuidaba de sus instrumentos.
La novia de Frankenstein.
Su mirada le abandonó.
Por el final de su espalda.
De la de ella.
Y ella se sintió succionada por el vacío, como si ya no existiera.
El próximo objetivo era su ayudante.
“Sé lo que vas diciendo por ahí, pequeño traidor.
Pero mi complejo de superioridad es mejor que el tuyo”.
Y siguió desmontando a otro ser humano, como si no lo fuera.
Él.