Rut

Rut, por qué me haces esto? √√

Me abandonaste, como a un pobre
animal

No tuve la culpa √√

Ya no valen las excusas

Deja este estúpido juego √√

Fui tu compañera fiel

Olvídate de mi √√

De ninguna manera

Sabes lo que te juegas? √√

Me quedé esperando su contestación durante un tiempo interminable, pero sin recibir ningún mensaje. Por más que miraba la pantalla, no había ninguna señal que indicara que estaba conectada a la aplicación. Me empezó a doler la cabeza mientras amontonaba dentro, a un ritmo frenético, todo tipo de posibles explicaciones y alternativas.

Rut, compañera fiel en hebreo, una mujer rubia, proprocionadamente alta y desproporcionamente inteligente, había sido la única persona en la que había confiado desde que coincidimos en un curso de predictive programming, nada más terminar la universidad. Sin contar con mis padres. Afortunadamente, conseguí que viniera conmigo cuando la petrolera me puso al frente de su departamento de recursos humanos en el Golfo de México. Vivimos mucho y bien, durante muchos años. Me ayudó a mantener el equilibrio cuando todo parecía tambalearse y a deshacerme de tantos hombres que no terminaban de entender que los juegos juegos son, una vez que me quitaba la peluca negra y soltaba las cadenas. Fuimos inseparables hasta justo después de aquel concierto de Alejandro Fernández en Madrid.

Bruscamente cambió. Empezó a juzgarme. Me recriminaba un estilo de vida con el que ella había sido cómplice.

Satanás

Y llegó una nueva vibración.

«No hay nada más triste que
el silencio y el dolor»

¡Eres tú! √√

Ya no pude contestar más. Habían desaparecido todas mis dudas, mágicamente, porque sólo una persona utilizaría un mensaje así para desvelarme su identidad y, simultáneamente, desarmarme. Era irrelevante preguntar cómo había dado conmigo, ni quién le había dado mi número de teléfono. No cambiaría nada.

Esa línea de una canción que cantó Miguel Gallardo hace tanto tiempo, «No hay nada más triste que el silencio y el dolor», a mi sólo me recordaba la voz de Alejandro Fernández. «Nada más amargo que saber que te perdí». Me daba igual la presencia de Christina en el vídeo.

Ese mensaje me llevaba de vuelta al 19 de Julio de 2014. Hacía mucho calor por las calles de Madrid, pero no tan agobiante como el que padecimos en Miami, sin esa humedad que asfixia porque hace denso el aire. Habíamos estado disfrutando una semana allí antes, entre «Plastic fantastic» y Art Decó. Desde que nos separamos en Nueva Orleans, sólo coincidíamos para estas aventuras.

Habíamos atravesado la península de la Florida en un Ford Mustang descapotable, a toda velocidad. Entre charcas, pueblos escondidos, prisiones de alta seguridad y carreteras a medio asfaltar. De Orlando a Coral Gables, pasando por Kissimmee. De Daytona Beach a South Miami Beach.

Teníamos un plan perfecto. Lo habíamos estado preparando durante días entre risas y cocktails, con noches de fiesta interminables y cirujanos plásticos con la mano de dios. Unos amigos comunes nos sirvieron de guía por la ciudad y llave de entrada a sitios donde no brilla el sol.

Habíamos coordinado nuestros vuelos, el hotel, los desayunos, las comidas y las cenas, incluso nuestras visitas a la familia, los besos, los abrazos y las lágrimas.

Nos habíamos empeñado en asistir al primer concierto de Alejandro Fernández en el Palacio de Deportes en Madrid, entre miles de otras mujeres que no disimularían su pasión por el Potrillo, la misma que sentíamos por lo que íbamos a hacer.

No te has olvidado?

Te recuerdo cada día √√ – me costó responder. Tenía un terrible sensación de opresión en la garganta.

Ahora estás en mi poder

No te entiendo √√

Ahora lo tengo todo de ti.
No podrás abandonar.

Lo siguiente fue un archivo. Era una foto del aeropuerto de Orlando antes de embarcar.

Dame tormento

Por mucho que me gusten los juegos, éste me intranquilizaba; desconocía las reglas. Y no era un maldito juego. ¡Joder! ¿Por qué? ¿Sólo por haberme apropiado de un iPhone 7? De ninguna manera. No era una broma inocente. Ni un error. Con mis fotos, las que nadie debería tener. Nunca he sido una mujer temerosa. Ni tímida. Ni condicionada por la vergüenza a exponerse. Lo mío es más un asunto de control.

La incertidumbre sobre la naturaleza de la partida era causa suficiente para que me encontrara incómoda y perdida. Peor era el hecho de no saber con quién estaba tratando. Me atormentaba

¿Debía abandonar? Seguro. Pero no podía porque ni siquiera dependía de mi. A la vez, algo dentro me impulsaba a seguir investigando para conocer la verdad. Porque si no, nunca descansaría, no habría un momento de paz en mi cabeza.

¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Quién? Quizá debía volver mi memoria hacia Nueva Orleans, a aquellos años en los que vivía sólo para experimentar. ¿Cómo recordar algo que se remonta casi quince años atrás?

La memoria la guardo en cajas exóticas, como los zapatos, mis pendientes, los suéter, las fotografías en el ordenador o los expedientes sobre todas las personas que he entrevistado a lo largo de mi vida profesional. Todo, menos mis recuerdos, está en mi casa. Bueno, lo digital tampoco. En realidad reside deslocalizadamente en algún lugar de la República Checa, Brasil, Bélgica o la República Srpska. Todo codificado y clasificado. Incluso con una fotografía en el exterior de las cajas de zapatos, para saber lo que se esconde dentro sin tener que abrirlas.

Mis recuerdos son imágenes. No tienen texto, pero si contexto emocional, que resulta imprescindible para la atribución de significado. Y para hacerlos accesibles a los demás, si decido compartirlos. Además, todo tiene su orden. Cada caja está en mi armario mental. Son cajas de marfil, serigrafiadas con motivos que aluden a la naturaleza de los eventos que almacenan. Eso me hace muy fácil localizarlas en las estanterías que distribuyo en cuatro de mis lóbulos cerebrales, temporal derecho e izquierdo y parietal derecho e izquierdo. Los frontales los dejo libres. Esos son para crear y disfrutar. Allí sólo mezclo y elaboro conexiones para fabricar nuevas situaciones. No me gustan que me restrinjan, por ello simulo el futuro. Y al hacerlo, lo creo. Sólo vivo lo que ya ha funcionado en mi cerebro. De esa manera, no hay frustración, ni fracaso, ni desilusión.

Cualquier cosa que me ocurra, ya la he vivido antes. Por eso este juego me descentra…. ¡Dame tormento!

Sin dolor

Seguro que sabes que no es lo
mismo no sentir dolor que no
sentir
2:10

No entiendo lo que me dices
2:12 √

No sé quién eres. Ni dónde nos
conocimos
2:12 √

Me dices tu nombre?
2:12 √

Había llegado el mensaje justo después de que me hubiera quedado dormida encima del teclado. Agotada, tras pasar horas buscando pistas en servidores, en archivos compañías telefónicas y, también, en el «deep internet».

Me había despertado con la vibración. Y eso suele exaltarme. Las respuestas me salieron sin pensar. Estaba empezando a hartarme, a desesperarme, a rendirme.

La frustración fue creciendo según veía que no aparecían los dos «checks» en mis mensajes enviados. No habían sido entregados al dispositivo y el estado había desaparecido de la parte superior de la aplicación, justo debajo del número. Quien fuera, había apagado su teléfono. O se había quedado sin batería. O, simplemente, me estaba ignorando para que perdiera el control.Estaba perdida.

No me dolía nada, como siempre desde que recuerdo, pero podía sentir que me costaba meter suficiente aire en los pulmones.

De repente, me llegó una nueva fotografía.

Intercambio de piezas

Los mensajes me llevaban de regreso a Nueva Orleans, con el bobo, mi juguete para las fiestas en las que nosotras paseábamos a los corderos, desnudos, en silencio, con las pupilas dilatadas y centelleantes. En la oscuridad.

Una compañera de la Facultad de Psicología, con la que compartí tardes de estudio y noches de fiesta, solía decirme al darse cuenta de que me gustaba un chico, «Meralgia, no hay nada de malo en tropezar dos o más veces con la misma piedra. Lo malo es que te termines encariñando con ella».

Nunca me había pasado con las personas, desconfiaba. De hecho, a las que habían sido importantes en mi vida no les tenía especial aprecio, descontando a mis padres. Sin embargo, estaba empezando a sentir algo con esos malditos mensajes. O por lo que contenían. Me iban obsesionando cada vez más. Y como dice la canción: «Cuando crees en cosas que no entiendes, sufres».

Repentinamente, me sentí liberada. Hice lo contrario a lo que había estado pensando, teclee un mensaje en Whatsapp, «Qué quieres de mi?».

Es más simple preguntar lo que desconoces que torturarse imaginando. Ser directa tiene sus riesgos, pero esconderse muchos más.

– Lo que tú quieras darme – apareció en la pantalla bloqueada de mi iPhone 7, porque ya lo sentía mío.

– Cómo puede ser eso? – No esperé para contestar. Quería que aquello fuese algo más que el intercambio de mensajes inconexos. Si conseguía una conversación, mis habilidades, desarrolladas a lo largo de años de entrevistas profesionales, me ayudarían a descifrar el misterio.

– Es lo que llevas tú haciendo a los demás

– A qué te refieres?

– A que te conviertes en lo que los demás desean. Por eso eres tan buena en tu trabajo.

– Cómo conoces mi trabajo?

– Lo he experimentado – Por fin una clave. Había un vínculo por el que poder investigar.

– Pero qué tiene que ver eso con mis fotografías? y este teléfono?

– Lo irás descubriendo, porque ninguno de los dos queremos dejar de mandarnos mensajes.

– Me dirás tu nombre, al menos – estaba intrigada

– Nómbrame tú 🙂

Jaque a la reina

Mientras se descargaba el vídeo, concluí que la solución más conveniente, e inmediata, era dejar de darle vueltas y presentarme en una comisaría.

Todo problema complejo tiene una solución evidentemente simple y terriblemente errónea, porque «Señor agente, vengo a denunciar que he encontrado tres fotografías mías, en situación comprometida en Nueva Orleans, en un teléfono que estaba en el probador de una tienda. Ya no están porque las he borrado. Y además he recibido estos mensajes..» no parecía una sólida historia. Era más bien ridícula. Patética. Se reirían de mi cuando me diera la vuelta, después de soportar sus comentarios condescendientes.

No me quedaba otra que arreglármelas por mi cuenta. O esperar. Pero no soy mujer de actitud contemplativa.

Los días de pasión en Nueva Orleans quedaron en el pasado. Como mi trabajo en el departamento de recursos humanos de una gran petrolera «posh» que hacia extracciones en el Golfo de México. Y como el bobo aquel, que se creía la pasión entre Lestat y Louis como una acto de fe y repetía, monótonamente, el «llevo escuchando la misma historia durante siglos». Rememorándolo, me sorprendo a mi misma. No sé en qué estaba pensando entonces para dedicarle mi atención. Que era extraordinariamente hermoso ayudaba, pero lo mismo que una estatua, y se comportaba como tal. Por eso dejarle no supuso una tragedia. Casi ni se enteró. Yo tampoco. Estaba frío.

Sin embargo, en los clubs de Nueva Orleans era un cebo irresistible. Su carne llamaba la atención en el French Quarter. Igual que les ocurre a tantos otros que, disfrazados, recorren sus calles. Pero el bobo no necesitaba cubrirse con nada. Ni fingir que le gustaba el jazz.

El vídeo era breve, quince segundos, y mostraba la animada conversación de dos hombres en Bourbon Street. Sus rasgos no me eran desconocidos.

– No puedes imaginar quién soy – me volvió a escribir. Y luego vino una cadena de 6 mensajes. Uno detrás de otro, con su correspondiente vibración.

«No me has visto nunca»
«Pero llevo mucho tiempo observándote»
«Me has ignorado»
«Pero ahora ya no puedes hacerlo»
«Meralgia, sé todo de ti»
«Tengo las pruebas»

El final del vídeo era una imagen estática de un club. Esa fotografía también la tomó el bobo justo antes del fin de semana de Halloween de 2004. Pero, sorprendentemente, me había quitado del encuadre. Y ya se sabe que la perspectiva crea el orden, como la mirada la realidad.

Invisible

Aparqué el coche en el garaje y subí a la carrera. El ascensor estaba ocupado y yo tenía prisa por llegar a casa, encender el ordenador y empezar a buscar pistas. O explicaciones que me tranquilizaran.

No me encontré a nadie por la escalera, afortunadamente, porque su estrechez hace que no se pueda evitar mirar a la otra persona y saludarla. Me desagrada. Mucho. Soy socialmente una inadaptada pero, para mi tranquilidad, mis vecinos son pocos y raramente se dejan ver por el edificio de lofts en el barrio de Justicia de Madrid. Hay un pintor maduro y hippy, con muchas amantes jóvenes. Lo intuyo por las música, los grititos y los golpes recurrentes, pero breves, del mobiliario contra la pared que compartimos. Además, hay un poeta cinéfilo, de los que escriben críticas en revistas marginales y toman cafés en Fuencarral. O en Hortaleza. Y dos matrimonios jóvenes, de esos profesionales de éxito, con pinta de bohemios pero que conducen un Aston Martin. O un Jaguar.

Encendí el Mac, me aseguré de que la VPN estaba conectada y comencé a navegar de manera invisible. Una paradoja para una mujer que temía que sus fotos desnuda inundaran la red. De nuevo, sonó el teléfono con otro nuevo mensaje.

– ¿Me estás buscando? Ve a www.reddit.com y revisa las entradas con tu nombre.

Lo hice, incomprensiblemente, pero lo hice. Estaba segura de que mis movimientos no iban a ser seguidos. La IP de mi ordenador estaba oculta detrás de algún servidor localizado en cualquiera de 19 países y al que se conectaba aleatoriamente. Además, mis datos estaban siendo cifrados con una clave de 256 bits. Pero era poco probable que eso detuviera los ataques.

Primero pensé que no merecía la pena. Pero no aguantaba más. Sin pensarlo, tecleé «¿Quién eres?» y después de dudar durante unos breves instantes apreté «Enviar».

No recibí contestación inmediata. Tiré el teléfono encima de la cama y continué la búsqueda en reddit. Si me había enviado allí, es porque encontraría algo, alguna pista. Para mi sorpresa, había dos páginas que listaban entradas que incluían la palabra «meralgia».

De repente, sentí la urgencia de mirar si había respondido. Cogí el iPhone con manos temblorosas. Abrí Whatsapp. Nada. No había globito rojo en el icono de la aplicación. Decidí no insistir. Esperaría

Al revisar de nuevo Reddit, me encontré con una entrada con seis comentarios que me llamó la atención, «Nobody should have to go through the amount of pain I have been through»

Volví a coger el terminal para comprobar los mensajes de Whatsapp. Mi respiración se aceleró. Esta vez si. Tenía un mensaje. Lo abrí. Era un vídeo. La imagen estaba borrosa, tenía que descargarlo.

Derecho al olvido

Pese a que en ese instante deseaba desesperadamente, y con todas las fuerzas que podía juntar, deshacer mis acciones, era en vano. Inútil. Una frustrante obsesión.

No se puede desandar el camino, aunque se intente. La realidad es tozuda. Nuestra vida siempre va hacia adelante. Cuando quieres volver y «desandas» los pasos que diste, el sitio al que llegas es distinto al de partida. Aunque parezcan lo mismo, aunque se llamen igual. Es mentira. Ha pasado el tiempo, han ocurrido cosas. Da igual que Tony Braxton pidiera que la «desrompieran» el corazón.

Eso mismo pasaba ahora con las fotografías que había compartido o mandado por todo tipo de conexiones digitales. Al hacerlo y confiar en otros, había perdido su control y ahora podían estar siendo usadas para satisfacer a cualquiera, en cualquier sitio, en cualquier momento. Sólo eran tres de muchas, pero mis imágenes, por obscenas y grotescas que pareciesen, más allá del placer que hubiera sentido al ser tomadas, no podían ser retiradas. Ni por mi ni por nadie.

El derecho al olvido sólo existe cuando una tiene acceso a los recuerdos de los demás. De todos los demás. Para editarlos, modificarlos o borrarlos. No resulta difícil con una persona. Incluso con dos, o tres. Pero en este mundo digital es imposible. No hay manera de que yo apriete un botón y destruya cualquier traza de mi, de toda mi vida, en miles de servidores o terminales. O en millones. Casi de manera infantil, había estado segura de que a mi no me pasaría.

Lamentablemente, las palabras en los mensajes funcionan igual. Cuando se escriben en un texto y se lanza, se convierten en armas que entran directamente en el centro del cerebro que controla las emociones de quien lo lee. No poseemos un cortafuegos que las frene, o al menos desvíe. Entran sin filtrar y nos condicionan. A veces nos dañan, otras nos dan placer. También miedo.

«Te tengo. Ahora es mi turno» decía el último.

Y parece mentira que yo, Meralgia, una mujer tan familiarizada con el dolor como para tenerlo por nombre, no hubiera sido capaz de entender que mi pequeño delito no lo era, y que la trampa tendría consecuencias. Y que el dolor lleva a la ira, la ira lleva al odio…

Mis fotos, desnuda, en una fiesta en un local de Bourbon Street. En Nueva Orleans. No debí compartirlas. No debí confiar en aquel bobo. No es su culpa. Es la mía. Yo había dejado la puerta abierta para que me convirtieran en un deseo ubicuo. A la vez, mi miedo al juicio de los demás era la más potente herramienta de chantaje.

Mensajes

Temblaba, sobrecogida por el temor, por la ignorancia de cómo, quién o por qué estaban esas fotos mías en un iPhone que había encontrado en un probador de una tienda cualquiera. Mi pequeño delito.

No podía ser aleatorio. No era casualidad. ¿Alguien próximo? ¿Alguien que me conocía muy bien? ¿El fotógrafo? Era la ansiedad, el exceso de futuro dentro de mi. Y quizá la depresión por la abundancia de pasado. Quién fuera sabía que me quedaría con el iPhone, que no resistiría la tentación y lo manipularía buscando algo «secreto».

Pero el hombre que tomó esas fotos mías no podía ser. Era demasiado simple, carente de la imaginación suficiente para tenderme una trampa así. Ni siquiera tenía motivos. Jugué con él. Le tomé y le dejé como un peluche, flácido. No le imaginaba queriendo hacerme daño.

Unas pocas personas con las que había chocado en la vida si que estaban sobradamente equipadas con la motivación, la inteligencia y la determinación para devolverme el dolor que les causé. «No te olvidarás de mi, Meralgia». Y era verdad, porque nunca olvido. Ni perdono. Pero también podía ser alguien desconocido, que quisiera simplemente jugar conmigo. O chantajearme.

Estaba concentrada obsesivamente en esos pensamientos cuando noté una vibración. Era un nuevo aviso de mensaje, un marcador rojo en el icono de whatsapp.

En el mundo actual, no recibir mensajes significa que has muerto para los demás. Pero que te lleguen cuando no los quieres, puede aterrorizar.

Entré en pánico. Empecé a morderme los dedos, alrededor de las uñas, una costumbre olvidada de mi infancia, cuando me los desollaba al despertarme entre pesadillas.

– Has visto las fotos? – temblé un poco más

Sin dudarlo, contesté mintiendo, como hacemos todos, siempre.

– Qué fotos?

– No me engañas, las has visto.

Con mis dedos rápidos, volví a abrir la aplicación del iPhone y las borré. Al hacerlas desaparecer creí convertir en verdad mi falsa afirmación anterior. Si no están, no las pude ver. Es un tipo de razonamiento muy común. Lo usamos con frecuencia.

– No conseguirás nada borrándolas – era un nuevo mensaje

En la red

Me quedé mirándolo. No sabía qué hacer. Estaba con toda la ropa en la mano, intentando hacerme sitio en el probador. No podía apartar mi vista del flamante iPhone 7 que alguien había olvidado encima del taburete.

No hizo falta mucho para que me decidiera. Cogí el dispositivo y miré hacia atrás. Quería asegurarme de que nadie me veía. Nada, nadie, ni una cámara camuflada sería testigo. Pero, a la vez, el corazón me galopaba en el pecho. Estaba a punto de cometer mi pequeño gran delito. Algo que cambiaría mi vida en formas y con consecuencias que entonces ignoraba.

Iba a vivir la vida de la persona a la que le había robado el iPhone 7.

Salí de la tienda lo más rápido que pude, sin dejar de mirar a mi alrededor, como sí así pudiera evitar que alguien se diera cuenta de que me había quedado con un iPhone olvidado.

No pensaba devolverlo. Eso lo tuve claro desde que lo vi. No me importaba soportar esa leve sensación de culpabilidad. Era un pequeño precio a pagar. Muy pequeño si lo comparaba con los más de 600 euros en la Apple Store.

Una vez fuera, caminé deprisa, poco más de 50 metros. Lo saqué del bolsillo y me lo puse en la palma de la mano. Me asaltó una duda: reiniciarlo con mi tarjeta o probar a usarlo tal como estaba.

Mi tarjeta no era micro. El móvil que llevaba era una birria. Mi viejo 5s me lo había dejado en casa. Así qué esa opción descartada. Podía ir a que me hicieran un duplicado, pero me llevaría tiempo y estaba ansiosa por hacerlo funcionar. Entonces pensé, “No pasará nada por usarlo tal como está. Para probarlo. Luego me deshago de la tarjeta y no podrán localizarme”.

Apreté el pulpejo del dedo pulgar de mi mano derecha contra el botón central. Todos utilizamos ese dedo, como en las comisarías, cuando nos identifican. Pero estaba de suerte. No había ninguna huella digital de bloqueo. Aquella maravilla iba a ser toda mía. Mi joya. Tanta alegría me produjo algo parecido a un orgasmo, amplificado por el hecho de que no iba a tener que controlar mi curiosidad. Un universo de sensaciones se abría ante mi.

Es mi naturaleza la que me condujo directamente al icono de la cámara. Luego al carrete. Quería ver el mundo a través de otra mirada. La incertidumbre de una vida distinta. Quizá ordinaria, quizá secreta. A lo mejor una doble vida, promiscua, pecaminosa, escondida a los demás por la oscuridad.

En ese preciso momento el iPhone 7 empezó a vibrar. Me sobresalté. No sonaba ninguna música, afortunadamente. Era un aviso de mensaje entrante.

“Ni se te ocurra manipularlo”

En serio. Esto tenía que ir en serio. El mensaje había sido enviado desde un teléfono público, de los pocos que quedan. Así que no era un error. O sí. Un error en una de esas teclas y el mensaje llegaba al terminal equivocado. No iba a ser la primera vez que, por error, alguien mandaba un texto improcedente a la persona menos indicada.

Una cosa si me quedaba clara. La remitente no quería ser reconocida. No había manera de contestar. No había manera de preguntarle si era a la dueña y, cortésmente, anunciarle que estaba intentando localizarle para devolvérselo. Aún así lo intenté. Podía tener suerte, como con la huella. Me lo pensé un par de minutos. Devolví la llamada al número que aparecía en el mensaje. Pero nada. No había línea disponible con ese número.

También cabía la posibilidad de que yo no fuera la destinataria del mensaje. Podría ir dirigido a quien olvidó el iPhone 7 en H&M, pero la emisora era ajeno a aquel pequeño hurto. O apropiación indebida.

No se me ocurrió otra cosa que buscar en el iPhone alguna pista que me llevara a la dueña. En la segunda pantalla vi whatsapp. Lo abrí.

Nada en whatsapp. Ni un mísero mensaje que diera una pista. Esto me parecía más sorprendente aún.

Recordé que en “ajustes” estaba toda la información sobre el teléfono. Era donde podría encontrar algo que me ayudara a calmar la angustia que empezaba a sentir. Y sería más rápido que intentar deducir la identidad del propietario a través de sus contactos.

Claro que había corrido demasiado al deducir quien me enviaba el mensaje. Porque, ¿para qué iba a mandarme la propietaria un mensaje desde una cabina para ocultar su identidad? ¿Por qué debía ser una mujer? ¿Sólo porque me había encontrado el dispositivo en un probador de «señoras»? Mi forma de pensar estaba siendo algo convencional.

Me daba igual. ¡A la mierda el iPhone 7! Quería devolvérselo a su dueña y quería hacerlo ¡Ya!

Busqué “ajustes”, luego “general”… ¡Por fin! “información”. Apreté el icono con el pulpejo del pulgar derecho.

Nombre: iPhone
Red: vodafone
Canciones:0
Vídeos: 0
Fotos: 3
Aplicaciones: 23
Capacidad: 62,2 GB
Disponible: 60,5 GB
…….

El resto, como si fuera sánscrito. Ininteligible para mi. Un intento vano. Pero antes de que me diera tiempo a buscar alternativas, el iPhone 7 volvió a vibrar. Y está vez no importó la sorpresa; pasé a sentir miedo. No miré la pantalla. Me temblaban las manos, las piernas. No quería leer.

En ocasiones la ignorancia es una bendición. ¿Mi maldición? Haber sucumbido a la tentación. A la de hacerme con un iPhone 7, a la de hurtar lo que no me pertenecía, a la de intentar escapar con ello. Y lo estaba pagando.

Podía borrar el mensaje, apagar el terminal y esperar a tener mi microsim. Sólo tendría que cambiarla y me libraría de sentir la persecución de un extraño. Pero algo dentro me hizo superar el miedo. La curiosidad. O una tormenta en mi interior con leves toques de placer. Quería saber más.

“Pregúntale a Siri”. Eso, sólo eso, decía el mensaje. “Pregúntale a Siri”. “Pregúntale a Siri”. “Pregúntale a Siri”. ¿Qué le tenía que preguntar a Siri?

Si fuera una persona, podría esperar respuestas. Pero tan sólo es una aplicación con funciones de asistente personal por reconocimiento de lenguaje natural. Poco más útil que teclear unas palabras en el buscador de Google. Así que ¿Qué me querría decir con “Pregúntale a Siri”?

Fui hasta el parking y, después de pagar en el cajero automático, me monté en el coche. Dejé el teléfono en un hueco junto al freno de mano, encendí la radio y puse el coche en marcha. No sabía muy bien qué hacer. Me dirigí a casa.

No dejaba de darle vueltas a todo cuanto me llevaba pasando desde que vi el iPhone en el probador. Tenía que ser una broma, muy pesada. Pero no imaginaba a ninguno de mis amigos tomándose todas estas molestias. Tampoco había hecho yo nada lo suficientemente malo a nadie para que hubiera ideado todo esta tortura. O deseara causarme daño de alguna forma remota.

Y de repente, mientras estaba esperando en un semáforo, un sonido inconfundible resonó en el coche. Di un bote de sorpresa. Era el iPhone 7 con su clásico sonido de teléfono antiguo que, conectado mediante el BlueTooth, se escuchaba a través de los altavoces.

Ni me lo pensé. Extendí la mano. Instintivamente.

Entre el nerviosismo y el miedo, que te hacen sudar, casi se me cae el iPhone de las manos. Aún así, tuve reflejos para detener el coche en una zona de aparcamiento vigilado, mientras intentaba pegarme el teléfono a la oreja derecha. Ni se me pasó por la cabeza que podía utilizar el manos libres. ¡Para manos libres estaba yo!

– ¿Hablo con el propietario de la línea?

¡Joder! Por primera vez me interesaba una llamada de una operadora de telefonía. Me habían llamado de día, de noche, mientras dormía, mientras follaba, o cuando estaba preparándome para… Vamos, siempre me habían llamado para molestarme. Pero esta vez, la voz femenina anónima, pero con acento, era mi única esperanza de escapar de la prisión sin paredes en la que me había metido.

Y, de repente, me asaltó la duda. Y la angustia de nuevo. ¿Qué digo? ¿Sí? ¿No? ¿Es de una amiga? ¿O de un amigo?

– No, no soy la titular. Muchas gracias – le respondí con desgana. Quería colgar lo más rápido posible

– ¿A qué hora puedo encontrar…

Ya no escuché nada más. Había interrumpido la comunicación. Marqué con el intermitente mi intención de incorporarme al tráfico. Me dejaron pasar. Me alejé de Azca. Subí el volumen a tope. Quería no pensar.

Stop calling, Stop calling , I don’t wanna think anymore

Lo recordé de repente. Cuando busqué la información del iPhone 7, había visto que el dispositivo contenía tres fotografías. No me había dado tiempo a ver las fotos; pero ahora, quizás, podrían aportarme alguna información valiosa.

De nuevo, tomé el teléfono con la mano derecha, mientras esperaba en un semáforo en rojo. Apreté el botón con el dedo pulgar y apareció la pantalla. En la esquina superior izquierda estaba el icono de la cámara y en la inferior derecha un icono con una imagen multicolor. Que digo yo que es un poli-trebol. LGTB. Porque no me parece una margarita. Todas de las margaritas son amarillas. Y no sé si eso se le ocurrió a Steve Jobs o a Tim Cook. Me refiero a poner un poli-trebol LGTB como símbolo de fotos.

Daba igual ahora. Apreté la pantalla y aparecieron tres fotografías reducidas, con tres fechas de días consecutivos.

Trust is like a mirror. You can fix it if it’s broke. But you can still see the cracks in the motherfucker reflection”

Era yo, desnuda, completamente desnuda. Me bloqueé, porque recordaba muy bien cómo me las hice y quién me las hizo. Tres fotos hechas en un momento que ahora mismo desearía que no hubiera ocurrido.