Il Profesore e Il Cavaliere

La puerta de la cocina de la Ostería Margutta se cerró de golpe desde dentro. Los que allí estaban huyeron al ver el resultado del tiroteo. Yo, por más que me esforzaba en encontrar una conexión entre todos los presentes, no conseguía entender en medio de qué situación me encontraba.

Había supuesto que Vicenzo y Pietro se conocían. Incluso que eran amigos. Obviamente, Francesca también. Pero no había caído en que los dos sacaron sus armas y las depositaron encima de la mesa. Si se desarmaron, es que no confiaban.

Tal como me había dicho Pietro, Chiara estaba de emocionalmente relacionada con él. Y Los dos habían disparado al bufón. La misma Zron le había rematado en el suelo.

Francesca intentó alejarse a trompicones buscando una salida ¿Y las otras dos parejas?

Chiara no dudó. Ni le tembló el pulso. Acorraló a Francesca en una esquina y le disparó en la cabeza. Las paredes de la Ostería se salpicaron de rojo. Casi a la vez, Pietro descargó el tambor de su revólver en las otras cuatro personas, las dos parejas ruidosas, que ingenuamente se habían escondido detrás de la barra. Después de la bala que había gastado con Vicenzo, tuvo al menos una para cada uno, aunque uno de los hombres recibió dos.

– ¿Pero qué estáis haciendo? – les grité a Chiara y a Pietro. Se había hecho el silencio en la sala. Sin embargo, mis oídos no paraban de pitar.

– Tenía alguna cuenta pendiente con ese cerdo – me contestó Chiara. En su voz percibí más odio y rabia que profesionalidad.

– Nos dedicamos a trabajos muy serios, Gustavo. Una cosa es que Il Profesore quisiera salir del gobierno y otra muy distinta que la gente de Il Cavaliere se haga con todos nuestros negocios y canales de distribución – añadió Pietro.

– ¿Qué negocios? – pregunté ingenuamente, como si no hubiera visto a Al Pacino

– Nunca me preguntes sobre mis negocios – me contestó Pietro entre risas. Después, se dedicó a limpiar su arma con una servilleta de tela azul.

Fascinación

– ¡No! – gritó Pietro al ver a Chiara abalanzándose sobre la mesa.

Pietro Occhiobuono me había acompañado durante todas mis visitas a Roma en el último año. Se había ganado mi confianza incondicional; y sin temor a reconocerlo, me había fascinado. Por su belleza, que envidiaba. Por su cultura, que compartía. Por su interés en mi, que también compartía. Nunca rechazaba una oportunidad para encontrarnos, charlar o disfrutar juntos de todo tipo de diversiones desde el día en que vino a mi encuentro en aquella clase de Tor Vergata. Lentamente, había ido tejiendo su trampa alrededor mío. Ingenuo de mi, había caído presa con las mismas artimañas con las que los senadores tránsfugas sucumbieron después a mi juego.

Primero se interesó por mis destrezas profesionales y mis trabajos de investigación mientras dábamos largos paseos por los alrededores de la Facultad de Medicina. Después, quiso saber más sobre mi vocación y del duro camino que había recorrido hasta convertirme en cirujano. Para mi satisfacción, me escuchaba sin parpadear, con una mirada cálida y etrusca, y me hacía sentir como si todo a nuestro alrededor hubiese desaparecido. Por supuesto que yo también quería saber más de él. Así que hablamos de nuestras infancias, amores y desengaños. Seguramente, los dos fabulábamos.

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Aprovechó cada una de mis cortas visitas para enseñarme Roma como sólo un romano puede hacer, en moto o andando, sin parar en los pasos de peatones, acelerando entre los coches. Y no sólo alrededor de la Piazza Venezia. Me llevaba de visita nocturna por el Trastevere y de paseo diurno por el Lungotevere. También quedábamos para desayunar o cenar en la terraza del Hotel del Foro, en la esquina de la Vía Tor de Conti, con los restos del Imperio Romano justo al frente, donde pisaron Julio César, Augusto, Tiberio, Calígula, Agripina, Claudio, Mesalina o el ardiente Nerón. Estar allí, observando el Foro Romano e imaginando siglos de historias, conspiraciones y traiciones, me hacía más elocuente.

También nos sentábamos en la escalinata de la Piazza de Spagna y veíamos a los turistas amontonarse en los escalones para salir en las fotografías tomadas desde la Via dei Condotti.

Sentía que me comprendía, que compartía conmigo la curiosidad insaciable por todo lo humano; y sus acciones me sugerían que, como yo, buscaba entender mejor las pasiones que desgarran nuestras almas. Estábamos de acuerdo en que sólo conociéndolas y experimentándolas podríamos controlarlas.

Y así, poco a poco, fue descubriéndome sus verdaderas intenciones. Supongo que por vanidad, me adentré con él en el mundo de la política italiana sin tener un objetivo claro. Mera curiosidad. Hasta que, en una fiesta en el Hotel Regina, me confesó que dirigía un grupo de apoyo a Il Profesore desde los tiempos de su primer gobierno en 1996. Eso explicaba la imposibilidad de conocer nada de su vida más allá de lo que estaba directamente relacionado conmigo. Nunca me había hablado de Chiara; y de Michaella sólo aquella noche. Luego, llegó la explicación sobre la votación de confianza y el deseo de Il Profesore de perderla sin que nadie, absolutamente nadie, pudiera imaginar que era así.

– ¿Qué hacéis? – dijo Francesca al ver a Pietro y a Chiara forcejar para coger los dos revólveres.

Retumbaron dos disparos en el local. Temblé al escucharlos. No sentí nada, ningún dolor. Deduje rápidamente que yo no había sido el blanco. Salvo que estar muerto fuera así. Pero no. Desorientado, me las apañé para verificar el estado de todos los que me acompañaban. Todos estaban de pie, menos Vicenzo que, como un saco, se desplomaba sobre el suelo. Francesca observaba la escena aterrorizada.

Chiara recuperó el equilibrio con el arma en la mano. Dio dos pasos en dirección a Vicenzo, que agonizaba en un charco de sangre. Se situó a la altura de su cabeza. Extendió su brazo derecho, apuntándole, y le descerrajó otro tiro en la frente. Al verlo y escucharlo, me agité por dentro. No sé si por miedo o asco. O ambas cosas.

Continuará…

Boulevard Charlemagne

«Te envidio porque me tienes» le había dicho yo a Michaella antes de salir del hotel esa misma noche. Y a lo mejor iba a tener que lamentarlo, porque no parecía improbable que mi envidia terminara ahí, esa noche, en la Ostería.

«¿Estará ella detrás de todo esto?» llegué a preguntarme. No podía contestarme negativamente. De hecho, me parecía muy plausible aquella conjetura.

Nos habíamos encontrado por primera vez en Bruselas tres años antes, durante una reunión promovida por la Comisión sobre «High Reliability Organizations», en la que participaban todos los países de la Unión a través de sus expertos de los sectores más diversos, como el de la energía, la industria aeronáutica, la defensa, la computación o la sanidad.

Aunque nuestros taxis coincidieron en la puerta del hotel, en el Boulevard Charlemagne y a 50 metros de la Comisión, y nos registramos a la vez, no fue hasta el día siguiente cuando fuimos presentados formalmente.

El objetivo de aquella cumbre secreta era desarrollar un cuerpo de pensamiento sistémico para poder diseñar y poner en funcionamiento procesos y culturas que aumentaran la seguridad y disminuyeran los errores de las «critical infrastructures and key assetts» en Europa. Durante tres días discutiríamos a puerta cerrada sobre conceptos, aplicaciones y ejemplos de organizaciones de alta fiabilidad. Como era esperable en una situación como aquella, los argumentos llegaron a ser apasionados y casi personales. En más de una ocasión fue preciso mediar entre dos o más expertos. Como en mi caso. Un físico alemán llegó a perder su templanza al mediar entre Michaella y yo.

Sin embargo, todo se olvidaba cuando salíamos y nos encontrábamos para cenar y tomar una copa en la Rosticcería Fiorentina, que estaba a espaldas del hotel, subiendo por la Rue Stevin a la izquierda, en la Rue Archimede.

– Y usted, doctor Klint, ¿a qué se dedica exactamente? – me preguntó Michaella la primera noche- Ya sé que eres cirujano. Lo has repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la reunión.

– Mi especialidad es la cirugía hepatobiliopancreática y el trasplante visceral abdominal – le contesté

– ¿Algún vino?

– Cualquiera, aunque sea italiano. Afortunadamente, no tengo que operar mañana – respondí ofreciéndome a revisar la carta.

– ¿Siempre resultas así de pedante y grotesco? – apuntó Michaella.

– Sólo cuando intento ser yo mismo – afirmé sin desviar la mirada.

Sin sentirnos ofendidos por la mutua mordacidad, continuamos la conversación, terminamos los platos y consumimos varias copas de vino. Ella me contó que dirigía un centro Universidad de Tor Vergata dedicado al análisis de la gobernanza de las infraestructuras críticas y de las relaciones del Gobierno Italiano con la Comisión Europea. Las reuniones políticas le aburrían y la toma decisiones le resultaba frustrante. Mientras, entre bocado y bocado, seguíamos saboreando un Ribera del Duero. Su efecto sobre las membranas neuronales me facilitó acceder a alguna información más, de esa que nunca se sabe cómo, cuándo o por qué será útil. Yo estuve más discreto. O eso creo, porque a la mañana siguiente, durante el segundo día de reuniones, tampoco tenía un recuerdo nítido de lo que ocurrió cuando salimos, aquella primera noche, de la Rosticcería.

Continuará…

Zron

De repente, Pietro se olvidó de los «negocios» y comenzó a burlarse cruelmente de Vicenzo, de sus andanzas por la ciudad, de los accidentes de tráfico que acabaron con la vida de respetables miembros de la sociedad y la política italiana, de los robos y estafas que había llevado a cabo un hombre tan imbécil.

– ¡Mira que intentar meterte en la cárcel por seis millones de euros! ¡Con todos los delitos que has cometido!

Y Vicenzo descomponía su ya ridícula expresión facial entre carcajada y carcajada. Su fealdad resaltaba más aún cuando se acercaba a Pietro, que mantenía una pérfida elegancia. Vicenzo no se ofendía, más bien se regocijaba en su estupidez.

– ¡Por el futuro! ¡Por lo que nos queda por disfrutar! – y levantaba de nuevo la copa entre risotadas.

Según bebía más y más champán, nos contaba nuevos casos con toda una variedad de detalles. Alardeó de aquella vez en que, junto con otros dos amigos venidos de fuera de la citá, se dedicó a patear al hijo de un famoso empresario automovilístico, quien se negaba a donar fondos para sostener las actividades de un político en alza. Al chico le tuvieron que operar de urgencia en el Agostino Gemelli para salvarle la vida, porque le habían reventado el hígado y el bazo. Para Vicenzo era divertido, una forma de vivir y ganarse la vida. También nos contó los trabajos de Francesca que, efectivamente, había estado en una canal de televisión en España como animadora. Ella solía aprovechar los contactos de su exmarido para frecuentar la compañía de algunos importantes caballeros con negocios en el Banco Vaticano.

– ¡Por el doctor Klint! – gritó Pietro – ¡Y por los votos que ha conseguido cambiar! – De nuevo, sentí un beso en mi frente.
– ¡Por el nuevo gobierno! – replicaron todos

Las conversaciones aumentaron en el contenido violento de sus historias, desgarradoras en algún caso para mi que no soporto la agresión física. Y mientras, el tiempo se había parado, o al menos no avanzaba al ritmo y en la dirección que yo hubiera deseado. Aquella fiesta parecía no tener un fin. Y se hacía más insoportable porque no encontraba en mi cabeza, habitualmente fría, un recurso para acabar con aquella situación de la mejor manera posible para mi.

El alcohol ingerido sin medida aumentaba las probabilidades de que alguien eligiera de manera equivocada. Me parecía que las luces del lugar habían perdido potencia. Estábamos casi a oscuras o era el alcohol en mi sistema nervioso. Las lámparas ya no alumbraban como antes. Tampoco hablábamos en voz baja. Al menos no Vicenzo. Pietro tenía sentada a su derecha a Zron, o Chiara, a la que acariciaba la cara interna del muslo derecho como si estuviera tocando una guitarra. Las otras dos parejas se mantenían en silencio. Sólo me miraban. Francesca permanecía muda. Y los dos revólveres seguían estando encima de la mesa, entre las cuatro botellas de champán y alguna copa.

– Pietro ¿nos ayudará «il dottore»? – preguntó Vicenzo

– Seguro. Es el mejor cirujano y un seductor – contestó Pietro mirando a Zron. Ese seguía siendo su nombre para mi, aunque fuera Chiara.

En ese momento, ella me miraba a mi y le daba espalda. Sin esperarlo, Pietro agarró enérgicamente a Chiara por el cuello, apretó, la giró y arrastró hacía él y la besó. Hubo un súbito silencio, interrumpido segundos después por la voz desagradable de Vicenzo y de los otros dos hombres, que jaleaban a un Pietro absolutamente borracho. Zron se resistía, gruñía, intentaba soltarse, pero Pietro ejercía más fuerza, Vicenzo bramaba como un animal, secundado por los otros dos. Las manos de Pietro eran como cepos. Yo mismo lo había comprobado en la Piazza Navona. Ahora estaba desconcertado y no sabía que hacer. Miraba la escena como si fuera una pesadilla, flotando en las alturas. Las armas seguían encima de la mesa. Francesca se abrazaba a Vicenzo, le susurraba algo al oído. Las otras dos chicas se escondieron en la oscuridad.

Chiara consiguió zafarse de Pietro retorciéndole el brazo. Se tiró encima de la mesa. Di un paso atrás. No vi bien lo que pasaba, pero las copas cayeron y reventaron en mil pedazos contra el suelo. Me fijé en sus ojos, en su mirada enfocada en un punto…

Continuará…

Chiara

Me puse a rebuscar en la memoria. Quizá entre los recuerdos podría encontrar detalles que me sirvieran para rellenar los espacios en blanco. ¿Era Pietro real o sólo fachada? Por lo que me había dicho esa misma noche, Michaella le había puesto sobre mi pista; sin embargo, no nos habíamos encontrado por su mediación. Ni ella ni su nombre aparecieron en la primera conversación. Fue mucho más simple.

Pietro acudió a una de mis clases como profesor visitante en la Facultad de Medicina de Tor Vergata y se me aproximó al finalizar para contarme el caso de su «caro amico», que estaba siendo visto en el Policlínico Universitario. Me dijo que conocía mi prestigio internacional en el tratamiento de tumores pancreáticos y que se había atrevido consultarme sin que el enfermo tuviera la menor idea. La vida de ese hombre era muy importante para los que le querían, para su familia, y todo debía mantenerse en secreto.

– No me mires así, Gustavo. ¡Vamos a brindar! Invitan Vicenzo y Francesca – Pietro alzó levemente la voz; luego levantó la copa de Chianti

– ¿Con Chianti? Eso es de mal gusto – dijo Francesca

Vincenzo se dirigió a la camarera y le ordenó que trajera cuatro botellas de Armand de Brignac Brut Gold y 9 copas. Ella ni se inmutó. No dijo ni una palabra. Se fue a una estantería situada detrás de la barra y trajo las botellas; luego, en tres viajes, las copas. Deduje que beberíamos todos a la mayor gloria de Pietro. O de Vicenzo y Francesca. De cualquier forma, no pude dejar de seguirla con la mirada. Me hipnotizaba su manera de moverse.

– ¿Ti piace? – me preguntó Pietro.

– ¿Cómo?

– Que si te gusta la camarera. Que si la deseas – me increpó

– Es muy guapa – repliqué

– Se llama Chiara y ahí donde la ves, tan orgullosa y altiva, no valdría nada sin mi. La saqué de los bajos fondos de Milán. Una delincuente drogadicta a la que pagué los estudios de matemáticas y enseñé todo lo que merece saberse sobre el mundo. Y ahora se cree muy lista, más lista que yo.

– Hijo de puta – me pareció oírla susurrar. No creo que Pietro lo escuchase. Hubiera esperado otra reacción si lo hubiera hecho.

Hablemos en voz baja

Vicenzo hizo un gesto con su mano derecha en el aire. Le miré desconcertado. No entendía que significaba aquello. Debí ser el único, porque inmediata y simultáneamente, la camarera que nos había atendido se aproximó a la puerta para cerrarla desde dentro y las dos parejas dejaron de hablar entre ellos, se levantaron de su mesa y se sentaron en la nuestra.

– Noi parliamo en bassa voce – me advirtió.

Il Professore, Giorgio Napolitano, Il Cavaliere, Michaella en Tor Vergata, los senadores, Pietro, Francesca, Vicenzo, la camarera, las dos parejas y un «speak softly». Hubiera sido muy cándido si hubiera precisado más detalles para entender, sin más, con quien estaba cenando en la Osteria Margutta. Ni Pietro era sólo un miembro del equipo de Romano Prodi, ni yo había entendido quién y para qué me había contratado. Creí que era algo rutinario, sólo un trabajo político. Mero transfugismo. Pero no. Aquello iba a resultar mucho más.

– Hablemos de negocios – continuó Pietro, como si no hubiera pasado nada. Su voz retumbó en mis oídos y sus ojos me parecieron más brillantes que nunca.

– ¿Qué negocios? – respondí inocentemente, casi como una defensa, para ganar tiempo, porque la situación me había sobrepasado. Nunca había imaginado como sería una reunión de la «familia» pero, indudablemente, me encontraba en el centro de una.

– No juegues conmigo, Gustavo. Te admiro mucho – me repitió – No juegues conmigo – y sentí, de nuevo en mi frente, el beso que me dio en la Piazza Navona y la firme presión de sus manos sobre mis temporales.

Pietro y Vicenzo, casi a la vez, se hurgaron en los bolsillos interiores de las chaquetas, sacaron dos armas cortas y las colocaron encima de la mesa. Yo temblé igual que un crío aterrorizado y sin control. El cuerpo no me respondía, el cerebro tampoco. No conseguía retirar la mirada de aquellos dos revólveres relucientes.

Nunca había corrido tanto peligro como en esta ocasión, encerrado y sin escapatoria a la vista. En estas circunstancias, la fuerza no era una opción. Estaba claramente en desventaja. Sólo cabía entrar al juego, un juego que no fuera de suma cero: ellos ganan, yo pierdo. Habría que encontrar la manera de que todos ganáramos. Pero ¿qué?

«Zron», la camarera rubia, aproximó una silla a Pietro y se sentó junto a él. Le mostró un teléfono y, aparentemente, Pietro leyó un mensaje, para luego asentir. Ella se levantó, se alejó de nosotros y marcó un número. No podía escucharla, pero parecía dar órdenes a quien estuviera al otro lado de la línea.

Pensándolo detenidamente, no sé que podría haber hecho diferente, por mucho que hubiera percibido que se conocían de antes. No era indicativo de nada peligroso. Pietro podía ser un cliente habitual. No era motivo suficiente para no aceptar la invitación y marcharme.

– No Pietro. Hablo en serio. Necesito entender qué andáis buscando de mi.

Continuará…

Francesca y Vincenzo

– La mejor, y yo diría única, manera de dominar a un hombre, cualquier hombre, no es el deporte, o los coches, o el trabajo, o el sexo – le susurré antes de llevarme una lámina de carne a la boca. Nadie nos miraba. Y continué – Si quieres acaparar su atención y tener una opción para controlar su voluntad, háblale con indisimulada admiración de él mismo. Aunque sea mentira, invéntate cualidades, atribúyeselas, y él, a cambio, hará cualquier cosa para estar a la altura.

– ¿Pero cómo se sabe hablar a alguien de si mismo? ¿Cómo lo conseguiste con los senadores? – preguntó Pietro.

– Hay que investigar un poco antes para poder tener información básica sobre el objetivo.

No me dio tiempo a decir más. Sonó un ruido de sillas arrastradas sobre el suelo y la pareja que estaba más alejada de nosotros, cenando en silencio, se levantó de su mesa y, en vez de abandonar el local, se aproximaron hasta nosotros.

– ¿Nos permitís? – y, más que una pregunta, aquello fue una orden.

– Por supuesto – dijo Pietro en un tono que me llevó a asumir que no le eran desconocidos.

– Somos Francesca y Vicenzo. Encantados, doctor Klint – me saludaron con la mano extendida.

Les di la mía, con gesto de irme a levantar, cosa que no hice. Parecía que mi encuentro con Pietro iba a avanzar por caminos que no había planeado. Tonto de mi. No había hecho con él lo que hacía con todos, manipularle para que me lo contara todo antes de que pasara.

Francesca era morena, con pelo largo y liso, pero con un tono azulado que delataba el uso de tintes para ocultar las canas. Me recordaba vagamente a una presentadora de programas juveniles de televisión en España. Al fijarme en sus facciones, rápidamente deduje que era víctima de algún Miguel Angel de la cirugía estética. No debía tener más de cuarenta años, pero de tanto pasar por el quirófano, ya sólo le quedaban dos o tres intervenciones para ser un híbrido entre Liberace y una bailarina de VIP Noche.

Vicenzo era un tonel de edad indefinida, sin pelo, sonriente, que podría confundirse con cualquier actor de las películas de Pierino. O alguno de esos obscenos personajes de una película de Tinto Brass.

Continuará…

Mozzarella, carpaccio, pasta y chianti

Alargué tanto la pausa ante su pregunta que la camarera tuvo tiempo de interesarse por nuestra selección del menú.

– ¿Qué desean? – dijo, mirando a Pietro.

– Necesitamos algo más de tiempo para poder elegir, si nos disculpa – contesté admirándola desde el desnivel de mi asiento.

– Naturalmente – me dijo, no sé si en italiano o en español, volviéndose hacia mi. Sonaba igual.

Casi como una obligación, más que como cortesía, nos aplicamos a revisar la lista de platos y llegamos al acuerdo de compartir una ensalada con mozarella y carpaccio di manzo; luego para los dos, pasta con una salsa especial, que debía ser una fórmula secreta de la casa.

– Noi siamo pronti – avisó Pietro, mientras hacía señales con su mano derecha

Ella salió de detrás de la barra, sacó una libreta de un bolsillo de su delantal y se dirigió hacia nosotros con cierta parsimonia. Sus movimientos eran suaves y acompasados con el ritmo de la música que se escuchaba como fondo de las carcajadas de los presentes.

Pietro, en italiano, le fue contando lo que habíamos decidido cenar. Yo contemplaba la escena saboreando el Chianti y esperaba que, al terminar, él volviera a la carga.

– Pero Gustavo, ¿cómo lo consigue?

– ¿Te han operado alguna vez de algo?

– No, nunca.

– Da igual. Imagina la situación – le increpé, con voz firme, sujetándole las manos con la mías – Eres el hombre más poderoso de Italia. Eres Il Profesore, o Il Cavaliere, o el Presidente de la República. Te sientas delante de mi, atenazado por la incertidumbre. No sabes si tienes una enfermedad o no, ni si es leve o grave. Has ido a verme para que te informe de los resultados de las pruebas que te han hecho.

– En esa situación si he estado alguna vez. Todos hemos ido al médico

Aproximé mi rostro al suyo como si fuera contarle un secreto.

– Pietro, mírame a los ojos e imagina. Eres un hombre amado y temido por unos y otros, pero ahora estás sentado frente a mi. Y yo te digo: «Tengo malas noticias, tiene usted una enfermedad gravísima. Pero hay una solución: operarle mañana a vida o muerte. Tendremos que abrir por el abdomen y cortar las costillas. Le quitaremos gran parte del hígado y del esófago. Luego lo reconstruiremos con el intestino grueso.Es posible que necesite respirar con la ayuda de una máquina. Durante ese tiempo estará dormido. Tendrá sondas metidas por la nariz y por el pene, en la vejiga, y varios tubos saldrán de su pecho y de su abdomen. Estará en la UCI varios días….». Tú me contestas: «Lo que usted diga doctor. Dígame lo que tengo que hacer y lo haré. Lucharé»

– Si, doctor Klint. Lo imagino – replicó y abrió los ojos como si no viera hacia dónde le quería llevar.

– Eso es tener poder. Del de verdad, Pietro. Sólo con palabras y emociones, que juegan y seducen con probabilidades y expectativas de un futuro mejor que otro desconocido, los cirujanos podemos conseguir que alguien se deje hacer daño y ponerse al borde de la muerte. Lo demás son estupideces.

Continuará…

Rojos relativos

– Pietro, un gobierno de centroizquierda en Italia no podía resistir mucho. Son rojos relativos – le dije nada más colgar el teléfono.

El me sonrió. Le sonaba a Tiziano, Rosso Relativo.

– Eso decían en la Cámara, pero Prodi había soportado bien la situación hasta el otro día. Por eso le llamamos, doctor Klint. Nos habían informado de que usted era la persona ideal para mover todas las cuerdas a la vez y conseguir un resultado satisfactorio para nuestros intereses. Su trabajo en la Comisión es ya leyenda en todos los círculos de poder de la Unión – Hablaba como Julio César, en primera persona del plural. Sin duda, para él su vida sólo tenía sentido si seguía unida a la de su protector, Il Profesore.

– ¿Quién me recomendó? – le pregunté sin poder contener el impulso egosintónico.

– Michaella

– ¿Michaella? ¿La directora del Observatorio Europeo en Tor Vergata? Me sorprende porque nunca ha ocultado su desprecio hacía mi, desde la primera vez que nos encontramos.

Mientras me iba dando información sobre Michaella, llegamos a la esquina de Vía Allibert con Marguta. Giramos a la izquierda y continuamos caminando sin cruzarnos con nadie. Al igual que las otras calles, esta estaba desierta y eran poco más de las diez de la noche.

Teníamos que caminar unos cincuenta metros hasta llegar a la Ostería Margutta, a la izquierda, en el número 81. La puerta de madera era de un contundente azul añil, entreverada con pequeños cristales rectangulares que permitían ver, prácticamente, cualquier rincón del local. El color de la puerta contrastaba con el amarillo albero de la fachada, en la que algún amante con el alma desgarrada había dejado inscritos dos nombres tachados y una fecha.

A través de los pequeños cristales rectangulares, vimos a dos parejas charlando animadamente, otra parecía conversar en la intimidad, y una camarera caminaba rápidamente entre las mesas cubiertas por manteles blancos, con platos de azul añil, también. Ambos estuvimos de acuerdo en que las formas de aquella mujer eran difícilmente distinguibles de las de una famosa actriz sudafricana, «Zron».

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– ¡Impresionante! – exclamó Pietro mientras yo me dedicaba a revisar la carta expuesta en un atril exterior.

-¿Perdón?

– La camarera. Me refiero a la camarera, «dottore». Ha pasado bajo una de esas lámparas de vidrio esmerilado y me ha parecido impresionante

Sonreí y abrí la puerta. Pietro se aventuró y lo primero que hizo fue aproximarse a la camarera y sonreír levemente. Rebosante de la seguridad que le proporcionaba su belleza, le preguntó si tenía sitio para acomodarnos. Ella dijo que sí. El apretó los labios, forzó la protrusión de sus pómulos y sus ojos se rasgaron e inclinaron oblicuamente. Como un diablo. Después, se giró hacia mi y dijo: «Doctor Klint, entre usted»

No podía haberme traído a mejor sitio para continuar charlando, sin temor a las interferencias de cualquier grupo de ruidosos romanos.

– Chianti – respondí cuando ella me preguntó que deseábamos beber. Asintió y desapareció detrás de la barra. Las parejas continuaban con su animadas o íntimas conversaciones.

– Gustavo, no me voy a conformar con lo que me ha dicho. Quiero saberlo todo; todos y cada uno los detalles. Tengo una gran curiosidad y creo que si los comparte conmigo podré aprender de usted.

– No hice nada especial – le contesté.

– ¿Cómo consiguió acceder a ellos?

– Es muy simple, Pietro. Los senadores a los que tenía que aproximarme son hombres.

– Cierto, pero no le entiendo. ¿Qué quiere decir? – me replicó, levantando ambos hombros simultáneamente para expresar sorpresa.

– Si quiere acceder plenamente a la mente de un hombre, otro hombre, cualquier hombre, sólo hay que hacer una cosa. Pietro, escúcheme bien, una sola y única cosa.

– ¿Sí, dottore? ¿De Il Cavaliere también? ¿Cuál es?

Continuará…

Tor Vergata

– Te invito a cenar. ¡Quiero que me cuentes más! – exclamó entusiasmado, con los ojos brillando, como un niño con un juguete nuevo entre sus manos

– Será un placer, porque no me espera nadie y es triste cenar sólo en Roma – mentí; y según lo hacía, me di cuenta de que mis palabras podían estar resultándole ofensivas, aunque era cierto que prefería cenar con él.

– ¿Dónde prefieres ir?

– La terraza de mi hotel tiene unas vistas irresistibles, desde el Wedding Cake hasta San Pedro.

– ¿Te sientes seguro en el Grand Hotel de la Minerve, yendo juntos? – me preguntó extrañado.

– Tienes razón. ¿Dónde sugieres? – repliqué convencido, porque él era romano y no era improbable que conociese más sitios que yo.

– Vamos a la Ostería Margutta. Está en una calle discreta, a la derecha de la escalinata de la Piazza di Spagna.

Asentí y, sin decir más, buscamos la salida de la Piazza Navona, asegurándonos de que nadie nos seguía. Descartado tomar un taxi, caminamos por la Vía Anogate en dirección a la Vía Giuseppe Zanardelli, que nos condujo hasta el Lungotevere Marzio. El Tiber, de noche, me impone respeto, sin saber por qué. Cuando llegamos al Ponte Cavour nos metimos hacia la derecha y enseguida embocamos la Vía Ripetta.

Mientras recorríamos las calles, Pietro no paraba de preguntarme por detalles sobre el comportamiento de los senadores en las entrevistas, sus gustos, deseos y debilidades. Insistía, incansablemente, en que le explicara cuál era mi técnica, cómo me las apañaba para conducir las conversaciones hasta el punto en el que ellos asumían mis ideas como propias.

Después de llegar al Mausoleo di Augusto, giramos a la derecha a la Piazza Augusto Imperatore, cruzamos la Vía del Corso y continuamos por la Vía de la Vittoria. Al alcanzar la Vía del Babuino, sonó un teléfono. Los dos nos miramos y buscamos en los bolsillos de las chaquetas. No era el mío.

Pietro se puso a hablar a una velocidad que me impedía entenderle. Seguro que era a quien conocía bien, a juzgar por algunas palabras sueltas que yo podía identificar con mi limitado dominio del italiano. Mis visitas a Tor Vergata, la Universidad de Roma II, me habían servido para mejorarlo, pero no lo suficientemente como para sentirme cómodo cuando el asunto iba más allá de la jerga médica.

Hablar tanto, revelar tantos detalles, podía ser contraproducente, incluso peligroso para mi. Al fin y al cabo, Pietro estaba directamente conectado con Il Profesore. En esos ambientes seguían la máxima del «Never ask me about my business», pero en este momento, con Pietro, estaba disfrutando con la situación.

Contarle mis historias a otro hombre, aparentemente acostumbrado a recorrer los pasillos del poder, y disfrutar de su indisimulado interés, me otorgaba importancia y me ayudaba a sobreponerme al vértigo que diariamente me hace sentir como un simio discretamente más evolucionado, pero sin propósito, que en menos de cincuenta años habrá sido olvidado por todos los que habiten la tierra que pisé.

Continuará…