Errar es humano. Algunos son demasiado humanos

Esta tribuna me lleva de vuelta a 2006. Hace, por tanto, más de nueve años que la publicaron en Diario Médico.

Y yo me digo: si los pacientes no aceptan un error médico será porque les hemos acostumbrado a creer que nunca nos equivocamos. De nuevo, los responsables del mal social por el que se nos acusa de no obtener resultados, con o sin razón, no son primordialmente los agentes externos sino nuestra incorrecta actuación para hacer llegar el siguiente mensaje: la incertidumbre y el error están intrínsecamente unidos al ejercicio médico. Pero también es humano buscar soluciones, encontrar alternativas y afrontar los retos. El problema no es nuevo, pero se ha expuesto al ojo público y al debate en las tertulias cuando el Instituto Nacional de Medicina de los Estados Unidos publicó que los efectos adversos y los errores médicos son la octava causa de mortalidad en aquel país. ¿Escalofriante? No diría tanto, pero desde luego no podemos seguir escondiéndonos o no ofreciéndonos voluntariamente a nuestros conciudadanos para abordar el error médico e intentar buscar soluciones.

Quizás deberíamos considerar cómo llegamos a la cultura del miedo en la declaración de un error: ¿el miedo a perder el prestigio?, ¿el conflicto emocional al que nos conduce la aceptación de un fracaso?, ¿la arrogancia? Una de las causas más importantes para que los médicos y el resto de los profesionales sanitarios no declaremos nuestros errores y, además, no contribuyamos a la organización de un sistema de prevención de riesgos es la cultura imperante de «Crimen y Castigo». En el caso de los médicos, somos sometidos a estrictos procesos de selección a lo largo de nuestra carrera como estudiantes. Luego pasamos por un proceso de especialización. Se nos entrena para realizar las tareas más complicadas y aceptar los riesgos personales y emocionales que lleva aparejado el contacto diario con el sufrimiento humano, sin que afecte a nuestra vida personal ni a la correcta ejecución de nuestra labor. Pero durante todo este tiempo se nos dice subliminal y prácticamente: “Cuidado con cometer errores, porque si los cometéis -y nos enteramos- seréis castigados”. En este sentido, los profesionales se convencen de que resulta mejor no aceptar que se cometen fallos, ya que parece que no importa cómo lo hagas, pues si cometes un error y se enteran serás castigado.

Para el paciente y los familiares que han sido víctimas de un error, no digo de una negligencia o de imprudencia, sino de un error médico, la asignación de culpabilidades puede ser un gran alivio a su sufrimiento. Pero, paradójicamente, desde el punto de vista de la construcción de un sistema más seguro, cuanta más culpabilización de los individuos menor probabilidad de conseguir una mayor transparencia y un sistema más seguro para todos. Ya sé lo que siempre se dice: nosotros los médicos trabajamos con un material más sensible y, por tanto, no podemos ser valorados como el resto de los profesionales. Si eso lo dicen de verdad, entonces deberíamos recibir más ayuda que los demás para conseguir ser mejores. Les ruego que reflexionen sobre la cantidad de apoyo sincero que recibimos cuando queremos mejorar. Y el lema «Los recursos son limitados» no sirve, pues éstos se asignan en función de intereses. Ahora díganme, ¿hay algún interés por construir un sistema más seguro?

A mí me gustaría realizar una propuesta. Sería muy provechoso para nuestra relación con los pacientes que ante la aparición de un error en la atención sanitaria pudiéramos:

a. Reconocer explícitamente que ha ocurrido un error.
b. Dar una explicación sobre en qué consistió el error.
c. Exponer claramente el motivo por el que se cometió el error.
d. Comunicar un plan sobre cómo se pretende evitar que se vuelva a cometer dicho error.
e. Pedir disculpas.

Y para conseguirlo, los poderes públicos deberían reconocer el derecho a declarar en conciencia y de manera ética sin que nos sea aplicada una cierta cláusula de cooperación por la que las compañías de seguros exigen al asegurado su absoluta colaboración con la aseguradora en la defensa contra la demanda y, con ello, que el profesional no acepte ninguna responsabilidad en el error. También convendría que no se recurriera con tanta frecuencia a la vía penal para juzgar lo que ha sido un error y no un crimen.

En resumen, mi propuesta es avanzar en la cultura de la seguridad en la atención sanitaria. La sociedad debe reconocer que nuestra actividad tiene una especial propensión a la aparición de errores, accidentes y efectos adversos. Por ello, se debe promover su análisis sin culpabilizar al individuo, a la vez que se permite la colaboración entre distintos agentes para crear sistemas de supervisión con responsabilidad creciente que prevengan la comisión y propagación de errores. Finalmente, se debe conseguir que se destinen fondos para investigación y desarrollo de la seguridad de los pacientes. Construyamos la iniciativa «Seguridad en la práctica clínica para el siglo XXI«.

Los residentes y el principio de indeterminación de Heisenberg

Esta tribuna fue publicada por Diario Médico en noviembre de 2007. Lo que me motivó a escribirla fue un foro sobre las especialidades y el debate que se produjo sobre la formación MIR.

Hace unas décadas, formar residentes para un sistema sanitario en vías de desarrollo no era tarea fácil. Nuestra cultura del “si antes tenían que salir los suyos y ahora tienen que salir los buenos ¿cuándo vamos a sacar a los nuestros?” sesgaba la cantidad y calidad de la formación. Además, la convertía en heterogénea y de distribución arbitraria. El sistema MIR resultó ser un gran avance en la modernización sanitaria española. El examen de acceso, simultáneo e idéntico, era equitativo y sin sombra de duda. Pero después de leer el especial El día de las especialidades en Diario Médico, no me queda claro si de verdad los promotores y sostenedores del actual posgrado creen que el sistema de formación debe cambiarse porque ya no sirve para lo que se creó. Tampoco termino de entender si la culpa de ese “fracaso” la tienen los MIR o el mundo en general… y por eso, quizás, conviene ser más duros examinándoles.

Durante algún tiempo el MIR fue perfecto para generar profesionales competitivos y motivados que se incorporaban a un sistema rígidamente reglamentado y poco incentivador de la excelencia. Tan bien funcionó al principio que, gracias a esos “especialistas vía MIR” se pudo generalizar una asistencia de calidad con un gasto irrisorio -en términos de PIB- dentro de todo el territorio nacional, más allá de los dos grandes focos académicos tradicionales: Madrid y Barcelona. Pero poco a poco surgió el enfrentamiento descrito por Grumbach entre “la mano invisible del mercado” y la “mano dura” administrativa, a la que se refieren Beatriz González y Patricia Barber en la introducción de su informe Oferta y Necesidades de Especialistas en España (ver DM del 8-III-2007). Ese mismo sistema competitivo y meritocrático incrustado en el corazón de una profesión regida por una enseñanza universitaria alejada de las necesidades de la nueva sociedad del conocimiento, la ausencia total de visión del futuro, una organización más política que profesional, y una oferta de empleo “de cartilla de racionamiento” ha terminado por resentirse y afectar a todo el sistema.

Resulta chocante que treinta años después de su inicio, el sistema MIR haya conseguido arrojar la indeterminación sobre el significado real de la docencia, sobre el propio método de examen e incluso sobre la calidad de los residentes. El MIR se estableció con unos objetivos que ya son el pasado. En este momento y en el futuro, promover y evaluar la calidad y la excelencia de algo o alguien sólo tiene sentido si se dispone de un patrón oro con el que compararse. Lamentablemente, la carencia de ese patrón en la profesión (falta de planificación de la entrada, carencia de un claro programa de desarrollo profesional y una desordenada salida) tiene al posgrado y a sus responsables corriendo como pollos descabezados. ¿Ejemplos? Diario Médico ha lanzado una encuesta: ¿Sirve de algo la carrera? El hecho de que se plantee la pregunta hace inmediatamente evidente la contestación: “Tal como está, ni para preparar el MIR”. Otro: los residentes piden una evaluación al final de la residencia que Sanidad excluye del decreto formativo. ¿Algunos ejemplos más? Juli Nadal parece añorar a los MIR de antes, que debían ser mucho mejores que los de ahora. Además, por un lado se proponen nuevos planes de formación atomizados y por otro, la Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias obliga a la troncalidad.

¿Cuántos médicos somos? ¿A qué nos dedicamos? ¿Cuántos se van a necesitar? ¿Para qué? ¿En dónde? ¿Méritos o necesidades comunitarias? ¿Cómo enseñamos? ¿Cómo seleccionamos buenos candidatos?… La física cuántica nos enseñó que medir produce errores, es el principio de indeterminación de Heisenberg. Pero hay que acostumbrarse a la incertidumbre de la medición: es la grandeza del método científico. La comparación con un control asegura que el error sistemático propio de la medición no invalida las conclusiones y las convierte en generalizables para explicar la realidad.

Para avanzar en la calidad de nuestro sistema de formación y en el continuo que supone la profesión médica desde el pregrado hasta la jubilación, debemos definir patrones de excelencia con los que evaluarnos comparativamente. Pero todos: planificadores, profesores, alumnos, universidades, comisiones, programas, tutores, especialistas, residentes, centros, unidades No seamos cínicos, no evaluemos sólo al MIR. Y si no, como decía un famoso personaje de ficción: “Si no quieres ver una anemia, no pidas una analítica”.

Reforma sanitaria y relación médico-paciente

Esta otra columna fue publicada por Diario Médico en 2009. Se trata de una reflexión sobre como la reforma sanitaria debe centrarse en la mejora de la relación médico paciente-mediante la tecnología:

Secularmente, todos los sistemas sanitarios se organizan sobre el pilar de la actividad clínica denominado relación médico-paciente, que evidentemente ha evolucionado en el pasado siglo hacia una mayor complejidad y calidad científico-técnica. Aun así, sigue tratándose de una relación bidireccional 1:1, 2:1, 3:1, incluso 10:1, que consume todo tipo de recursos intensivamente. Por tanto, resulta fácil deducir que ese acto, cada vez más demandado, es altamente costoso e ineficiente. Las razones son múltiples: la inflación entre el crecimiento en el número de pacientes y la complejidad de sus enfermedades y el aumento de la cantidad de profesionales cualificados disponibles; el aumento de salarios de los profesionales sin el equivalente incremento de su productividad; la inadecuada introducción de terapias; el envejecimiento de la población; el aumento de las enfermedades crónicas, y la mayor demanda de los ciudadanos.

Claro que no recuerdo un tiempo en que esa preciada joya, la relación médico-paciente, no estuviera en crisis. Si en algún momento no la hubo es porque no había una conciencia clara de que había que garantizarla de manera universal, no sólo por justicia individual sino por interés social. En realidad, la asistencia sanitaria es un asunto de seguridad nacional, cuyo valor crítico para la riqueza y el funcionamiento de un país sólo es reconocido públicamente cuando surge la amenaza de una pandemia como la que vivimos actualmente.

Según la OCDE, Estados Unidos gasta más del 16 por ciento de su PIB en atención sanitaria. Su modelo está en crisis y el presidente Barak Obama pone como ejemplo deseable el sistema español. Alemania supera el 10 por ciento. También está en crisis. España llega al 8 por ciento y decimos que el modelo no es sostenible. Así que ni el modelo Bismark ni el Beveridge ni el norteamericano, ni siquiera duplicar el gasto, sirven para superar ese estado crónico al que nos gusta llamar crisis. Así que les desanimo a pensar que bien mediante la contención del gasto o, justo lo contrario, incrementando la cantidad de recursos dedicados a la sanidad, vamos a llegar al sistema sanitario perfecto.

Miren a su alrededor. Somos la única especie que consume ávidamente con el fin de aumentar su calidad de vida. También lo hacemos de manera compulsiva con la sanidad, y si no la obtenemos en el tiempo y forma que deseamos, calificamos el evento de intolerable e injusto. Los servicios de urgencia crecen y crecen, tanto en países con buena atención primaria como en aquéllos que no, porque el primer nivel no está diseñado para responder a las demandas actuales del ciudadano. En realidad, la gente quiere ser escuchada, vista, explorada, diagnosticada y tratada ya. Ignorar las tendencias sociales y pensar que por indicaciones políticas o profesionales van a cambiar los comportamientos es a la vez cándido e inútil. Vivimos en la sociedad de la inmediatez, con comunicación y gratificación instantánea. Cada vez nos conformamos menos y queremos soluciones buenas e inmediatas al menor coste posible.

Calidad subjetiva
Lo cierto es que llegados a un determinado umbral de riqueza, la calidad pasa a ser un asunto subjetivo. Además, el impacto del progreso científico-técnico es marginal en los resultados de salud y transitorio en la valoración del ciudadano. Por ello no es suficiente con buscar la excelencia científico-técnica en la forma actual de la relación médico-enfermo, ni en su gestión, sino que tenemos que repensar e innovar la prestación de los servicios sanitarios con el fin de mejorar la accesibilidad y la calidad percibida.

Ahora todos se preguntarán ¿y cómo lo hacemos? En el actual intento de reforma sanitaria estadounidense la propuesta ha sido utilizar las tecnologías (fundamentalmente TIC) para aumentar la eficiencia del sistema y generar valor añadido. Y allá va el dinero para tecnología. Pero en mi opinión, ese esfuerzo Obama es insuficiente por superficial. Mi propuesta es utilizar la tecnología para transitar de una relación médico-paciente orientada a los profesionales a otra centrada en los ciudadanos. Hay que favorecer la innovación disruptiva sobre la innovación sostenida y así eliminar las rutinas que parasitan los actos médicos y convertir lo complejo en simple, no en más complejo. El fin es usar la tecnología para lo que sirve, para lo científico-técnico, y reservar más tiempo médico a aquello que los enfermos necesitan, lo que produce calidad percibida (sobre su propia salud), lo humano. Básicamente, porque los profesionales ya no tenemos otra opción para aumentar nuestra productividad (y si lo hacemos es disminuyendo la calidad del servicio), tal como expuso el neokeynnesiano William Baumol con su “enfermedad de los costes”.

Cierto que para acometer una empresa así necesitamos primordialmente liderazgo intelectual y profesional, porque no es fácil reingenerizar nuestros procedimientos clínicos, tal como se aplican ahora sobre la plataforma de la clásica relación presencial médico-paciente, y traer la tecnología para aliviarnos de la carga de ineficiencia que la impregna. Pero el liderazgo no debe ser sólo de los profesionales, porque este cambio encuentra numerosas barreras para su desarrollo: culturales (de ciudadanos y profesionales), económicas, políticas, legales y técnicas.

Combinar excelencia y sostenibilidad del sistema a largo plazo dependerá de la innovación en su esencia: la relación médico-paciente. De otra manera, inyectar dinero en gestión, investigación o tecnología sólo nos llevará a bombear nuevas burbujas.

Una tribuna con Mañez sobre el cambio

Aquí va una tribuna publicada en colaboración con Miguel Angel Mañez en Diario Médico en 2010. Algunas cosas han cambiado, pero no parece que a mejor.

Ejecutar cualquier acción tiene un coste de oportunidad. No ejecutarla, también. Y en sanidad, seguir como estamos sólo hará que pronto estemos mucho peor. Fundamentalmente porque para mantener el nivel de prestaciones y calidad que se proporciona ahora, sin introducir ningún cambio, tendremos que afrontar un aumento imparable en los costes y, consecuentemente, un incremento del gasto sanitario. Nos mantendremos así encerrados en el bucle producción-administración, sin ninguna capacidad para tomar una decisión de calidad que lleve a utilizar la sanidad como motor económico a través de la innovación. Mucho menos podremos integrar ésta en el aumento de la eficiencia y la productividad del sistema.

Es necesario preparar una estrategia nítida de cambio, que pueda convencer a todos los agentes de que el esfuerzo de hacer supera la comodidad de no hacer nada. Si lo dejamos todo igual, sólo conseguimos: a) seguir disfrutando de los beneficios actuales (realmente cortoplacistas), b) continuar asentando las costumbres y vicios del sistema, y c) consolidar los errores del pasado, que algunos exhiben como un triunfo. Debemos empezar a analizar punto por punto todo lo positivo que puede implicar una reforma del sistema iniciada desde abajo.

La primera reforma radical está en el ámbito político. Nada más lejos de nuestra intención que cuestionar la organización del Estado, respaldada democráticamente, pero los ciudadanos tenemos la percepción de que la organización práctica del Sistema Nacional de Salud (SNS) es ineficiente como consecuencia del marco legal.

La Ley General de Sanidad, base común para todos los servicios de salud, se percibe como un obstáculo y no como un medio para construir escenarios que funcionen. Las herramientas y estructuras que creó dicha ley ya cumplen 24 años y tal vez sea el momento de adaptarla a las necesidades de una sociedad diferente que precisa de un entorno sanitario ágil y sostenible. Hay que perder el miedo secular a modificar las leyes, ya que no son el escollo a evitar sino el eje que debe guiarnos; y más en el caso de una ley que ya está quedando claramente desfasada.

La clase político-administrativa, pese a tener claramente identificados los problemas organizativos, no ha podido elaborar soluciones reales a los problemas. Las debilidades del sistema siguen afianzándose y eso provoca que sigamos en un entorno sin fórmulas organizativas ágiles para los servicios sanitarios, sin una planificación de recursos humanos centrada en las necesidades y sin un mecanismo de incorporación de resultados de proyectos de investigación e innovación.

En un sistema basado en el conocimiento, sin información no puede haber una gestión eficiente, con todo lo que ello implica. Aunque estemos en un entorno tecnológico avanzado, nuestro sistema tiene tales defectos en la gestión de la información que, por ejemplo, ni siquiera se dispone de un registro fiable de profesionales. En la era de la comunicación, en todo el SNS resulta imposible usar y compartir herramientas interoperables, escalables y sólidas. Y lo que es peor, las actividades orientadas a su consecución por parte de los reguladores-financiadores son tímidas, lentas e ineficientes. Un buen comienzo sería el de compartir información por todos los servicios de salud, que sea pública, que se utilicen criterios idénticos en todo el país y que se asiente una cultura de transparencia en el sistema. Sin embargo, ¿estamos realmente preparados para ello?

Profesionalizar la gestión
Además, no se puede seguir utilizando a los gerentes como piezas políticas. La profesionalización de la gestión sanitaria es otra reforma necesaria. Las consejerías deben confiar en sus técnicos, hacer benchmarking y olvidarse de la microgestión porque es un vestigio de una administración obsoleta y la base de la desconfianza de los profesionales sanitarios.

Habría que desarrollar planes estratégicos que permitan la armonía de gestión y que proporcionen a los gestores las coordenadas de referencia para ser valorados, objetivamente, mediante indicadores adecuados para los objetivos propuestos. Si queremos exigirles resultados, es fundamental permitir cierto margen de actuación, proporcionar herramientas de gestión potentes y en el marco de una estrategia clara promover la competencia entre centros, la comparación y el intercambio de experiencias. Sin esas medidas es imposible una evolución de las organizaciones: cambiar desde la cultura proteccionista a una cultura de responsabilidad.

Según datos recientes, en los países occidentales los médicos ocasionan, directa o indirectamente, el 90 por ciento del gasto sanitario. ¿Qué les impide controlarlo? Múltiples factores influyen en la ineficiente toma de decisiones: la falta de formación adecuada, una deficiente gestión de la información, la desconfianza en los niveles políticos y gestores, la ineficiencia de la Administración, la presión por pares, la presión social, el marco jurídico inadecuado, la desmotivación y el auge de la medicina defensiva, entre otros.

Intereses individuales y colectivos
Además, las organizaciones corporativas profesionales deben aprender a alinear los intereses individuales con los beneficios colectivos, ya que es fácil que estos últimos se diluyan. Sólo de esta forma pueden llegar a un grado de responsabilidad tal que les permita hacer una reflexión colectiva y promover cambios que, a medio y largo plazo, impliquen un escenario mucho más sostenible en el sistema sanitario.

Así, tanto desde un punto de vista individual como colectivo, la última reforma radical pasaría por conseguir un compromiso global de los profesionales con la eficiencia y la calidad. Para ello es necesario desarrollar tres ejes fundamentales: formación, desarrollo profesional vinculado a la estrategia global del sistema de salud e implicación en la gestión de sus instituciones sin cometer los errores ya conocidos del National Health Service.

Continúan surgiendo iniciativas que plantean análisis y propuestas sectoriales de reforma, pero se hunden en la timidez frente a la radicalidad. Ya tenemos experiencia del resultado de intentar evitar el pánico en épocas de crisis y ha salido una tragedia griega. Parafraseando a Einstein, en sanidad «insanity is doing the same thing over and over again expecting a different result«.

Con las flechas en la espalda

Ya se sabe, los innovadores son individuos que van por delante buscando caminos. Las rutas pueden ser caminos sin salida. O nuevas vías para llegar a un nuevo continente.

No hacer lo que hace la mayoría tiene sus peligros. Pero hacerlo también. Por eso, cuando la mayoría asume la visión del innovador, es momento de que cambie.

En realidad, ese grupo de innovadores representa entre un 2% y un 3%. Y a mi me ha salido la media.
De todas maneras y más allá de la discusión del dato, lo importante es liberarse y seguir avanzando.

Google sigue jugando a los médicos

Una de cada diez preguntas realizadas en el buscador de Google tiene que ver con la salud (o la enfermedad). Así que es imposible que la compañía no vea una oportunidad de negocio en el asunto.

Tal como informa Los Angeles Times, Google parece estar dedicándose a responder mejor a esas preguntas.

¿Cómo?

Han montado un equipo de médicos que se ha dedicado a recopilar, procesar y revisar información médica que se presentará a través del Knowledge Graph Panel para servir como orientación a los usuarios. Además, proporcionará vínculos con páginas médicas de instituciones de prestigio.

Para empezar, la herramienta estará pronto disponible en inglés. Y de nuevo Google no puede evitar la referencia a la expresión «empoderar al paciente».

Según la RAE, empoderar es «hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido». Pero el modelo sigue siendo el mismo. Más madera.

La crisis de los costes sanitarios

Kaplan y Porter analizaron el problema que subyace en la crisis de los costes sanitarios.

Básicamente, el asunto no radica en el envejecimiento de la población o en el mayor uso de tecnología más costosa. Lo que ocurre es que nos hemos pasado la vida midiendo lo incorrecto de manera incorrecta. De entrada, no atribuimos un significado correcto a la palabra «coste».

Para solucionarlo, hay que empezar por considerar los problemas completos, asignando costes a los «outcomes», a los resultados. Y entonces entramos en el concepto de «valor»

Libby Zion: la chica que murió dos veces y cambió la medicina americana

Como siempre, todo este interés público y mediático por las implicaciones en la seguridad de los pacientes empezó en Estados Unidos y más concretamente en Nueva York, por el afamado caso de Libby Zion: la tragedia que cambió la medicina norteamericana.

Libby era una “american princess” de 18 años, en su primer año de college, con una historia de depresiones y un consumo habitual de cocaína, en volúmenes superiores a la cantidad que circula en muchos bares de copas un jueves por la noche en Madrid.

Pero sobre todo, lo que resulta más importante para sus efectos sobre el caso, es que su padre era Mr. Sidney Zion, uno de los periodistas y abogados más afamados de la ciudad.

Libby murió en la mañana del 5 de Marzo de 1984 en el New York Hospital y eso desató una batalla legal de la que fuí testigo durante una rotación como residente de 4 año en Boston.

Ya saben que Court TV gusta de transmitir estos juicios en tiempo real.

El juicio se inició en el otoño de 1994, y según pude ver por la televisión por cable, los abogados de la acusación del caso Zion vs. New York Hospital basaban sus argumentos en que la muerte de Libby fue causada por el cansancio de la residente de guardia (Dra. Weinstein), cuyo error fue la administración de un calmante (Demerol), aparentemente contraindicado en una paciente en tratamiento con un antidepresivo (Nardil).

La verdad es que Libby había mentido sobre la medicación que estaba tomando y sobre su consumo de cocaína justo antes de su ingreso. Por otra parte, su «primary care physician» no fue capaz de transmitir correctamente las medicaciones que había prescrito a la paciente y, por supuesto, la residente no tenía toda la supervisión que hubiera sido de desear (su supervisor era el R2, Greg Stone).

El 6 de Febrero de 1995, el jurado determinó que el New York Hospital no era responsable de la muerte de Libby, la cual había mentido manifiestamente a los médicos a su ingreso. Sin embargo, tres médicos fueron declarados culpables de negligencia y responsables de la muerte, al 50% con la fallecida. Por ello, se debían pagar $750.000 a la familia Zion por su dolor y sufrimiento .

El 1 de Mayo de 1995, el juez desestimó la conclusión del jurado sobre la responsabilidad al 50% de Libby en su muerte porque habían recibido pruebas sobre su consumo de cocaína de manera inadecuada. Y, finalmente, en 1997 se redujo la indemnización a $350.000.

Desde el punto de vista de los residentes, el caso Zion fue la chispa que inició el debate sobre la forma en que se realizaba su entrenamiento en los hospitales norteamericanos y las repercusiones sobre la seguridad de los pacientes. El estado de Nueva York reguló las horas de trabajo de los residentes con la llamada «Libby Zion law«.

Dicho esto, hay que recordar que el límite de horario actual de los residentes en USA es de 80 horas semanales…

Nota: Sidney Zion murió en 2009, de un cáncer de vejiga

El Doctor N y la enfermedad

Hoy he estado en mi hospital. Como usuario. Mejor dicho, acompañando a un usuario. Soy de MUFACE, pero elegí la sanidad pública. No pretendo explicar el porqué. Me llevaría una entrada exclusiva.

Mientras esperábamos para la filiación ante el mostrador de Urgencias, me he dado cuenta de que por la puerta entraba un conocido. Iba acompañado de su mujer.

– Hola Doctor N. ¿Qué tal estás?

– Me acaban de dar de alta – me ha respondido – Me operaron de un cáncer de próstata hace dos años. Luego de una eventración. Pero me acaban de dar de alta. Me han puesto una malla porque estoy incontinente. Me meo encima. Llevo pañales. Vengo a que me den un justificante.

– ¡Vaya! Es decir, que desde que te jubilaste…

– Pues sí. Nada más jubilarme empecé a tener problemas, y ahora se me ha olvidado que tuve un cáncer. Lo único que me preocupa es la incontinencia.

– Deberías quitártelo de la cabeza. No puedes hacer que eso sea toda tu vida ahora.

– Te has dado cuenta, ¿no? – ha apuntado su mujer, con cierta expresión de desesperación

– No puedo. Me preocupa tanto que el cáncer se me ha olvidado. Me gusta viajar, salir, entrar, y con la incontinencia me siento discapacitado socialmente. Ahora me planteo que me tenía que haber jubilado antes.

No sabía bien que decirle. Así que me he sentido aliviado cuando he oído mi apellido.

– Bueno, Doctor N. Te dejo que nos llaman. Dale un poco de tiempo a la malla que te han puesto. Mejorarás…

En el último siglo hemos sido excelentes reduciendo la mortalidad y aumentando la supervivencia. Pero no tan buenos en la morbilidad o en la discapacidad.

No hemos sido demasiado buenos escuchando los problemas de nuestros pacientes. Seguimos convencidos de que retrasar la muerte es tan valioso que todo lo demás queda en un segundo plano. Un gran error.

La transformación necesaria

«Fe sanitaria: dícese de la creencia incondicional en que los resultados obtenidos en ensayos clínicos aleatorizados sobre una intervención sanitaria son exactamente equivalentes a los que se obtienen con la misma intervención en el mundo real»

Un sistema que quiere afrontar nuevos retos tiene que cambiar. No puede ofrecer otros resultados que no sean los ya que ofrece si no cambia el modelo, la tecnología y la sociedad.

Los sistemas sanitarios no se diseñaron. Se construyeron a partir del ejercicio de la medicina, una profesión liberal, en la que el servicio prestado por el profesional era el valor y en el que la lucha por retrasar el momento de la muerte era el objetivo.

En las sociedades occidentales hemos conseguido retrasar significativamente la muerte, un resultado bastante fácil de medir. Basta con contar años. Sin embargo, otro de los resultados clave, la discapacidad, no conseguimos medirlo con precisión.

Seguimos sin definir el destino al que queremos llegar. Y corremos como pollo sin cabeza. Además, no medimos los resultados, lo que hace imposible comparar los resultados esperados (según la Medicina Basada en la Evidencia) con los resultados en el mundo real. No sabemos donde fallamos, donde nos equivocamos, porque no hemos definido lo que queremos conseguir.

Por todo ello, la transformación es algo más que necesaria. Es imprescindible.